Digámoslo de entrada: lo que le está sucediendo al PP en estos días en lo que se refiere a los inscritos para las elecciones internas es un auténtico desastre que a lo único que va a contribuir es a hundir aún más al partido en el desánimo en el que ya lleva tiempo instalado y que se ha acentuado tras la inesperada y súbita salida del gobierno a raíz de la moción de censura, rematado todo ello con el rápido abandono de Mariano Rajoy sin haber dejado manual de instrucciones al que atenerse. Y si a todo eso se une la negativa de Alberto Núñez Feijóo a ponerse al frente de esa muchedumbre de gentes moralmente heridas; de expulsados del poder; de avergonzados por tantísimos casos de corrupción y por tantísimos imputados que es verdad que ya no pertenecen al partido pero que han pertenecido a él durante años y en puestos muy relevantes además; de gentes en definitiva descorazonadas, y que se sienten personalmente perjudicadas en su reputación partidista, tenemos un retrato bastante aproximado de la situación moral en la que se encuentra ese partido.
Estas elecciones internas han puesto de manifiesto otra realidad que había permanecido oculta para la opinión pública pero también para sus afiliados y es la del auténtico tamaño del partido. Porque no es lo mismo sentirse parte de un regimiento poderosísimo de más de 800.000 soldados que verse de pronto formando parte de un grupito de no más 150.000 personas. No es que sean pocas, es que suponen una diferencia que lleva a la humillación y al consiguiente sonrojo. "No éramos ni mucho menos lo grandes que nos habían dicho", deben estar pensando los afiliados de verdad del Partido Popular. Y a partir de ahí no tiene nada de sorprendente que esos más de 60.000 inscritos, entre los que se cuentan todos los que tienen un cargo en el partido o en las instituciones, resulten de una escasez patética habida cuenta de las ficciones que se han estado manejando durante años dentro de la estructura del PP. En definitiva, ¿cuántos militantes tiene realmente el Partido Popular? En este momento, esa es una incógnita absoluta que no hace sino mermar el poco crédito que aún le queda a un partido que, eso sí que está demostrado, concitó en las elecciones generales de 2011 el respaldo de casi 11 millones de españoles.
No es lo mismo sentirse parte de un regimiento poderosísimo de más de 800.000 soldados que verse de pronto formando parte de un grupito de no más 150.000 personas
Ahora las cosas han cambiado radicalmente. Los afiliados no encuentran, por lo que se ve, en los líderes que se han presentado a estas elecciones internas ningún motivo para volver a ponerse de pie e iniciar otra vez la marcha que les ha llevado durante tantos años a las victorias, tanto en los ayuntamientos, como en las autonomías, como en el gobierno de la nación. No ven en ninguno de ellos al jefe que les conduzca de nuevo por la senda de la esperanza y de la recuperación moral y política. Y aquí entra la figura de Mariano Rajoy tan denostada por sus críticos dentro, pero sobre todo, en los aledaños de su partido.
Desde hace años gentes importantes de la vida económica y financiera de nuestro país sostenían que Rajoy era un obstáculo para el desarrollo de su partido, un freno que empezaba a resultar insoportable y al que era necesario, imprescindible de hecho, remover de su puesto más pronto que tarde. Pero una vez que Rajoy ha hecho mutis por el foro nos encontramos con el espectáculo de un partido que se descoyunta ante el pánico de sus dirigentes que ven cómo se les desmorona la casa. Así que ha llegado el momento de subrayar lo que algunos pocos sabían desde hace mucho tiempo: que el ahora registrador de la Propiedad hacía el papel impagable de clavillo del abanico, una figura que aplicó por primera vez Leopoldo Calvo-Sotelo al entonces dimisionario presidente del gobierno y de UCD Adolfo Suárez. Ahora se ve con nitidez el efecto de dispersión absoluta que ha producido en el seno del PP la ausencia de su líder.
Una vez que Rajoy ha hecho mutis por el foro nos encontramos con el espectáculo de un partido que se descoyunta ante el pánico de sus dirigentes
Y ese efecto no tiene buena compostura porque, aunque las elecciones internas se celebren como estaba previsto entre los poco más de 60.000 inscritos, quien obtenga la victoria no podrá dejar de ser muy consciente de que la suya es una victoria pobre obtenida en medio del páramo en que se ha convertido en cuestión de semanas su partido. Estas elecciones van a ser, por lo tanto, la constatación de un fracaso que los líderes supervivientes no han sido capaces de frenar. Y tiene razón Pablo Casado: si no consiguen entre todos dar la vuelta a este panorama, y no parece que lo vayan a conseguir, el PP no va a estar en condiciones de ganar las próximas elecciones ni tampoco las siguientes. Pero allí mismo, debajo del balcón de los populares, está agazapado Albert Rivera, sin hacer un ruido pero con la red extendida a todo lo que da para ir recogiendo no solamente a los dirigentes del PP que huyan de su partido en busca de un futuro más prometedor sino sobre todo a los millones de votantes a los que las políticas del presidente Pedro Sánchez empujen hacia el refugio del centro o de la derecha. Y esos votantes han llegado a ser, no lo olvidemos, nada menos que 10.866.566 ciudadanos. Esa es la pérdida que le es imputable a un Partido Popular atrapado hoy en su propio laberinto y esa es la cosecha que se ofrece prometedora al partido naranja si sabe enhebrar una estrategia política suficientemente atrayente.
Mientras tanto, el votante de centro derecha asiste estupefacto y huérfano a este espectáculo funeral.
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