Antes de que Pablo Casado subiera a la gloria con su cara de bachiller o de ganador de una cucaña de mozos, allí había llorado una madonna castellana con lágrimas casi sevillanas, esculpidas o tejidas, lágrimas como arroz engarzado en el encaje del pañuelo. Y también había llorado un presidente mientras dejaba su frac tieso, en el atril o en la silla, como las dignidades y abalorios de un embajador cesante o de un mago viejo. Fue en un escenario como un fondo de escritorio de Windows, unos paisajes de pastor acuarelista con los que el PP parecía decir adiós a Rajoy y Cospedal como si se fueran a la vendimia o a un cielo de mascotas.
El PP despedía una estación para entrar en otra, cambiando las frutas del frutero y la ropa de cama, pero aún se notaban la pereza del sol y la tristeza de las sombras, en Cospedal haciendo su maletita de buena novia del pueblo despreciada, en la última altivez de soldado de Rajoy, reivindicando su pabellón. Antes que lo nuevo, teníamos que ver ese vals triste de cosas que se tiran o se guardan en el arcón, al PP tapando sus arpas, cerrando el piano que es el partido. Veremos lo nuevo, si es nuevo o es un colchón dado la vuelta, si sacará otra vez el virginal o la zanfoña, a qué suena ahora la vieja casa soleada y aventada.
Veremos si lo nuevo es nuevo, o es un colchón al que han dado la vuelta
Pablo Casado se ha impuesto con fuerza a la leyenda de la niña diabólica, que al final tenía más enemigos que flechas y sortijas con o sin aguijón. Soraya se presentó como la candidata de los afiliados, deslegitimando a Casado y a las propias reglas del partido, algo que no le pega a una opositora con gafas de rayos X como ella. Como todos se emocionaban, igual que toreros o tunos que se cortan la coleta, Soraya también quiso emocionarse, emocionar, pero a la niña hecha de tinta y hierro, como una pluma que escribe y apuñala, no le sale eso. Sacó como metáfora del partido un abanico abierto, un abanico de mediodía de feria, de manola con cántaro, de novia en los toros, pero el lenguaje de abanico explicado acaba con la seducción, con la magia. No es lo mismo un púlpito que un torneo de debate, ni una mesa de crisis que un auditorio de melancólicos desesperados.
Pero llegó Pablo Casado, dominando el escenario como si fuera Luis Miguel, hablando sin leer, pegando pellizcos sentimentales a los concejalillos, a la bandera, a los lecheros que madrugan (se trata sobre todo de madrugar, como un monje hortelano), al portalito de Belén de la vida y la familia. O sea, todo lo pellizcable de las esencias del PP, que Casado volvía a recuperar después de esa tranquilidad con dentera de Rajoy, del sentido común con ideología en penumbra como sus siestas de farero. Igual que Soraya, Casado también mencionó a Fraga como a Papá Pitufo o a Herman Munster. Pero, además, dijo aquello de aglutinar todo lo que hay a la derecha del PSOE, que es estribillo de Aznar. Aunque no sabemos lo lejos que pretende llegar: está la derecha de Serrano y Medinaceli y, demasiado cerca de esquina, colores y autobuses, la de Cuelgamuros. Pero Casado hacía que el plenario pitara como una tetera. De pronto, el pequeño bachiller parecía Pavarotti.
En medio del plenario, el pequeño bachiller se parecía al mismo Pavarotti
Pudieron más esos odios de poeta que a veces hay en la política, y las ganas de volver a agarrase como al viejo medallón del partido. Pudo más que la experiencia institucional, la promesa de conseguir carguillos y ganar elecciones que parecía traer Soraya. A Soraya no sólo la habían apoyado el dinero frío, de ideología borrosa, y el PP más centrista o perito, sino que la preferían Arenas, Celia Villalobos y hasta Zapatero y Susana Díaz. Eso mata a cualquiera, incluso si eres una vampira de las lámparas de araña de La Moncloa y la Carrera de San Jerónimo. A Pablo Casado también lo prefería Aznar, y ahí se puede pensar que había una pelea de gafes bastante equilibrada. Pero los compromisarios han preferido un retorno a la ideología, un regreso freudiano a la matriz.
Casado no es ni nuevo ni viejo, sólo se presenta joven y asoldadado. Parece que su renovación será limpieza de bichos y paño por la plata vieja del partido. O sea que volverá a sacar las arpas y el piano recién guardados, después de afinarlos con el empeño a la vez delicado e industrioso de la derecha. Casado debe intentar, por el bien de su partido y del país, integrar no sólo a Soraya sino a ese PP más de cartabón que de estampita. Además, deberá intentar no perder el centro, sin el que el PP no ha ganado nunca, sin el que se queda sólo en los guardias civiles, las viudas de notario y un hojaldre de monjas y dinero. Y no deberá ponerse mítico ni simbólico, para no ser un Sánchez inverso. Todo esto, si no ocurre algo con su máster, porque aún pueden tener caramelos y petardos las brujas.
El PP ha cambiado de época, de estación o quizá sólo de página del mismo calendario de caja de ahorros. Cuando subieron Casado y su mujer al escenario, los iluminaban luces y paisajes de siega, como si empezara La casa de la pradera o un Domingo de Ramos. Antes, ése había sido el lugar del entierro de una abnegada Virgen de madera y de un tranquilo y contradictorio relojero de paraguas. La historia suele elegir sus paisajes con amonestación o ironía. Será bueno que Casado lo tenga en cuenta.
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