Wilhelm Brasse pudo optar por el camino más fácil, pero hizo lo que consideró correcto. Pudo unirse al ejército alemán por ser austropolaco, pero se negó y eso le costó convertirse en preso del nazismo en la peor de sus cárceles: el campo de concentración de Auschwitz. Allí fue el prisionero 3444 y por su formación y habilidades se convirtió en el retratista de miles y miles de prisioneros que fueron eliminados por la maquinaria asesina de los nazis.
Un día fue citado junto con otros tres hombres, todos tenían en común que antes de la guerra habían sido fotógrafos. Los nazis necesitaban a un fotógrafo y le eligieron a él, por su origen ario y porque hablaba alemán. Además había sido retratista en el estudio fotográfico de su tío en Katowice (Polonia) y esa sería su principal función tomar imágenes de presos, en su mayoría judíos a los que antes de morir, tomaban tres instantáneas, con fines documentales.
“Las personas que gestionaban el campo le pedían que acumulara miles y miles de fotos de prisioneros y que documentara la vida del campo. Fotos que enviaban de manera regular a Berlín en informes donde se hacía ver que el campo era un lugar ordenado, que se llevaba a cabo el trabajo que se había propuesto, que se documentaba la vida de los prisioneros y cada uno de esos prisioneros que fotografiaba y se les abría una ficha en la que se recogía. si era judío, si era prisionero político o si era romaní, explica Luca Crippa quien junto Maurizio Onnis han escrito la El fotógrafo de Auschwitz (Planeta), un libro en el que se relata la historia de este testigo único del campo de exterminio.
Su posición como fotógrafo le permitió moverse por el campo y ser ver lo que ocurría. Sus fotos son documentos que sirvieron para juzgar a los culpables y para que miles de personas supieran del destino de sus familiares.
Durante la huida de los nazis de Auschwitz le ordenaron quemar todo el material fotográfico realizado esos años. Ni él ni los otros presos podían contravenir esa orden, pero retrasaron todo lo que pudieron su ejecución. “Llenaron las estufas de celuloide y de negativo fotográfico de manera que cumplían con la orden de destruir el material, pero las estufas estaban repletas, entonces el material no se quemaba rápidamente porque no había oxígeno, así que sólo se quemó parcialmente. Además dispersaron parte de las fotos por distintos lugares se encontraba el estudio fotográfico. Ganaron tiempo y cuando los soviéticos entraron finalmente en el campo encontraron cientos de estas fotos”, explica Maurizio Onnis. Las imágenes que hoy se encuentran en su mayoría en el Museo de Auschwitz y en el Memorial de Yad Vashem en Jerusalén se utilizaron posteriormente en los juicios de Nuremberg.
“Los nazis estaban convencidos de estar haciendo el bien, estaban convencidos de que este era su deber, por eso querían fotos, querían materiales, querían pruebas de sus acciones. Esto no me deja de sorprender”, añade Crippa
Ernest Hoffmann y Bernard Walthe eran los responsables nazis de la oficina de documentación del campo de concentración. A ellos se le atribuye el conocido como Álbum de Auschwitz un álbum de fotos de imágenes tomadas por los alemanes y por los presos de la oficina como Brasse. Las fotos de este álbum fueron encontrados en el campo de trabajo de Dora, en Alemania, al que llegaron desde Auschwitz, presumiblemente algún nazi se lo llevó en su huída y fue encontrado poco Lilly Jacob quien también había llegado desde Auschwitz. Ante el avance de los aliados, Jacob y otros judíos moribundos fueron abandonados a su suerte. En ese momento se topó con el álbum entre cuyas fotos pudo reconocerse a ella y a sus hermanos asesinados en Auschwitz. Se quedó con las imágenes, unas 200, dio algunas a supervivientes que reconocían a familiares y en 1980 las donó al memorial Yad Vashem.
Son fotos que documentan el genocidio y la normalidad de la maquinaria asesina de los nazis. “Los oficiales necesitaban que les tomaran fotos, que los hiciera presentables ante el mundo. La oficina de documentación de Auschwitz trabajaba como cualquier estudio fotográfico de nuestras ciudades. Los oficiales iban al estudio a tomar estos retratos y luego mandaban estas fotos a sus familias transmitiendo una idea de normalidad que claramente no tenía nada que ver con lo que ellos mismos hacían en esos campos de concentración”, explica Onnis.
El horror de las fotos de Mengele
Una de las labores de Brasse en el campo de concentración de Auschwitz fue documentar los experimentos del SS Josef Mengele, el médico conocido como el ángel de la muerte. Son imágenes que se salvaron de su destrucción y que atestiguan el la crueldad del nazi. Se conservan en el Yad Vashem, pero no se pueden publicar. A efectos documentales los autores de la novela accedieron a ellas.
“Las fotos son terribles, representan cuerpos humanos utilizados como cobayas humanas. Fotos donde se ofende profundamente a la dignidad humana. Están protegidas, pero los materiales existen y es importante que la investigación histórica tenga acceso a estos materiales para poder contar y dar testimonio de estas fuentes que le debemos a Brasee”, afirma Crippa.
Una mirada traumatizada
Los autores de la novela consideran que Brasse era un buen fotógrafo y muy ducho en la técnica del revelado. Su destreza mejoraba sustancialmente los retratos. Una de las fotos que nunca pudo olvidar fue la de una joven judía, Czeslawa Kwoka, que estaba magullada por los golpes que le habían propinado los nazis. Es la imagen de cubierta de la novela. “Por un lado representaba la extrema inocencia de una persona muy joven, pero también del mal extremo, porque podemos ver en este rostro los vestigios de la violencia sufrida por esta niña. De hecho, él contó que tuvo que tratar de cambiar la imagen para esconder los golpes que había recibido esta niña. Y no, no lo logró por completo. Naturalmente. Esta es la foto que vemos en portada y la escogimos porque es una foto representativa de todas estas historias”, afirma Crippa.
Brasse nunca más pudo dedicarse a la fotografía, cada vez que se ponía detrás de la cámara revivía el horror de Auschwitz durante el que fotografío a miles de personas que iban a morir al poco de ser retratadas. “Cada vez que tenía una persona frente a su cámara fotográfica, su desagrado era profundo así que decidió dejarlo”, cuenta el autor.
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