El pelo se le volvió cano con el tiempo. Con las preocupaciones, los éxitos y los miedos. Aquel no era su mundo, lo suyo eran los números, los libros de contabilidad y batallar con la fiscalidad. A sus 35 años, a aquel hombre de formas elegantes, hablar pausado, vestir cuidado y entre introvertido y discreto, la vida le iba a cambiar para siempre. Lo haría por una apuesta arriesgada en la que muy pocos creían y entre los que se encontraba. Juan Ignacio Vidarte (Bilbao, 1956) fue uno de los pocos que participó en aquella idea loca que nació como un mero proyecto de desarrollo económico y de transformación para el Bilbao en crisis de finales de los años 80. La debacle industrial ahogaba a aquella sociedad oscura, contaminada y amenaza por la violencia y necesitada de una reconversión.
Nadie hubiera dicho que un museo sería el salvavidas de aquel drama económico y laboral. La apuesta la lideró casi en silencio un puñado de políticos y empleados públicos entre los que estaba Vidarte. Aquel economista formado en Deusto, especializado en el MIT de Massachusetts y que dominaba el inglés como pocos formaba parte del equipo que creían haber encontrado la tecla con la que arrojar algo de luz. Ellos estaban convencidos, la sociedad vasca y muchos de quienes debían ayudarles en la toma de decisiones, no. ¡Cómo un museo norteamericano, de difícil escritura y pronunciación, podría ser la solución a la crisis de una sociedad industrial como la vizcaína!
Remar contra viento y marea no siempre sale bien. Pero al discreto Vidarte y a quienes le acompañaron en el ‘viaje del titanio’ les dio resultado y terminarían por convencer a todos los incrédulos. Aquella transformación que años después mucho imitarían sin éxito supondría un antes y un después en sus vidas y en la del País Vasco.
Cuando a Vidarte le trasladaron de la dirección general de política Fiscal y Financiera de la diputación vizcaína a dar forma económica a aquella locura creyó que su labor sería simplemente aportar estructura y viabilidad a una apuesta de envergadura, de relevancia internacional y capaz de transformar los cimientos de una economía.
Una apuesta arriesgada
La primera noticia de que la Fundación Solomon Guggenheim podía ser una opción llegó del secretario general de la Fundación Duques de Soria. Fue él quien planteó que sería buena idea ponerse en contacto con aquella fundación norteamericana. La oportunidad surgió a finales de 1990, cuando el Museo Guggenheim de Nueva York cerró sus puertas para reformar sus instalaciones. Como alternativa, una muestra de la pinacoteca viajaría por todo el mundo exhibiendo parte de sus fondos y aprovecharía para anunciar las ansias de expansión de la marca. Madrid, el Museo Reina Sofía, sería una de sus escalas y con ella la oportunidad perfecta para que Vidarte y los demás entablaran el primer contacto.
Fue entonces cuando el director de la Fundación Guggenheim, Thomas Krens, y Juan Ignacio Vidarte se conocieron. El ‘contable’ foral comenzó a dejar de serlo y a abrir la puerta del arte. La conexión con Krens y la implicación de Vidarte no dejó de aumentar. La posibilidad de que Bilbao fuera el punto elegido para esa expansión europea de la Solomon R. Guggenheim Foundation pronto tomó fuerza.
El estudio de viabilidad del proyecto lo lideró Vidarte, quien también participó de la idea de apostar por un arquitecto de renombre mundial para hacer de la propuesta bilbaína otra “obra de arte”. El edificio singular lo puso Frank Ghery con su locura de titanio insertada en el corazón de la capital vizcaína. Aquello supuso un ‘shock’. Muchos sectores sociales y políticos veían demasiada vanguardia y revolución en un edificio repleto de paredes retorcidas y placas de titanio. El tiempo dio la razón a aquella audaz y arriesgada apuesta del premio Pritzker de Arquitectura de 1989 y su irrepetible e innovadora apuesta.
