Me he dado cuenta de que en catalán Gabriel Rufián grita más, que en la tribuna del Congreso parecía un generalón de palio o un alcalde de Berlanga, entre la pasión, la agonía, la afonía y el motín. A ver si se trata de eso, no de lo que se diga ni de lo que se entienda en las muchas lenguas oficiales, cooficiales, plurales o singulares, sino de sonar a cañonazo, unos, o sonar a pobrecicos, otros, o sonar a matraca, los de más allá. En el Congreso se inauguraba la era del pinganillo y yo creo que es una era sólo para que los oradores nacionalistas se escuchen a sí mismos en el latín de su pueblo, como el cura de su pueblo, y para que los vean en su pueblo, como se ve a un ciclista del lugar, mientras el resto de sus señorías parecen adormecidos en ruido blanco, en brisilla fonética, en bisbiseos de sirena o en el rompeolas del euskera. Quiero decir que los pinganillos se resbalaban, o sólo cogían interferencias, o a sus señorías les daba pereza cogerlos, como las gafas de leer, o las otras gafas para poder distinguir los subtítulos pequeñitos en las pantallas. La verdad es que no veía yo a casi nadie con el cacharro, ni con interés, que yo imaginaba que la progresía iba a estar escuchando esa pasión de la España plural como se escuchaba el carrusel deportivo de Pepe Domingo Castaño. Pero no. Yo creo que esta España plural daba más que nada sueño, como coser en la mecedora, como la hora de la telenovela turca con el volumen bajado.

Antes de empezar el pleno, por el pasillo del Hemiciclo por el que los diputados nuevos y jovencísimos corrían como con el bollycao en la mano, y los ministros sueltísimos parecían ir en bata (María Jesús Montero es como si fuera siempre en bata), y Mertxe Aizpurua se aparecía sonriendo y asustando como con una cerilla en la mano y otra en los ojos, y el equipo del PP, con Feijóo al frente, pasaba en formación como una banda de cornetas y tambores; por allí por donde se coge más política y más verdad que dentro, decía, la portavoz de Sumar, María Lois, con Yolanda Díaz escoltándola o sosteniéndola, había querido resumir el espíritu del pleno, de la legislatura y del pinganillo: “que el Congreso se parezca a nuestro país”. A lo mejor tiene razón, que el sino de este país parece ser no entenderse o no quererse dar a entender. O incluso más, no ya que el país no se entienda, sino que ni se escuche. El espíritu del pinganillo viene a ser que sólo se escuche el que hable, como sólo se escucha en el karaoke el que canta, en su inglés inventado o en su español igual de inventado, en un inglés de las Ketchup o un español de Perales que no es ni español ni de Perales, mientras los demás sólo imaginan que se electrocuta con el micrófono.

Yo iba dispuesto a ver allí un ambiente de ONU efervescente o de Senado Galáctico, y hasta me había aplicado yo mucho con mi pinganillo, con ese cacharro incómodo, caedizo, picudo, con auriculares de patinadora con walkman, y que tenía cierta estética de teléfono de Matrix y cierto anacronismo y aparatosidad de radiocasete de coche. A mí me tocó un pinganillo que se cortaba mucho, por lo visto porque no estaba bien cargado, así que la España plural me llegaba como una señal de sonda espacial, entre el hito histórico, estática de rayos cósmicos y grandes vacíos de silencio, como si los oradores nacionalistas pasaran al lado oscuro de la luna. Hasta los traductores venían como de lejos, y así era en realidad, que no estaban allí en el Congreso, en peceras ni sotanillos, sino en su casa, contratados por horas como costureras. O sea, que lo mismo a mí la señal se me cortaba porque el gato de la señora le pisaba el cable, no porque el sistema fallara a pesar de toda aquella infraestructura de urgencia o de concierto, con la cobertura de infrarrojos asegurada por paneles que parecían lanzamisiles del independentismo.

