Se queda Carmena, se va Soraya. Nos han cambiado la película y la política igual que nos cambiaron a la tía de Will Smith. Se queda Carmena, que ya llegó a la política calcificada y luego, claro, se dedicó a ir calcificando también Madrid, la Cibeles como una fuente vaciada, como un puesto de cocos y chufas abandonado; el ayuntamiento como su tarta de cumpleaños de yeso, sus emigrantes como estatuas de papel maché en los jardines, y la Gran Vía, a la que ahora le están haciendo su sarcófago, cruelmente, todavía viva, mientras mira. Se queda Carmena, seca de política como de lacrimal, pero se va Soraya.
Se va Soraya, nocturna y discreta, como una gata enferma, aun con toda la política que lleva dentro, como todo el Egipto que llevan dentro los gatos. No era, al final, una Morgana de Valladolid, la bruja de ojos de canica mágica que manejaba La Moncloa y el país disponiendo huesos de pollo o barajando telarañas. O lo era pero no lo suficiente. Aunque alguien capaz de inspirar estas leyendas ya es digno de la leyenda.
Soraya era en la política no solamente todo un género literario, sino una presencia en la nuca que contravenía la razón, soplaba las cortinas y te hacía encender una linterna en el pasillo. Compañeros, rivales, tertulianos y plumillas se sorprendían más de una vez mirando alrededor como si se supieran dentro de una bola de cristal. Era la gata de los jeroglíficos y de los hechiceros, y esto no son comparaciones misóginas sino naturalistas. Sólo algunos políticos son capaces de esto, como sólo algunos animales son capaces de representar a la vez la elegancia y al Diablo, la luz y el mal. No solemos tener aquí políticos luciferinos. Los solemos tener tuercebotas, comegambas, oficinistas, robacucharas, castizorros, curitas, caníbales, pero no alguien que parece haber vivido toda la historia del mundo sólo para prepararte con vino y candelabros la mejor trampa para tu alma o para tu argumento. Eso hacía Soraya.
Soraya sabía cosas por detrás de las cosas, por detrás de las gafas de los demás, de los papeles de los demás, de la política de medio metro que parecen practicar algunos. Aunque tampoco era infalible y en Cataluña se la pegó. Soraya no sólo era Soraya, sino los ojos y los oídos y los pajaritos suyos que había en todos los escalafones de la administración, colaborando en esa manera de hacer política entre la ciencia y el culto, la cienciología sorayista. El sorayismo era un personalismo basado en el carisma y el conocimiento, como un oráculo. Era clarividencia en el escritorio, en los palacios, en los tableros, en el escaño y en el estoque. Ahora esa inteligencia se perderá, pero en la política no siempre gana la inteligencia. Es más, casi nunca gana la inteligencia.
Soraya sabía cosas por detrás de las cosas, por detrás de las gafas de los demás, de la política de medio metro que parecen practicar algunos
Soraya quedó pegada a Rajoy como una gata a su chimenea. Hacían los dos esa casa de lluvia y distancia, ese cottage del marianismo-arriolismo que Casado ha querido derruir. Casado, con discursos del sentimiento, de la identidad, del purismo y como de la gloria de marino olvidada del PP (ideología otra vez, después de que Rajoy sólo pareciera un administrador de fincas de España); Casado, decía, no pega con Soraya ni el sorayismo.
La gata de Rajoy ya no es la gata del faraón ni de Lucifer, sino un animal que ya no pega en la casa o no cabe en la casa, como esa gente a la que le ha crecido el bebé de tigre o de cocodrilo. Casado podría aprovechar a Soraya porque esa luz en su inteligencia, como la del cuerno de Baphomet, siempre es aprovechable. Ahora, sin embargo, parece que cuentan otras cosas, lealtades, estéticas, la uniformidad de la casa del PP, en la que no puede haber de señor una gata tocando el piano como lo tocan los gatos, ya como si el disco se pusiera al revés, como si el gato o Soraya vinieran del final de la canción y de la historia. Casado no quiere que esté Mefistófeles en su casa, tocando una fuga de Bach todos los días en un gran órgano submarino, que eso acojona a cualquiera. Y Soraya no se va a arrimar donde no la quieren. Antes morirá por los tejados, con su sombra de gato haciendo corcheas de saxofón ante la luna.
Perdemos una política que tenía capacidad y personalidad hasta el punto de merecerse leyendas
Se va Soraya, que estaba como señalada por los astros y por lunares en la piel para llegar a lo más alto. Perdemos una política que tenía capacidad y personalidad hasta el punto de merecerse leyendas, alguien a quien imaginábamos en La Moncloa recitando el conjuro de la creación de Excalibur: “Anal rasrag, urbás besal, dogiel dienvé”.
Y se queda Carmena, a pesar de que ya dijo que su mili podemita era sólo de cuatro años. Se queda Carmena, según cuenta, porque el otro día alguien en el mercado se lo pidió. A Soraya le habla el aliento del dragón, pero se marcha a morir a su pagoda o a ser la dama del fondo de un lago. A Carmena le habla alguien tras las alcachofas y ya se anima a quedarse para hacer otro bingo de lentejas con las calles y las gentes de Madrid. Una se va con sus poderes de Anubis y otra se queda con su zurrón seco.
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