Estoy esperando a Puigdemont, a que entre por los titulares como por la chimenea, con esa talla de chimenea que gasta él en sus apariciones, y que entre no para traer regalos sino para robarnos los caramelos y los calcetines. Acaba de pasar Halloween, con sus muertos de chicle y sus fantasmas con resfriado, pero supongo que ya es Navidad para Puigdemont, que es como un Santa Claus inverso, el santo inverso que nos ha impuesto la religión sanchista, como una Santa Muerte con peluca. Ya va siendo tarde en los árboles, que parece que se ponen capucha para el relente, y ya va siendo tarde en las negociaciones, negociaciones frías, con mucho café a sorbitos y mucho juntamiento de rodillas, como las frías tardes en las que se hace tarde en casa de los suegros. Ya va siendo tarde y aquí seguimos, esperando a Puigdemont, esa cosa incómoda, tonta y terrorífica de estar esperando a un señor con gorro de dormir y saco de carbonero al que le tendremos que entregar los candelabros de la familia y hasta ese Quijote también familiar que es la Constitución.

Estoy esperando a Puigdemont, toda España lo está esperando, que el presidente Sánchez ha dado permiso a los santos ladrones, a los ladrones santos, a los ladrones payasos, a los payasos ladrones, para que entren en casas, cuartelillos y juzgados a hacer botín de los costureros y los pijamas y a hacer hogueras de las leyes y las bibliotecas como de los cobertizos. Es Navidad para Puigdemont, que el dinero es chocolate, que el Estado es de galleta, que las leyes y sus jueces parecen tocinillos de cielo sobre encaje de azúcar, que todo el cielo de España es de fruta y luz y lo han bajado para que él coja lo que quiera como de la misma bandeja de la que coge María Santísima, que debe de ser dulcera. Es Navidad para Puigdemont, que el frío empieza a cristalizar en joyerío, que las aristocracias nacionales se van separando de la plebe en trineos como góndolas, que la policía sólo enciende o apaga farolas, que Sánchez es su hada madrina o su muñeco de nieve con nariz de zanahoria. O sea, que Puigdemont debe de estar al caer.

Estoy esperando a Puigdemont, que no sabemos la hora pero digo yo que llegará, como llega el practicante cuando el niño ya cree que no va a llegar, cuando cree que se ha salvado de la inyección, del dolor y de la humillación. Estoy esperando a Puigdemont, que no sé si llegará a mi casa como cuatrero, como pizzero, como inspector del gas o como cartero de rey mago con máscara de robar gasolineras, pero digo yo que tendrá que venir, después de tanto numerito y tanta promo, que la investidura de Sánchez está pareciendo La casa de papel. Estoy esperando a Puigdemont, todos estamos esperando a Puigdemont, a que venga a quitarnos la cartera con los cuatro duros y las cuatro pelusas, a quitarnos la historia como fotos de fotomatón y a quitarnos los derechos como si nos arrancara botones, aunque lo sentiremos como si nos arrancaran nuestras únicas perlas, esas pobres perlas de pobre.

Para Puigdemont ya es Navidad, se perdonarán los pecados y los delitos, y golpistas, malversadores y hasta acusados de terrorismo llegarán hasta nuestra puerta como un coro con hucha

Estoy esperando a Puigdemont, que a lo mejor viene con lentitud segura de vampiro más que con sigilo de Papá Noel atracador. Estoy esperando a que venga a quitarnos el miedo a la vez que la esperanza, que a veces es lo mejor, que pase lo que ya sabemos que va a pasar y podamos empezar a pensar cómo nos recomponemos, nos revolvemos o nos vengamos. Estoy esperando a Puigdemont, pero claro, a lo mejor ya está aquí, a mi lado, en el perchero en el que yo sólo veo ahorcados y en la tarde en la que yo sólo veo el cenicero de Dios. Quiero decir que seguramente todo está ya hecho, que Sánchez lo tiene todo listo, como ese alcalde que tiene planeada la Navidad desde agosto y la empieza adelantándose a las castañas y hasta a la pesada y cursi de Mariah Carey. Y si todo está ya hecho, si sólo falta un tachán de mago draculíneo o un matasuegrazo para que empiecen el espectáculo y el negocio, como esos programas de Nochevieja, a ver qué más nos da que aparezcan Puigdemont o Bolaños con discurso de Cantinflas, esos discursos con dos tallas más de chaqueta que de palabra.

Estoy esperando a Puigdemont, toda España lo espera, y claro que va a llegar, que es Navidad en Waterloo y en Sant Jaume, como una Navidad en el Rockefeller Center, y vamos a ver mendigos y ladrones tocando la campanita y deseándonos felices fiestas y feliz democracia con la barba de nieve sucia y de boca sucia. Para Puigdemont ya es Navidad, se perdonarán los pecados y los delitos, y golpistas, malversadores y hasta acusados de terrorismo llegarán hasta nuestra puerta como un coro con hucha. Todos tendrán una segunda oportunidad bajo las alas de chaqué del ángel sin alas de Sánchez. Ya es Navidad para Puigdemont, pero también para Sánchez, que si no estuviéramos con azúcar hasta la campanilla, o hipnotizados de campanillas de azúcar, sólo veríamos a un tipo que no es que haya otorgado la amnistía como merced o como una condecoración a los bomberos, sino que la ha otorgado, violentando la Constitución y la decencia, a cambio de seguir en el poder. Y que algo así sea invisible o traslúcido, como los ángeles con abrigo, es un milagro que sólo puede ocurrir en Navidad.

Sigo esperando a Puigdemont, que ha venido directamente de la noche de los muertos, como un payaso asesino, a recolectar su Navidad de los árboles sagrados de la libertad y la democracia, que ahora son de plástico. Sigo esperando a Puigdemont, toda España lo espera entre caramelos de café con leche y panoplias de chimenea, y ya va siendo tarde, tarde en las sombras que hace el viento en los cristales, como de manos, y en los relojes escacharrados que parecen los pájaros ya silenciosos. Al final, ya ven, se va a retrasar un poco, como ese vampiro que, encima, se quiere hacer el interesante. Pero Puigdemont vendrá, que es Navidad para él y puede pedirlo todo sin renunciar a nada, ni a la independencia ni al barrigón de algodón de azúcar. Seguiremos esperándolo, que otra no queda. O a lo mejor nos cansamos de esperar, de estar todo el tiempo con ese miedo a los timbres que tienen los que esperan. Ni siquiera la Navidad, o menos que nada la Navidad, puede durar para siempre.