A veces hay que salir a la calle, con sombrillas de bandera o con gorra de caja de ahorros, con encaje de estrellitas europeas o con el cristobita de un gobernante, no por hacer bulto en esta política de bulto sino para que el personal vea que se existe. En el caso de la manifa de Barcelona, para que se vea que existe la Cataluña que no es independentista, ni rupturista, ni monolítica, y que desde luego no se traga, con esas grandes tragaderas de tragabolas de Sánchez, el supremacismo, el avasallamiento y el totalitarismo nacionalistas. Está bien que salga la gente, sobre todo los que no existen ni se ven, que salgan con sorpresa de su corporeidad y hasta de sus colores. Aun tratándose de los mismos rojos, amarillos y azules que sacan los indepes en sus pendones de guerra, la calle parecía tornasolada con las banderas españolas, catalanas y europeas, como si Barcelona hubiera virado hacia colores de Mardi Gras, hacia rojos púrpuras, hacia dorados verdes, hacia tonos inventados para la ocasión o quizá recién descubiertos. Los indepes no sólo han secuestrado lo público, sino hasta los colores, como los hombres grises de Michael Ende.

En esta manifa de invisibles o intocables, con sus vivas telas reteñidas como gentes del Ganges, había 10 veces más personal que en la última del 1-O, ese Día de la Independencia que la historia recordará siempre por sus héroes escabullidos y sus mártires de tirita. Pero no es cuestión de ponerse a contar como los indepes, o sea estampitas en vez de votos, puños en vez de ciudadanos e incluso minorías como totalidad (uno de los principios más poderosos y ridículos de los nacionalismos, que a lo mejor ya apuntaba Hobsbawm, no recuerdo, es que una nación está formada por los que se sienten parte de esa nación, y en esa totalidad circular no caben mayorías ni minorías: la formulación tautológica no deja lugar para el disidente, sólo para el extranjero). Salieron más, en fin, para protestar contra la amnistía que los que salieron a reivindicar esos votos de miga de pan y esa ley inventada para aquel día, como un juego de mesa inventado. Pero esto sólo significa que la necesidad de visibilidad de unos no es la necesidad de visibilidad de los otros.

A veces hay que salir a la calle, pero a los indepes eso ahora no les hace falta. Aun envalentonados y vivificados (uno se imagina a Puigdemont comprándose otra vez ropa para salir en el telediario, después de estar mucho tiempo aviándose sólo con ropa para vivir con gatos), los indepes saben que su fuerza no está en volver a la calle ni al tractor ni a las elecciones, sino que está en la debilidad de Sánchez. Uno no se pone a tejer banderas toda la noche, como si fuera Mariana Pineda, ni a fundir cañones con estatuas de glorieta si espera ir deshilachando a Sánchez, o más bien al Estado que Sánchez ha empezado a descoser por una manga flojona para tapar sus vergüenzas. Incluso el 1-O, que es un día para que el independentismo eche a volar zepelines e incendie tricornios, o al revés, se bastaron con un remanente de merchandising y de milicianos, que parecían más bien que habían salido a recoger cartón.

El independentismo no tiene otra mañana ni otro horizonte que Sánchez, así que hasta parece que ha dejado las calles al constitucionalismo como se deja una parte de la mañana y de las aceras a las floristas, yo diría que sin prestarle mucha atención. Hasta Aragonès parecía desganado hablando del “fracaso” de la manifa, que no se preocupó por armar algo mejor. Queda muy perezoso hablar del fracaso de una supuesta manifa de fachas y toreros que ha multiplicado por 10 la de tu pueblo orgulloso por aquel referéndum, un referéndum con estética y fondo de globoflexia de la democracia que hiciera un pervertido, más o menos como la globoflexia de un payasete pederasta. Salvador Illa, por su parte, hablaba de “miedo”, de que la manifa o la derecha meten “miedo”, y además lo dice con esa cosa ululante y deslizante, de sombra de Nosferatu, que tiene Illa desde la pandemia. Es un poco como si el viejo dóberman del miedo se les revolviera ahora a los socialistas, sobre todo porque lo verdaderamente acojonante es que el gobierno sanchista no defienda el Estado ni el imperio de la ley, sino que los saque a ambos a subasta por unos cuantos votos.

El constitucionalismo, o el civismo sin más, a veces tiene que salir a la calle para que se vea que no son toreros muertos, ni siquiera toreros vivos, o para que se les vea sin más. Y tiene que salir, sobre todo, para hacer pedagogía, por eso en la manifa no sólo había banderas como nikis o nikis como banderas, sino que hubo sustancia argumental en los discursos retumbantes, que a veces la gente sólo hace eco para la nada (cuando Sánchez grita lo de “convivencia” o “diálogo” parece que sólo ha tirado un paquete de patatas fritas vacío en un solar). Estos argumentos no apelan al miedo, que no hay miedo a lo que pueda venir sino indignación ante lo que ya estamos viendo, ni tampoco consisten en tecnicismos legales, aunque hasta los propios socialistas hayan asegurado siempre que una amnistía sería inconstitucional. Los argumentos apelan, sobre todo, a hechos ciertos, indeseables e inmorales.

Con más o menos gente en la calle, con más o menos abanderados de domingo o de tirantes, lo cierto es que la amnistía no es una necesidad de España sino de Sánchez. Y supone la revocación del imperio de la ley, de la igualdad de los ciudadanos y de la separación de poderes, además de la asunción de la culpabilidad del Estado precisamente por haber hecho cumplir la ley, que se hace equivalente a la “represión”. Por si fuera poco, tampoco lleva a la convivencia porque el independentismo no quiere ni ha querido nunca convivencia sino supremacía e impunidad. Que se lo pregunten a los que se manifestaban en Barcelona, ésos que no son considerados siquiera parte de Cataluña, a los que se les intenta expulsar de la ciudadanía y hasta de la humanidad, que tienen que subirse todavía como con megáfono de frutero a pregonar fundamentos básicos de la democracia y aún así los llaman fachas. Que se lo digan a esos que salían a la calle con banderas que parecían extranjeras, con colores que parecían balineses, con verdades que parecen locuras.