A las seis y media de la mañana del 7 de octubre empezó un ataque sorpresa contra Israel cuya magnitud solo era comparable con la de los acontecimientos que habían su cedido exactamente medio siglo antes, la guerra del Yom Kipur. Hamás emprendió un lanzamiento masivo de cohetes y misiles que no era totalmente inaudito pero sí inesperado, porque la situación estaba calma y no se habían producido provocaciones o escaladas en los días anteriores. Muy pronto se vio que el ataque era una distracción para reventar la valla fronteriza por varios puntos e infiltrarse en las comunidades vecinas dentro de territorio israelí, donde los milicianos de Hamás y habitantes de la Franja que quisieron sumarse se entregaron a una orgía destructora que acabó con la vida de más de 1.200 personas, mayoritariamente civiles, con escenas de grandísima violencia y ensañamiento contra niños y población vulnerable, así como el secuestro de 200 israelíes y violaciones masivas grabadas en vídeo —a menudo desde los teléfonos móviles de las mismas víctimas— por los perpetradores.
Totalmente desbordadas por el alcance territorial y la profundidad del ataque, las fuerzas de seguridad israelíes tardaron muchas horas en poder reaccionar y hacerle frente, ante la impotencia y desesperación de los afectados, en un perímetro muy amplio que incluía los pueblos de Sederot, Netivot y Ofakim, los numerosos kibutz agrícolas desperdigados y los miles de asistentes a un concierto de música al aire libre.
Había un triple mensaje detrás del ataque. El primero, dirigido a los palestinos, señalaba que Hamás —no la Autoridad Nacional Palestina del viejo y corrupto Mahmud Abbas— era la verdadera luchadora por la dignidad del pueblo, y que lo hacía en un marco de vinculación directa con el islam y una profunda deshumanización de los judíos que explica la decisión de grabar en directo los crímenes de guerra que iban cometiendo.
Al hacerlo, tenían presente la lección de que los asuntos de matriz religiosa y muy especialmente Aqsa, generaban una llamada y un efecto de solidaridad en las calles palestinas mucho mayor del que causaban otras cuestiones de naturaleza política, como el traslado de la embajada estadounidense a Jerusalén o los Acuerdos de Abraham.
El segundo mensaje iba dirigido a toda la comunidad internacional, en el sentido de que las tentativas de resolver el problema palestino por el atajo de una normalización con Arabia Saudí no funcionarían, puesto que el eje de resistencia encabezado por Teherán tenía fuerza bastante para hacerlas descarrilar.
Y el tercer mensaje, con Riad como destinatario, advertía a Arabia Saudí que se mantuviera por el camino de la entente con Irán terciada por China y que no tuviese tentaciones de abandonarla en beneficio de un pacto israeloamericano, pues Benjamin Netanyahu no era capaz de defender ni siquiera su propio territorio y mucho menos podría dar la cara por la monarquía de Mohamed bin Salmán.
Con el ataque del 7-O, Hamás dice a los palestinos que es la verdadera luchadora por la dignidad del pueblo, y que lo hace en un marco de vinculación directa con el islam y una profunda deshumanización de los judíos
joan b. culla / adrià fortet
Objetivo: destruir a Hamás
Justamente este triple mensaje y sus implicaciones geoestratégicas obligaban a Israel, para desmentirlo, a destruir a Hamás, en el sentido de privarla del gobierno de Gaza y de toda la estructura paraestatal de la que se había dotado desde 2005. El llamamiento de más de 300.000 reservistas (en la guerra de 2014, última incursión terrestre en la Franja, solo se habían movilizado 80.000) apuntaba en esta dirección, y muy pronto comenzó una invasión por tierra que debía tener en consideración la gran complejidad que generaba la red de túneles de Hamás, la guerra psicológica derivada de todos los rehenes en manos de la milicia y la gran densidad de población de la Franja de Gaza.
