Madrid ha cambiado mucho en los últimos 50 años, pero si un funcionario de entonces de la embajada de Estados Unidos en España se asomara hoy a una de las ventanas de la legación que dan a la calle Serrano podría pensar por un momento que no ha cambiado nada. Vería la misma fachada neobarroca de la iglesia de los Jesuitas adonde acudía Carrero Blanco cada mañana a oír misa antes de saltar por los aires. Y los fines de semana de primavera vería, aunque con otras galas, las mismas bodas de orden entre vástagos de familias bien de Madrid.
Ayer tuvo lugar una, la del alcalde José Luis Martínez-Almeida y Teresa Urquijo. En la retransmisión de Telemadrid –los anunciados “avances informativos” no fueron otra cosa que eso, una retransmisión en dos tiempos de la entrada y la salida de los invitados y los novios–, la periodista Nieves Herrero afirmó en varias ocasiones que la elección del templo se había debido a que los padres del novio se casaron allí.
Lo cierto es que los padres de Martínez-Almeida, Angela Navasqüés Cobián y Rafael Martinez-Almeida, celebraron su matrimonio el 7 de febrero de 1966 en una iglesia de la calle Serrano, sí, pero un poco más arriba y en la acera de enfrente, número 125. Allí está la capilla del Espíritu Santo del CSIC, atendida por el Opus Dei, que Miguel Fisac proyectó después de la guerra sobre el auditorio y la biblioteca –rematando la Cruzada a soga y tizón– de la republicana Residencia de Estudiantes. Una iglesia proyectada en la misma época que la de los Jesuitas, pero que, con su inspiración nórdica y racionalista, resulta hoy mucho más respetable, al menos por su preciosa fachada de ladillo.
Esa falsa razón sentimental mencionada varias veces por Nieves Herrero fue uno de los puntos clave del argumentario desgranado sutil pero tenazmente durante la retransmisión de Telemadrid. Había, en primer lugar, que justificar la emisión de un programa especial dedicado a la boda del alcalde de Madrid en la televisión pública de Madrid. “Es el primer alcalde que se casa durante su mandato”, apuntó, de nuevo, Nieves Herrero. “Los madrileños somos muy agradecidos y qué más nos puede gustar que una boda”, añadió. Esto lo refrendaban las numerosas señoras que se apretaban en primera fila –”estoy aquí desde las nueve y media”, “no queríamos perder comba de nada”, “me ha mandado mi madre de 93 años”, “vengo desde Carabanchel”– contra las vallas municipales colocadas a la entrada del templo. Empotrado entre ellas, lejos de la zona dispuesta para los medios, el periodista de El País Martín Bianchi tomaba nota de todo.
Había, también, que conjurar la impresión de que el enlace Martínez-Almeida-Urquijo es un abuso del poder consistorial, una reedición a pequeña escala de la inolvidable torpeza nupcial que cometió José María Aznar en 2002 con la boda en El Escorial de su hija Ana. “Ni siquiera han cortado la calle”, advirtió en más de una ocasión el presentador de Informativos Fin de Semana Pedro J. Rabadán. Y que no es tampoco un dispendio impropio de un funcionario público, pese a que la categoría del enlace, que “entronca directamente al alcalde con la familia del rey” y emparenta a “dos de las familias con más abolengo” del país (Herrero dixit), lo merecería. Se insistió en que Martínez-Almeida llegó a la iglesia “en el Volvo familiar”. Y la reportera Mónica García –otra Mónica García– reveló que la pareja había querido una boda “sencilla” y sin “extravagancias”. Lhardy, eso sí, sirvió el banquete de 600 cubiertos en El canto de la cruz, la finca de la familia de la novia en Colmenar Viejo. A cada uno la boda que puede.
Tenemos “un alcalde muy campechano y muy cercano”, aseguró el presentador Rabadán. La campechanía es un rasgo que Martínez-Almeida comparte con el invitado estelar de su boda. El rey emérito llegó apoyado en su inseparable jefe de seguridad, el teniente coronel Vicente García-Mochales. Antes de entrar al templo llamó con la mano al novio, que le esperaba discretamente resguardado en el pórtico, para que posara con él ante los fotógrafos. Retrato de campechanos. Dentro de la iglesia ya esperaban sus dos hijas, Elena y Cristina, y tres de sus nietos –Victoria Federica, Felipe y Juan Valentín–.
A todos ellos los reunió a la salida de la iglesia, justo después de que los novios partieran hacia Colmenar tras conceder a la concurrencia un casto beso en la mejilla. En un predecible gesto de coquetería borbónica, don Juan Carlos le dio su bastón a García-Mochales y posó de nuevo, esta vez con su familia, para una imagen relevante y significativa –y no solo por la melancólica seriedad del hijo mayor de la infanta Cristina–. La puerta de los Jesuitas fue el nada improvisado photocall en el que el emérito se sacó la primera foto del álbum de su progresivo regreso a España.
"¿Cómo ha visto al rey?", preguntaron a Esperanza Aguirre los periodistas destacados para cubrir el acontecimiento. "Feliz de estar en Madrid", respondió la expresidenta madrileña. Pues eso.
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