En 1992 Vidarte lideró el Consorcio que debía poner en marcha tanto la construcción de la pinacoteca como su funcionamiento interno. Un año después se colocó la primera piedra, con el lehendakari José Antonio Ardanza, el diputado general de Bizkaia, José Alberto Pradera, y Vidarte como valedores principales. La confianza en él no dejó de aumentar. Fue nombrado director para liderar la Fundación Museo Guggenheim Bilbao y ahí empezó un camino de no retorno. Antes de que en 1997 se inaugurara el museo, Vidarte ya había autorizado la compra de las primearas obras que pasarían a formar parte de la colección propia de un museo aún en construcción.
Referencia internacional
El 18 de octubre de 1997 aquella idea esbozada entre el riesgo, el atrevimiento y cierta inconsciencia, había tomado forma para siempre. El Museo Guggenheim había sobrevivido a críticas, reproches y dudas. Incluso a la amenaza que supuso el terrorismo durante tantos años y que días antes de la apertura irrumpió en forma de asesinato a un agente, José María Agirre, al detectar a los etarras camuflados de jardineros colocando unos lanzagranadas que debían activarse el día de la inauguración.
Vidarte recuerda con emoción aquel primer día, aquella llegada de los primeros visitantes que no podían creer lo que veían. “Miraban hacia los lados y hacia arriba emocionados y, de forma espontánea, el equipo del Museo rompimos a aplaudir”. Aquellos espacios imposibles ideados por Gehry y el proyecto de renombre internacional volvió a poner a Bilbao en el mapa. Después llegaría el ‘mantra’ que sintetiza su impacto: el ‘efecto Guggenheim’ como símbolo de renovación, de orgullo recuperado, de impulso y de capacidad de reinvención de una economía maltrecha. El museo se convirtió en el imán del turismo que hasta entonces había esquivado el País Vasco, en parada obligatoria de celebridades del cine internacional, de la política de primer nivel mundial y de imagen ante la que todos querían fotografiarse y para los que Vidarte ejerció como perfecto anfitrión.
Sólo tres años después, en 2000, los 84 millones de euros que supuso su construcción se habían recuperado en forma de recaudación de las arcas de las haciendas forales. La previsión de medio millón de visitantes que muchos creyeron optimista se quedó pequeña. Ya el primer año se superó el millón de visitas. Hoy, 27 años después, el último balance anual de visitas alcanza los 1,3 millones.
Richard Serra y Frank Gehry
Cuando a Juan Ignacio le preguntan por su obra favorita, no duda: ‘La materia del tiempo’ de Richard Serra. Más aún cuando la visualiza en un museo como el que ha dirigido y en el que dos maestros de la escultura y la arquitectura “se casan para la historia”: “Simboliza mejor que cualquier otra el espíritu que ha alentado este museo, un espacio que ofrece una oportunidad única para disfrutar de obras de arte extraordinarias en un contexto arquitectónico excepcional con momentos mágicos, como este encuentro entre dos creadores irrepetible, Serra y Gehry”.
Vidarte dice que el corazón le pedía continuar, pero la cabeza le recomendaba otra cosa. 27 años como director y la mitad de su vida vinculada a un proyecto que vio nacer desde la idea hasta el XXV aniversario le han convertido en el director de museo más veterano de España y uno de los más experimentados del mundo. Las cifras avalan su trabajo: 26,7 millones de visitantes en 27 años, el 61% de ellos extranjeros, y un nivel de autofinanciación del 78%, el más alto de Europa. Casi tres décadas de labor que se han materializado en 224 exposiciones y la exhibición de casi 19.000 obras. El ‘contable del titanio’ se va satisfecho. Deja una colección propia compuesta por 151 obras de 84 artistas, desde mediados del siglo XX hasta nuestros días.
En otoño abandonará el cargo, sin desligarse. Seguirá ligado a la Fundación como director ‘emérito’. A sus 68 años podrá dedicar más tiempo al deporte, al mar y el Athletic, sus grandes aficiones. No esconde que llegó como un ‘outsider’ del arte y que pese a que “con el tiempo algo se te queda” su éxito no hubiera sido posible sin su equipo. “Es un honor para mí haber contribuido a una historia de éxito que estoy seguro que continuará tras mi marcha”.
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