En el Festival de Cannes de 1973, Jean Eustache estrenó la que acabaría siendo su gran obra maestra, La mamá y la puta. Una película que hizo vomitar a Ingrid Bergman y horrorizó al crítico francés Gilles Jacob (que después fue presidente del festival durante 14 años). Pero que también ha quedado para la posteridad como el retrato más fidedigno de una generación que vio cómo morían sus ansias de cambiar el mundo. Eustache fue capaz de mostrar, a través de una historia esencialmente autobiográfica, lo que significó para muchos jóvenes el final del Mayo del 68.

Un desencanto en primera persona en el que ni la liberación sexual ni la revolución cultural fueron capaces de cumplir con las expectativas de una juventud condenada a la insatisfacción. Una insatisfacción, la del propio cineasta, que le llevó a explorar otros caminos, a transgredir y a alcanzar así la consideración que tiene hoy en día como autor de culto. La dificultad para acceder a su filmografía, su origen humilde (algo prácticamente imposible de ver en un arte como el cine), y su fatal final (se suicidó a los 42 años), han ayudado a crear su leyenda, convirtiéndolo en una especie de huidizo e incomprendido poeta maldito.

Su obra, que ha estado prácticamente desaparecida durante cinco décadas, ha sido rescatada y restaurada, y se proyectará durante todo el mes de febrero en el Círculo de Bellas Artes de Madrid (CBA). Una retrospectiva que incluye sus dos largometrajes más conocidos, La mamá y la puta y Mis pequeños amores; y otras obras menos conocidas como Numéro Zéro o Le Cochon.

"Su carrera empezó a construirse de una manera distinta a la de los de la Nouvelle vague. Hay un cierto desapego, no hay una celebración del mundo y de la vida. Sus películas tienen un tono más apagado y sombrío", explica el curador de arte y programador del ciclo Manuel Asín, en una conversación con El Independiente.

'La mamá y la puta' (Jean Eustache.

Eustache era más joven que los Godard y compañía, venía de Pesaac, en el sur de Francia, era de familia obrera y su formación fue principalmente autodidacta. Su cine tiene, de base, un contraste muy pronunciado con respecto a sus compañeros, funcionando más como un epílogo desencantado, que como una continuación de los valores de la nueva ola. Fue el de Pesaac un joven precozmente endurecido, empeñado en poner en duda cualquier idealismo ingenuo que se le pusiera por delante. Sin embargo, a pesar de su tendencia a la decepción, en su cabeza nunca cesaban de surgir nuevas ideas y propuestas.

"Llega un momento en el que decide romper con la industria a todos los niveles y empieza a hacer películas totalmente marginales, películas en las que lo único que necesita es una cantidad de película, una cámara, un operador y que poder rodar". En concreto, el programador del CBA hace referencia a Numéro Zéro (1971), una especie de documental en la que grabó una conversación de dos horas con su abuela.

"Pretendía romper y construir a partir de algo nuevo, una especie de exabrupto teórico en clave casi de performance. Aquella película no la quiso distribuir, no quiso que siguiera unos canales habituales de distribución. En vez de eso, lo que hizo fue llamar unos pocos amigos influyentes del cine en París, mostrarles la película y después guardársela hasta que alguien pagara por verla, pero no como una entrada de cine, sino para comprar la obra entera como un artefacto artístico en sí". Por esta razón, la película no se volvió a ver hasta principios de los 2000. Y es que uno de los grandes obstáculos para acceder a sus filmes siempre ha sido el farragoso asunto de los derechos de autor. Pues al heredarlos su hijo a su muerte, este continuó con la política monetaria del padre, de exigir grandes cantidades de dinero por sus proyecciones.

"La primera vez que pude ver La mamá y la puta en España, -recuerda con cariño el curador de arte- fue a raíz de que se pasó por Canal Plus gracias a un programa de televisión en el que Fernando Trueba la programó como una de sus películas favoritas". Las contadas veces en las que se pudo ver la película, junto a su carácter maldito ayudaron a acrecentar su leyenda.

Jean-Pierre Léaud en 'La mamá y la puta'

Volver a la tradición para acercarse a la vanguardia

Pero no solo las excentricidades forman parte del mito de Jean Eustache, por encima de todo, su obra será recordada como un ejemplo de ruptura artística. Toda su filosofía cinematográfica aspiraba a una cierta coherencia transgresora en la que el cineasta francés se convirtió, cada vez más, en un radical cuya obsesión tenía que ver con una concepción tradicional y casi primitiva del cine.

"Su idea era volver atrás, hacer las cosas de una manera más simple y sencilla, más de base. La película Numéro Zéro, por ejemplo, la presentaba como una vuelta al cine de los hermanos Lumière", comenta Asín. Por otro lado, está su forma de acercarse a los temas de una manera directa y descarnada, una insensibilidad consciente a través de la cual conseguía una mirada más pura de la realidad. De esta forma conectó con las prácticas más vanguardistas de su época, con Andy Warhol, el arte conceptual y la influencia reconocida de la literatura de Samuel Beckett.

"No me gusta la dignidad. Mi única dignidad es mi bajeza", dice Alexandre, protagonista de La mamá y la puta. Y con esa filosofía creó, dirigió y murió este poeta maldito del desencanto juvenil, obsesionado con hacer de su cine autobiográfico la mayor muestra de humanidad posible en un momento de vacío existencial. Un artista único que consiguió escandalizar a sus contemporáneos y que continúa fascinando a sus herederos con una obra que sigue tan viva como entonces.