Sánchez y Ayuso nos han dejado al final un duelo de fin de año soso, despegado y burocrático, que uno esperaba un combate como durante las campanadas, por la audiencia, el exceso y la carnaza, como cuando Cristina Pedroche sale disfrazada de caniche recién pelado, entre borlas y temblores. Ayuso contraprogramó a Sánchez, y estuvo ahí esperándolo, como espera las campanadas la Pedroche dentro de una bolsa de lavandería o lo que sea que lleve encima de su piel de caniche con piel de gallina. Esperó Ayuso, pues, hasta que el presidente dejó de discutir con Yolanda Díaz el carbón de los ricos y el oro de los indepes, para salir ella a la vez, en esas televisiones con la pantalla dividida como el corazón tabicado, el corazón de adosado, que tiene España. Pero Ayuso parecía una enfermera repartiendo radiografías y Sánchez parecía que se acababa de levantar no del Consejo de ministros sino de la cama, legañoso de colchón monclovita. Un mensaje, un resumen, un alegato de fin de año no se puede hacer así, que uno se aburre y se duerme como en la lotería, de escuchar ristras de números y sonajeros de niños zangolotinos.

Sánchez y Ayuso, que son reyes de su casa o de su iglesia, tendrían que haber hecho algo más a lo grande, más regio, más vaticano. Eso de soltar el discurso de cada semana, después de la reunión de cada semana, con expresión de querer quitarse los zapatos o de estar haciéndose pis, como si fuera una reunión de la AMPA, no motiva para nada. El autobombo de todo un año pide al menos ponerse la braga roja, el esmoquin con chorreras o el nacimiento berroqueño, que a mí me extraña que Sánchez no haya querido dar su discurso desde el Palacio Real o el Escorial, como aquella vez que Susana Díaz lo dio desde la Alhambra, en el Patio de los Leones, y parecía una vieja Cibeles cantarera del viejo socialismo andaluz. Pero quizá Ayuso ya no es tan flamenca y Sánchez se nos ha vuelto modesto. Sánchez no sólo renuncia a ser el rey republicano y navideño que le piden ser a Felipe VI los republicanos, sino que renunció a fardar de la amnistía, que no mencionó hasta que se lo preguntó ya al final un periodista, dormido entre otros periodistas dormidos, como pastorcillos de anunciación.

Sánchez tendría que haberse dirigido a su país como una burbuja de Freixenet, o como Isabel Preysler, o sea como la celebrity que es, vendiendo o mintiendo entre velos y chales, con su silueta y su paladar

Sánchez tendría que haber aparecido en televisión en su diván para desmayos (cosa que existe), ante un árbol entero de Ferrero Rocher y una pirámide hecha con su libro, que es como de mármol de su cara. Sánchez tenía que haberse presentado ante el país con toda su grandeza, no sólo porque la tiene, como todos los pícaros españoles, sino porque así entra mejor el discurso navideño, como entran todas las mentiras, olvidos y contradicciones en esta época, con relleno de viruta. Así entraría mejor que la economía va bien aunque haya prorrogado unas medidas que se vendían como anticrisis. O que ha parado a la ultraderecha, o a los ultras sin más, teniendo de socios a Puigdemont, a Bildu y a esos iliberales de uno y otro extremo que no quieren más jueces ni leyes que los que se adjudiquen ellos en comandita o en la fogata tribal.

Sánchez tendría que haberse dirigido a su país como una burbuja de Freixenet, o como Isabel Preysler, o sea como la celebrity que es, vendiendo o mintiendo entre velos y chales, con su silueta y su paladar. Sánchez tendría que haber salido como el Jacq al que buscaba la de “busco a Jacq”, como personaje de fantasía de los horteras, que en Navidad se perdonan las exageraciones, el engaño, el cinismo y el mal gusto, y hasta se venden con lacito. Sánchez es un personaje navideño, entre siniestro, increíble y pródigo, y si no se le pone en un contexto navideño no hay quien se lo crea, como un reno volador. Haciendo un discurso de particular, tomándose con literalidad a sí mismo como tomándose con literalidad la Marimorena, yo creo que pierden muchas posibilidades el presidente, la mentira y la crónica, que ya no podrá glosar su puesta en escena de Santa Claus cansino, pasadote y sexy, algo así como Mariah Carey por estas fechas. Por ejemplo, si Sánchez expone que su Gobierno viene “sin tacha de corrupción”, lo primero que pensamos es que no hay mayor corrupción que negociar votos para su investidura a cambio de impunidad penal. Pero si esto lo dijera peinándose entre cortina y cortina, con peine de plata fina, o con decoración de Pitita Ridruejo, sería más fácil tragárnoslo como dogma.

Sánchez es el muro contra la derecha y la ultraderecha (él no se da cuenta de que le suena como violeta y ultravioleta, con una contigüidad que no es semejanza). Es lo que dice siempre, pero lo dice en Navidad en una Moncloa recién encerada de literalidad y entresemana, o sea que lo dice como desaprovechando la inocencia del electorado. Por su parte, Ayuso es el muro contra el comunismo y la Atenea de la libertad del tardeo, también como siempre. Ayuso quizá debería haber salido al menos con su árbol o cesta o sombrero de frutas, como Carmen Miranda, respondiendo a los dogmas del sanchismo con descaro carnal y alegórico, pero estuvo sosa y desganada y se equivocaba leyendo como la que se equivoca en una carta a los corintios. La verdad es que Sánchez no es comunista, ni es nada, pero Ayuso tiene su personaje, su reducto, su público que la aplaude cuando dice sus latiguillos, como los de Martes y Trece (el público incluye también ahora Génova). Eso de estar esperando a Sánchez como un cuco en su casita del reloj quedó bastante ridículo, pero es Navidad y se perdona todo. No hay más que ver al presidente, que ya ni se preocupa por seducir. 

Ayuso contraprogramó a Sánchez, pero no lució, como cuando Jorge Javier Vázquez quiere contraprogramar algo y tampoco le luce. Yo diría que está perezosa, que están perezosos los dos, que quizá saben que no hay mucho que hacer ni pelear ni lucir en un par de años. Sánchez dejó su argumentario sin lujo ni bailoteo y Ayuso dejó sus muletillas sin esmero ni picardía. Uno esperaba una batalla de invierno napoleónica, o unas campanadas con pique, pero ni siquiera fue un numerito de la Pedroche, que al menos tiene algo de espectáculo singular y absurdo de caniches o gallinas sobre hielo.