De repente, en España sólo estaba Albert Rivera. Con su cara de yerno, con su traje de Roberto Alcázar, con su juventud diabólica como un apóstol tentador. El niño del Ibex, el antídoto de Pablo Iglesias, el triunfito de la nueva derecha, el Manneken Pis de un reformismo tibio, aseadito, de loción y pulserita. Había nacido para la política en pelota, como un candidato vitruviano, en aquel anuncio con el que Ciutadans presentaba la ciudadanía en una desnudez que podía significar que era una condición previa a la ideología y a la democracia. O quizá sólo era un truco publicitario, como la modelo que te vende un coche sacando las piernas por el techo solar.
Ciutadans no era Rivera, un poco carne de casting y un poco curita joven para la parroquia vieja. Detrás y antes estaban ideólogos, intelectuales, escritores con buró y misión de capitán de barco, que reaccionaron a esa política o antipolítica catalana que parecía más una misa que otra cosa. Albert Boadella, Arcadi Espada, Félix de Azúa…
Ciutadans comienza como una especie de manifiesto existencialista de la política catalana, constreñida por el nacionalismo
Pero igual que un ingeniero no te puede vender el coche por mucho que te saque las piernas, quizá hacía falta ese figurín de cabeza menos pesada y talle más esbelto. O sea, que llegó Albert Rivera, desnudo como Marisol, y ahí empezó de verdad la cosa.
Ciutadans no nació sólo como un partido reformista, como UPyD. Ciutadans comienza como una especie de manifiesto existencialista de la política catalana, sacralizada, abrumada y constreñida por el nacionalismo, tanto que incluso los partidos no nacionalistas en Cataluña estaban condicionados por esa episteme nacionalista.
Ciutadans, desde el mismo nombre, incide en eso que decíamos de la ciudadanía como condición previa para la democracia, para la república (la cosa pública). Eso era (sigue siendo) un exotismo y, aún más, una provocación en una sociedad no ya que se inspira y se define en la mitología, en las supersticiones de la raza, la sangre o la identidad, sino donde se ha conseguido que esa mitología se imponga al imperio de la ley.
Ciutadans se convirtió en Ciudadanos y luego en un partido que parecía sólo la marca o el color de pantalones de Rivera. Quizá porque Rivera era lo único que permanecía entre las deserciones, el enfriamiento y la expansión del partido fuera de Cataluña, esa expansión que ha tenido muchos mitos, patrocinios y errores. C’s ha echado mano de realquilados, fugados y candidatos de relleno; se han llegado casi a comprar partidos independientes al peso, como naranjas de su logo, para empezar a tener infraestructura municipal, regional y nacional, y ahí se les han colado posturitas, gorrones de marisquería y fachillas de cuello gordo.
A Rivera lo ponían (lo siguen poniendo) de falangista los de izquierdas y de vendecoches los del PP. A pesar de todo, C’s crecía entre la duda, la sospecha y la esperanza recelosa. Pero lo que ha hecho de C’s un partido que aspira a gobernar ha sido su comportamiento en Cataluña. Primero, por volver a sus orígenes, a la reivindicación puramente republicana de la ciudadanía ante esos siniestros tunos mitológicos que son Puigdemont o Junqueras.
A Rivera lo ponían (lo siguen poniendo) de falangista los de izquierdas y de vendecoches los del PP
Luego, por empezar a defender un patriotismo constitucional, un civismo como afrancesado y además activo, frente a las posturas puramente estatistas, folclóricas o vergonzantes del PP, al que España le seguía oliendo a cocido y a rebotica. Todo esto, incluso aunque Rivera sacara a Marta Sánchez envuelta en la bandera como una croqueta kitsch.
Pero, sin duda, C’s subió como nunca por Inés Arrimadas. Arrimadas sigue siendo el gran valor de C’s, por encima del propio Rivera, que ahora parece un Niño Jesús desconchado. Arrimadas ha defendido la esencia fundacional del partido y un constitucionalismo sin asteriscos ni pereza en un clima inédito de batalla y agresión, y ante la mayor amenaza que ha conocido nuestra democracia, mientras el PP dormía con meigas y Rivera sólo competía con Sánchez como en una lucha grecorromana de guapos de cara. Rivera es despierto, pero no tiene la inteligencia, la agilidad política y verbal, ni el filo de Arrimadas, que yo creo que acabará sucediéndolo.
De repente, en España sólo estaba Rivera. Luego, Sánchez lo quitó de ser el niño del coro, el Nenuco de la casa y el mesías renovador. O eso nos dicen, porque en realidad sólo tenemos aquella moción de censura venenosa y unas encuestas que sabemos que se encargan como pizzas.
Arrimadas sigue siendo el gran valor de C’s, por encima del propio Rivera, que ahora parece un Niño Jesús desconchado
Si Rivera quiere ganar algún día, tendrá que conquistar el centro reformista, no abandonar nunca esos orígenes de republicanismo cívico, alejarse de una España vista como banderilla o soldadito de plomo, y distinguirse de Casado no ya por la izquierda, sino insistiendo en construir una antimitología de la política y de la ‘patria’, ofreciendo una alternativa de raíz profundamente constitucional pero sin ricino, ese ricino que parece seguir supurando el PP por su derecha. Eso, y continuar apostando por la acción, porque incluso el PP de Casado parece que sigue esperando que sea Dios quien haga justicia en ese balneario del Juicio Final.
Rivera también deberá acercarse a esos votantes socialdemócratas que no entienden lo de Sánchez, ese Sánchez que sólo sabe hacer de mirón o de árbitro ante el kárate valiente o malvado de los demás, ese socialismo que no quiere quedar bien ante los ciudadanos ni ante la política, sino ante la historia, con miedo a molestar a todos, hombres y vacas. Lo mismo entonces Albert Rivera, desnudo quizá de nuevo, vuelve a ser el yerno de España. Aunque puede que Arrimadas lo desbanque antes, y en vez de un San Luis de comodita nos quede la mismísima Diana Cazadora.
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