Lo que vemos es una lucha entre dos posiciones irreconciliables: Israel quería demostrar que tenía la capacidad de desarticular a Hamás, mientras Hamás quería una derrota sin precedentes de Israel
Más allá del choque y la incomprensión dentro de Israel, así como del desastre humanitario que fue confirmándose en Gaza con el paso de los días, lo que había era una lucha entre dos posiciones irreconciliables. Israel quería demostrar que, por más que sorprendido, tenía la capacidad de responder y de desarticular a Hamás, como prueba de que estaba en condiciones de confrontar a Irán y de que era interés saudí seguir avanzando en la normalización. Hamás (y por extensión Irán) aspiraba a resistir y a conseguir un alto el fuego que la mantuviese en el poder en Gaza, y confiaba en la guerra psicológica de los rehenes, la presión internacional ante las bajas palestinas y la pérdida de vidas de soldados como elementos que obligarían a Israel a aceptarlo. Si este último escenario se hacía realidad, todo el mundo en la región lo interpretaría como una derrota sin precedentes de Jerusalén, y previsiblemente Arabia Saudí abandonaría cualquier tentativa de pacto y se inclinaría decididamente por la entente con Irán, China y Rusia significativamente, (ni Moscú ni Pekín condenaron el ataque del 7 de octubre) en lo que sería un movimiento de gran trascendencia para la región y una confirmación del declive de Estados Unidos que varios episodios internacionales —desde la caída de Afganistán hasta los golpes de Estado en el Sahel, desde la victoria de Assad en Siria hasta el derrocamiento de Aung San Suu Kyi en Birmania— habían puesto de relieve en los años anteriores.
Las cartas estaban encima de la mesa y los diferentes protagonistas las jugaron con la agresividad despiadada característica de esa región del mundo tan acostumbrada al tipo de tragedias que se presenciaron en las semanas siguientes.
El desenlace del contencioso en la región recalibrará las fuerzas de los diferentes actores ideológicos árabes
j.b. culla/ a.forteT
¿Y ahora qué?
Sir Walter Raleigh advertía que quienes le pisan los talones a la historia corren el riesgo de quedar humillados, y los historiadores, formados para interpretar el pasado pero sin habilidades adivinatorias para el futuro, debemos tomarnos en serio esta máxima.
Sin embargo, hay tres elementos que sí que podemos apuntar. En primer lugar, hay que entender la dimensión global que ha adquirido el conflicto y la trascendencia de lo que pase en la Franja de Gaza para el futuro no solamente de Israel y de la región, sino también de los equilibrios políticos del mundo entero. En un momento de profunda interconexión global en el que Estados Unidos enfrenta una amenaza a su hegemonía inaudita desde el final de la Guerra Fría, el alineamiento de los países de la zona que previsiblemente se producirá en función de los resultados de esta guerra puede marcar la diferencia y, a buen seguro, va a dejarse sentir en otros ámbitos.
No siempre es fácil que esta realidad sea aprehendida por la ciudadanía de nuestro país, sacudida por la brutalidad del conflicto y por la tragedia humanitaria, pero más desconocedora del trasfondo estratégico que esté librándose. Además, más allá del alineamiento saudí, el desenlace del contencioso en la región recalibrará las fuerzas de los diferentes actores ideológicos árabes, que en los últimos años se habían polarizado entre las potencias vinculadas a Riad y las que habían buscado la protección de Teherán.
A tal efecto, conviene destacar que Qatar, que hace una década promovió de la mano de Turquía una alternativa de democracia islámica en el marco de la Primavera Árabe que floreció efímeramente antes de fracasar, ha vuelto a mostrarse muy activo en las gestiones de intermediación y en la difusión de la solidaridad islámica antisionista a través de Al Jazeera. Erdogan, su viejo aliado, también se ha echado para atrás de su aproximación hacia Israel para adoptar esa misma línea.
Si algo ha quedado claro, y los hechos del 7 de octubre lo confirman una vez más, es que la convivencia pacífica entre ambas comunidades en un mismo Estado es imposible
En segundo lugar, hay que pensar también en el conflicto en términos más estrictamente nacionales, es decir, como un enfrentamiento entre dos pueblos que aspiran a la misma tierra y que tienen justificaciones fundadas para sentirse amos de ella. En estas condiciones, la única solución respetuosa con los derechos de ambas colectividades pasa por un diálogo transaccional, por la partición del territorio desde el principio de "dos Estados para dos pueblos". No es una salida inevitable ni idílica, pero hay que tener presente que la alternativa, la llamada "solución de un Estado", es en todos los escenarios una apuesta por la claudicación y la derrota sin paliativos de una de las partes. Si algo ha quedado claro, y los hechos del 7 de octubre lo confirman una vez más, es que la convivencia pacífica entre ambas comunidades en un mismo Estado es imposible. Los actores internacionales que lo ven así y que querrían un cierre definitivo del ciclo de violencia a partir de estas bases deben ser cuidadosos para evitar repetir los errores de Oslo.
