El juez Manuel García Castellón ha imputado a Marta Rovira y a Puigdemont por hechos “que podrían calificarse como terrorismo”, que parece una palabra demasiado tremenda para esta gente pequeñita y asustadiza, pero yo diría que no tanto. La verdad es que el procés siempre fue una revolución cobarde que no ha tenido al frente más que a gente pequeñita y asustadiza, blandita y lechosa, aunque, eso sí, presta a animar y convocar a los violentos. “Apreteu, apreteu!”, decía Quim Torra, otro héroe rosadito y neumático, en aquellos tiempos en que Barcelona ardía en pedruscos y zarpazos como un dragón de Gaudí. El procés siempre fue una revolución cobarde, ya digo, o floja, que ellos pretendían que el propio Estado se la hiciera (ahora, con Sánchez, lo están consiguiendo). Una revolución más de mártires cagados que de luchadores heridos, que ponía por delante de la policía a viejitos y a escolares como en tanques de tacataca, y que mandaba a la juventud gamberra a hacerles la guerrilla a las horas tontas del botellón. Mientras, claro, los inventores de la cosa bebían vino de sacristía o se echaban sobre la mecedora la mantita escocesa y el gato arábigo.

Marta Rovira se nos hace rara como líder terrorista, como si fuera una bibliotecaria terrorista, con tomito de antología explosivo. Claro que a lo mejor esa es la coartada perfecta, que quién va a pensar en una ursulina terrorista, con pionono explosivo, o en una solteroncilla terrorista, con costurerito explosivo. El procés, sin embargo, era precisamente esto, unas señoras o señoritas de té y soponcio, unos políticos de mesa camilla, unos intelectuales como huevitos blanquecinos y quebradizos, todos soliviantando al pueblo y mandándolo a hacer el recado de la revolución, que a lo mejor sólo era el recado de hacer olvidar el tres per cent, del que, efectivamente, ya nadie se acuerda. Estos líderes escuchimizados luego acababan en Suiza, haciendo un musical de monjas y vacas, o acababan en un castillito melancólico y cementerial en Waterloo, como un heredero al trono de Portugal o así, o acababan en la cárcel pero con cenas de fraile y el hambre intacta. Todo muy poco heroico, o sea. Esto del terrorismo o filoterrorismo al menos los hace revolucionarios de verdad, que así lo de cagón o lo de mosquita muerta ya no es por personalidad sino por tapadera.

Yo creo que Rovira y Puigdemont deberían estar agradecidos de que un juez haya metido aquí lo del terrorismo, al menos como indicio o posibilidad, que ese nacionalismo sin soldados suyo parecía un insulto a la tradición, al ardor, al fanatismo y a la moral nacionalistas. Era doloroso quedar como el único nacionalismo relevante compuesto de vagos y rajados, de poetillas y maestrillas de preescolar con moño de lápiz, de teóricos adanistas con la gafita todo el tiempo empañada de su gramática mitológica o glagolítica y de su contabilidad de costurera de la pela. Unos vagos o rajados a los que hasta el acoso o el aplastamiento al que sus multitudes sometían a la democracia o a los funcionarios les quedaba caótico o azaroso, como una persecución de brujas por parte de campesinos. Ahora, con esta acusación, al menos se ve un poco de orden, de jerarquía, de mando y de crueldad en su procés, que era un poco sospechoso ser la única revolución hecha sólo de santones, bibliófilos y gourmets.

Lo del Tsunami Democràtic era lo más revolucionario y puro que tenían, ahí prendiendo fuego a escaparates como a museos de cera, parando trenes a tablazos y preparando ollas explosivas en una especie de terrorismo folclórico del potaje, quizá con más intención de atascar que de matar, o quizá no, que eso no se sabe. Pero no es sólo la pureza, sino el plan, la dirección, que no se trataba de llamamientos genéricos sino de órdenes operativas, que no era sólo el señor regordete que salía a pedir que apretaran como para abrirle a él el bote de mayonesa, sino que la bibliotecaria en realidad daba órdenes de capitana marsellesa, y que la olla con explosivo o el acoso con tomatada venían dirigidos con planito oficial y financiados con dinero público. Esto es lo que se tiene que juzgar, si se juzga, pero de todas formas a uno le parece que Rovira y Puigdemont han subido de categoría, como si pasaran de empollones a golfillos matones.

El procés siempre fue una rara revolución de cobardes y flojos, y ya no aceptan más heroísmo ni martirio que la melancolía del vino, de la historia y del trajín de trenes

El procés parece por fin la guerra que ha sido, pero Puigdemont está disgustado con esta distinción de la historia o esta deferencia del señor juez, que la verdad es que también ha tenido tino procesal, o histórico, o irónico. Puigdemont ha declarado que todo esto forma parte del “golpe de Estado permanente” que le tienen montado a él, y yo la verdad es que no lo entiendo. Quiero decir que Puigdemont ya es por fin el malote, el jacobino, el gudari, el maquis, el republicano con bomba o revólver en el morral, siquiera metafórica o jerárquicamente, pero parece que le molesta. Prefiere seguir siendo el mesías camastrón al que el Estado le tiene que otorgar la razón y la independencia con respeto, además, a la hora de su siesta, a la hora de su mus y a la hora de sus tripas.

El procés siempre fue una rara revolución de cobardes y flojos, y ya no aceptan más heroísmo ni martirio que la melancolía del vino, de la historia y del trajín de trenes. A Puigdemont le fastidia que el Estado opresor lo acuse de terrorismo más que de malversación, un delito con mucho menos romanticismo y glamur para el patriota. Y eso a pesar de que da lo mismo, que todo se va a borrar en aras de la convivencia y la concordia con esa amnistía concedida a cambio de los votos de los amnistiados, bella, circular y desenvueltamente, como un argumento teológico. Diría uno que el Estado de derecho aún se defiende como puede, aunque la crisis de legitimidades entre poderes sólo acaba de comenzar y aún nos queda mucho que oír sobre jueces y magistrados con encomienda o con peto. Las acusaciones se disolverán, pero nos sirven para constatar que estos revolucionarios siguen siendo gente pequeña y asustadiza. Tanto que aún prefieren quedar como ladrones antes que como valientes.