Joaquín Sorolla tenía apenas dos años cuando sus dos padres, Joaquín Sorolla Gascón y Concepción Bastida, fallecieron con pocos días de diferencia víctimas de la epidemia de cólera que asoló Valencia en 1865. Adoptado por sus tíos maternos, Sorolla siempre llevó consigo, en un portarretrato de bolsillo hecho de madera, cuero y seda, dos fotografías esmaltadas de sus progenitores que habían sido tomadas, casualmente, por su futuro suegro, Antonio García Peris, uno de los retratistas más reputados de la capital levantina.
Esta pieza clave y entrañable en la vida del pintor es una de las primeras que se encuentra el visitante de Sorolla en 100 objetos, la exposición que se inaugura este martes en Madrid y con la que el Museo Sorolla concluye la conmemoración del centenario de la muerte del artista valenciano. Cada una de las piezas escogidas por la comisaria, Covadonga Pitarch, tiene su propia historia, pero contribuye al mismo tiempo a construir un relato rico y tangible de la vida y la carrera de Joaquín Sorolla y Bastida.
La selección ha sido espigada de entre los más de 2.300 objetos catalogados que pertenecieron al genio. Hay fotografías, obras de arte de autoría propia y ajena, cartas, objetos domésticos, antigüedades, suvenires y hasta amuletos. El conjunto propicia un estimulante viaje a la época del pintor. Ayuda a profundizar en una vida consagrada al arte y en las relaciones con su familia, sus amigos, sus colegas y con la sociedad que le admiró y le encumbró. Y la exquisita casa museo del paseo de Martínez Campos, el lugar donde Sorolla vivió, pintó y murió en 1923, no hace sino potenciar el efecto. Una exposición inmersiva sin quererlo, y sin efectos especiales.
Los gozos del corazón
Quizá por su condición de huérfano, Sorolla fue un hombre muy familiar. Sus tíos Isabel y Piqueres –de quien se puede admirar un retrato durmiendo pintado sobre una tablilla por su sobrino– cuidaron de él y de su hermana como si de sus propios hijos se tratara. Y él mismo formó con su esposa, Clotilde García del Castillo, y los tres hijos de ambos, María, Joaquín y Elena, una familia ideal.
"Hay, querida Clotilde, en la vida algo que es superior a todos los gozos materiales, y esos son los del corazón, los puros de los hijos y los inmensos de ternura de la madre", escribió a su esposa. En la muestra hay un registro abundante de los éxitos internacionales del primer pintor español que triunfó verdaderamente en vida más allá de nuestras fronteras. Están las medallas y los laureles, la carta de agradecimiento del presidente de los Estados Unidos William Howard Taft, a quien retrató en 1909, una preciosa caricatura tridimensional de Sorolla realizada en 1918 por Joaquín Tellechea. Están las obras de arte que le regalaron colegas como Rodin, John Singer Sargent o Ander Leonard Zorn. Pero hay, sobre todo, un rastro abundante de la feliz vida familiar de Sorolla, que aparece por doquier en la exposición. Y que queda resumida en una preciosa fotografía de Clotilde y Joaquín tomada por su suegro en su casa de Alcira, a la sombra del emparrado de la alquería después de haber disfrutado de una paella.
Hay, también, una sección dedicada a sus vástagos, formados todos ellos en la cercana Institución Libre de Enseñanza. María, brillante pintora que destacó en la España de principios de siglo, donde las mujeres artistas eran exigua minoría; Elena, consagrada a la escultura bajo el magisterio de algunos de los mejores maestros de la época, amigos de su padre como Mariano Benlliure o José Capuz. Y Joaquín hijo, químico de profesión y pintor amateur que nunca abandonó su pasión por el arte y que después de la muerte de su padre se ocupó de la fundación y dirección del Museo Sorolla.
La amistad y el gran mundo
En 1885, con apenas 22 años, Sorolla viajó a Roma para completar su formación artística. De sus decisivos cuatro años en Italia hay en la muestra un hermoso libro de camafeos, suvenir clásico del Grand Tour, que en este caso tienen la peculiaridad de que los habituales motivos de la Antigüedad clásica son sustituidos por una selección de imágenes eróticas.
En Roma, Sorolla trabó vínculos para toda la vida con colegas como los hermanos Benlliure, Francisco Pradilla o Francisco Jover y Casanova, su primer marchante. La amistad es otra de las claves de la vida del artista y de la exposición. Su relación con Pedro Gil Moreno de la Mora, pintor aficionado y rico hombre de negocios que le ayudará a triunfar en París, merece un capítulo aparte, con cartas y retratos de ambos. También el afecto marcó su relación con el resto de la escuela valenciana, Joaquín Agrasot, Francisco Domingo Marqués –de quien hay una paleta pintada con una carga de coraceros, regalo del pintor a Clotilde–, o Ignacio Pinazo. O con sus maestros, nombres como el mencionado Pradilla o Aureliano de Beruete, de quien se ofrece, como parte de la biblioteca de Sorolla, un ejemplar de uno de sus libros sobre Velázquez. Pero también con discípulos como Manuel Benedito Vives. "La poca técnica que tengo la aprendí de él; siempre generoso, pródigo más bien, no nos escatimó nada de cuanto pudo hacernos pintores", dijo Vives cuando ingresó en la Academia de San Fernando, un año después de la muerte de Sorolla.
La última exposición del centenario, que podrá visitarse en Madrid hasta el 29 de septiembre, también recoge la pasión del artista por el coleccionismo. La revalorización de las tradiciones y la cultura popular que tuvo lugar en época finisecular coincidió con su proyecto de paneles de las regiones de España para la Hispanic Society de Nueva York. Esto le llevó a acopiar cerámicas, trajes, vidrios y todo tipo de objetos para documentar sus pinturas. En la muestra se pueden ver hermosas piezas de alfarería granadina de Fajalauza, azulejos, platos y hasta un capital califal de mármol del siglo X.
Sorolla también hizo acopio de numerosos objetos exóticos. En la muestra pueden verse algunos, como una máscara japonesa de teatro noh o pulseras marroquíes de plata y oro. O uno de los más singulares de cuantos adquirió Sorolla a lo largo de su vida: un cinturón de amuletos del siglo XVII realizado con elementos protectores sagrados y paganos –de cristal, tela, papel o garra de tejón– para proteger a los niños de la elevada mortalidad infantil que provocaban epidemias como la que se llevó a sus padres.
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