Por un momento pensé que eso podía pasar en todo el Hemiciclo, que la cosa técnica fallaba igual que la cosa del argumentario, y por eso veía yo a poca gente, o a nadie, aplicada con el pinganillo, ni siquiera en el Gobierno. O es que todo el mundo entendía (u obviaba) el gallego en el que habló Besteiro, lleno de brumas y boñigas poéticas, o el catalán de Rufián, catalán con acento charnego o morito, que dirían sin duda los catalanes de buen paño, idioma en el que, además de ser refugiado, resulta que Rufián es sordo. Sólo con el euskera de Aizpurua, que se le engatillaba un poco, lo que son las cosas, vi yo más movimiento. Pero la gente más bien miraba los móviles, o se miraba el zapato, como es costumbre en Sánchez, y Yolanda Díaz y María Jesús Montero parecían mirarme a mí, aunque sólo miraban la pantalla que tenía yo debajo, con cara de desentrañar pequeños jeroglíficos o sólo de disimular. Los subtítulos, supongo, son una manera de escapar del pinganillo sin salir del espíritu del pinganillo.

Yo creo que nadie prestó nunca menos atención a los nacionalistas que este día en que había que enredarse los dedos o desenredarse los ojos para escucharles hablar desde su idioma como desde dentro de una tinaja

Yo creo que nadie prestó nunca menos atención a los nacionalistas que este día en que había que enredarse los dedos o desenredarse los ojos para escucharles hablar desde su idioma como desde dentro de una tinaja. El numerito de Vox, eso de abandonar el pleno dejando sus pinganillos en el escaño vacío de Sánchez, a mí me parece que fue innecesario, porque sigo creyendo que allí nadie, ni siquiera sus promotores, escuchaba a la España plural, que hablaba sólo para dentro. Y es que no había necesidad ni lingüística ni sentimental de todo aquello. De lo más chocante de este espíritu del pinganillo es que las traducciones sólo se hacen unidireccionalmente, del catalán, el gallego o el euskera al español, admitiendo como premisa lo que pretenden desautorizar, el uso del español como lengua común por sensatez y comodidad, y subrayando que lo importante es que el nacionalista se oiga a sí mismo, como un tenor engolado, aun sonando en español imperial para los nacionalistas del otro rincón.

No había necesidad de aquello, salvo la necesidad política, la de Sánchez de cumplir con Puigdemont, necesidad para la que se han tenido que buscar todos estos coros y danzas regionales en los que Yolanda colabora como rascando la botella de anís. Todo han sido exigencias y, claro, prisas. Prisas no por entenderse sino por sonar, como si estuvieran probando los altavoces del concierto indepe que vendrá luego. Yo creo que tiene razón el PP en una cuestión de forma que explicó Cuca Gamarra antes de que empezara el festival de Eurovisión de los pueblos eslavos o célticos: se iban a usar las lenguas cooficiales en el Congreso antes de debatirse y aprobarse precisamente la reforma que permite usar las lenguas cooficiales en el Congreso. Si no hace falta cambiar el reglamento, no sé qué pinta esta reforma; y si hace falta cambiar el reglamento, no se podían usar aún. A mí aquello me recordó al Parlament, donde la Mesa podía suplantar las leyes. Hasta Francina Armengol tenía algo de la temblorosa Forcadell, inventando desde su silla alta y bamboleante excusas formales para los actos de pura fuerza sobrevenida.

La España plural, en realidad, sonaba a excursión sin interés, a auriculares tirados como los de un museo o los de la película infumable del Ave. Pero a mí todo esto me parece un experimento, no tanto de colar los idiomas para que se vean en su espejo mágico y versallesco, mientras el personal en realidad duerme o fantasea, sino de la capacidad de ir colando cualquier cosa contra el sentido común, contra la ley y contra la lógica. La Babel del Congreso era un runrún, era una nana en la que incluso colaboró el PP, que puso a Borja Sémper a contarnos, en un simpatiquísimo revival, que él hablaba euskera en la intimidad. El pinganillo no tiene nada que ver con las lenguas de España, sino con las lenguas como arma política, como garrote y grillete (como si en Cataluña se respetara la “pluralidad” lingüística, siquiera la ideológica). En eso sí tenía razón Sémper, aunque por momentos pareciera el Olentzero. El espíritu del pinganillo no es entenderse ni no entenderse, ni siquiera escuchar o no escuchar, o pasar como parecía que pasaban sus señorías de aquello como de la narración de la vuelta ciclista. El espíritu del pinganillo es que Sánchez y los suyos nos han podido meter esa cosa picuda, aparatosa, ridícula, pasivo agresiva e inútil como podrían habernos metido, la verdad, cualquier otra cosa, de la amnistía a la República.