Ludwig van Beethoven contempla ensimismado, desde el foso de la orquesta en el Theater am Kärntnertor de Viena, cómo Michael Umlauf dirige a los músicos que están interpretando por primera vez su Novena Sinfonía. Tras seis años de trabajo, Beethoven ha conseguido, por fin, acabar la obra que le encargó la Sociedad Filarmónica de Londres, que está siendo estrenada en medio de una gran expectación. Al contrario de lo que le ocurrió a Mozart o Haydn, él sí que ha alcanzado la fama y el reconocimiento durante su carrera artística, y sus estrenos despiertan entusiasmo e interés en la sociedad vienesa.
Pero Beethoven, víctima de una de las mayores ironías que ha documentado la Historia, no escucha nada de lo que está ocurriendo en el teatro. Ni una mísera nota. Sordo por completo desde hace años, lo único que puede hacer es fijarse en la orquesta, seguir la dirección con la mirada y tratar de imaginar la música dentro de su prodigiosa y compleja mente.
Cuando finaliza el cuarto movimiento, Umlauf le indica a Beethoven que se gire para mirar al público, entre los que se encuentran Schubert y Czerny. En ese momento, el músico, de carácter bipolar y depresivo, experimenta uno de los instantes más felices de su vida (y probablemente, también el último). Al darse la vuelta, Beethoven se da de bruces con un público entusiasmado, que aplaude fervorosamente. Emocionado, sonríe al comprobar el efecto que su sinfonía ha tenido entre los asistentes. Es viernes, 7 de mayo de 1824.
Hoy, 200 años después de aquel día, que fue también el último en el que se pudo ver al compositor en un acto público, la Novena Sinfonía de Beethoven sigue provocando el mismo efecto de entusiasmo y emoción que experimentaron aquellos privilegiados que tuvieron la fortuna de asistir en persona a aquel acontecimiento histórico: "Es una obra muy especial, revolucionaria, que tiene mucho que ver su ideología. Beethoven estaba muy de acuerdo con las ideas revolucionarias francesas, hasta que vio las intenciones imperialistas de Napoleón", explica a El Independiente Javier Corcuera, director de la Orquesta Filarmónica de España y del coro de la Universidad Politécnica de Madrid y que, además, dirige el programa Armonías vocales en Radio Clásica (RNE).
Una obra que transciende a la propia música
Beethoven fue un genio, un compositor excelso que hizo de puente entre el
clasicismo y el romanticismo. En su música, subraya Corcuera, “hace que prime el sentimiento, lo que quería transmitir, y no la estructura de la obra, la belleza como tal. Abrió una puerta para que la música siguiera evolucionando a partir de él”. Sin embargo, como sucede con los clásicos de la literatura, una obra de esta magnitud es algo más que una mera composición artística; tiene un significado, una profundidad abismal, un componente arbitrario e interpretativo que hace que cada persona, aunque escuche la misma melodía que el resto, la perciba y sienta de una forma distinta e inimitable.
En el caso de la Novena, cada uno de sus movimientos tiene un significado distinto, un encaje dentro del conjunto de la obra que, al mismo tiempo, repasa las fases vitales que Beethoven fue atravesando a lo largo de los años. “El primero refleja la tragedia del mundo, las guerras, las vidas perdidas, la desigualdad, el pasado doloroso. El segundo es un scherzo, cuya música transmite la tensión, la batalla entre las ideas liberales y la clase dominante que las está aplastando. El tercero, con una música más relajada, dibuja el futuro soñado, mientras que el cuarto recuerda los tres anteriores hasta que la orquesta rompe con ellos cuando introduce la Oda a la Alegría”, indica Corcuera.
“En el cuarto movimiento estan todos los anteriores. Lo primero que dice el barítono cuando canta -y fue una frase que introdujo el propio Beethoven- es: olvidémonos de esos cantos antiguos, y centrómonos en lo nuevo. Toda la sinfonía tiene esa intención, ese impacto que, todavía hoy, sigue llegando a la gente, posee esa unidad que te lleva hacia el final”.
Si por algo se hizo mundialmente conocida esta composición, fue precisamente por las estrofas del poeta Friedrich von Schiller, que habían rondado por la cabeza de Beethoven durante años y que, curiosamente, utilizó en la recta final de su vida, cuando estaba enfermo y sordo y, aparentemente, tenía pocos motivos para ser feliz. “No poder escuchar lo que él componía, no poder sentir lo que le estaba dando a los demás fue una tragedia tremenda. Aquel día, el público sacó un pañuelo para que, por lo menos, lo viese”.
Música e inteligencia artificial
Durante el último año, los avances en inteligencia artificial han sido tan vertiginosos que es lógico intuir que no queda demasiado lejos el día que podamos introducir en una máquina toda la música de Beethoven o Mozart y, a partir de ahí, pedirle que componga nuevas melodías, pero… ¿Será lo mismo? ¿Podrá igualar a la música compuesta por un ser humano?
“Rotundamente no. Me sorprendería muchísimo”, afirma tajante Corcuera. “No estaríamos hablando de inteligencia artificial, sino de emoción artificial. La música, aunque está compuesta de aspectos técnicos, matemáticos y cuantificables, tiene algo esencial: la emoción, el sentimiento, el corazón que una persona pone en el mensaje que quiere transmitir. Siempre se ha dicho que la música es el lenguaje universal, e independiente de la cultura a la que pertenezcas, el mensaje va a llegar, y no creo que eso pueda conseguirlo una máquina”.
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