El presidente Sánchez llama a Feijóo, llama con su teléfono de góndola o de bañera, con gran horquilla rococó, como Sara Montiel; llama con su turbante de toalla, con su cigarrillo con boquilla de la Pantera Rosa o de Mata Hari, con su timbrazo de emergencia de bombero de cine mudo o de antojo en un hotel de Saint-Tropez, y claro, al presidente hay que contestarle. El presidente llama, con una urgencia golosa, como un capo al que le gustan las manzanas, o con una autoridad entre militar y eclesiástica, como el coronel o el papa que quieren un huevo pasado por agua como pasado por el Espíritu Santo. El presidente Sánchez llama, que eso suena a cañonazo, a campanazo, a bastonazo, y hay que contestarle y presentarse, como si te llamara Zeus o Florentino Pérez. Al menos, eso es lo que ha dicho Calviño, que de ser la cabeza trigonométrica de la economía española va a pasar a ser una jubilada en las bañeras napoleónicas de oro de los bancos europeos, pero, antes, eso sí, quiere ser la señora que toca el cencerro en la Moncloa para que acudan los criados, los patos y el señor Feijóo, que por lo visto tiene que venir con las sales de baño o con el albornocito de ligón de Sánchez, que está ahí, mientras, enfriándose.
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