La autodeterminación palestina puede ser justa, pero no debería ser incondicional, sino supeditada al respeto a los derechos humanos y a las minorías y al compromiso de observar las fronteras que se habrán acordado. Asimismo, la cesión israelí de territorios para hacerlo posible también es un escenario deseable, pero no debería forzarse sin que se hayan proporcionado antes garantías serias de seguridad para sus ciudadanos. Por desgracia, las fuerzas internacionales que han pretendido ejercer este papel en las últimas décadas —desde la UNEF en Egipto en 1956 hasta la UNIFIL desplegada en el Líbano en la actualidad— han fracasado estrepitosamente y esta circunstancia, nada fácil de arreglar en un momento de creciente confrontación global, no invita al optimismo.
Hay que intentarlo, sin embargo, porque marcaría la diferencia entre una solución duradera y un nuevo cierre en falso de la crisis, de aquellos que en Oriente Medio demuestran a menudo la exactitud del viejo aforismo de Publilio Siro: Peiora sunt tecta odia quam aperta (Los odios ocultos son peores que los abiertamente declarados). Como es natural, el eventual empoderamiento de los actores regionales, dispuestos a reconocer plenamente la existencia y legitimidad de Israel remaría hacia esta dirección, y en este sentido el desenlace de la escalada de violencia que golpea Tierra Santa en el momento en que se escriben estas líneas, será muy relevante.
Por último, hay que abordar también las fracturas profundas que han emergido en la sociedad israelí. La gran diversidad de maneras de vivir y de pensar ha sido una característica del país desde el principio y explica buena parte de los rasgos exóticos de su democracia, pero ha existido siempre un sentimiento de cohesión —por descontado entre los judíos, pero también extensivo a otras comunidades, entre las que cabe destacar a los drusos— que pasaba por encima de las tensiones ocasionales, en buena parte gracias al enemigo exterior que ayudaba a limar diferencias y a transmitir un estado de ánimo de concordia y unidad.
En las tres últimas décadas, esta cohesión ha ido debilitándose en varios momentos. Las tensiones del proceso de Oslo y de la vía unilateral, el sentimiento de agravio sefardí hacia la élite asquenazí, el crecimiento demográfico de ultraortodoxos y árabeisraelíes, la contraposición entre el carácter judío y democrático del Estado y el enfrentamiento de este último año por la estructura institucional del país han ido minando el sentimiento de identidad compartida que es imprescindible para la salud de toda sociedad y, en la situación actual en que se encuentra Israel, hasta para su supervivencia.
Es verdad que cuando la espiral de polarización interna ha tropezado con una situación traumática o la ha desencadenado —el asesinato de Rabin, el estallido de la Segunda Intifada, los hechos del pasado 7 de octubre—, ha tendido a disolverse en un anticlímax de arrepentimiento, resiliencia y llamamientos a la unidad. Mas no es bueno que hagan falta esta clase de tragedias para adoptar un tono constructivo. Para ganar el futuro, Israel no puede caer en las arbitrariedades e invertebraciones institucionales que han caracterizado la trágica historia de muchos de sus vecinos y que llevan, en última instancia, por un camino de corrupción, de desprecio por la vida y la dignidad humanas y de pérdida del compás moral.
La identidad judía es parte de su historia y razón de ser, y se verá reforzada si se plantea de manera abierta a las minorías y para con los derechos y libertades individuales. Asimismo, hacen falta unas instituciones fuertes, con procedimientos bien definidos que no puedan alterarse sin mayorías amplias y en las que ningún poder —tampoco el judicial— invada las competencias de los otros legítimos representantes de la soberanía nacional. El Estado de derecho y los procesos democráticos son connaturales al ethos judío y también acercan la cultura de tolerancia y de paz que tanto necesita la región.
El conflicto centenario de Oriente Medio tiene particularidades y dinámicas propias de una gran complejidad. También se ve profundamente influido por tensiones geopolíticas más amplias, de alcance global, que han cambiado enormemente desde el siglo XIX hasta hoy, pero que siguen siendo parte del problema y de la esperanza de una solución justa.
Como historiadores tenemos la responsabilidad de explicar este pasado con los matices, luces y sombras que tiene, con el propósito de combatir las visiones maniqueas que tratan de manipularlo en beneficio de una agenda que, a menudo, tiene en la violencia y el odio sus otros ingredientes principales. En cambio, la responsabilidad de ganar el futuro y de crear un mundo en el que la libertad, la democracia, la tolerancia y los derechos humanos brillen con luz propia en la región y por doquier recae en todos nosotros como personas con opinión y conciencia, y en particular en las administraciones que con sus acciones pueden acercarnos a este escenario.
Este texto es un extracto del epílogo del libro Israel. La tierra más disputada. Del sionismo al conflicto de Palestina, legado intelectual de Joan B. Culla, en colaboración con Adrià Fortet. Está publicado por la editorial Península.
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