La noche de las últimas elecciones generales salieron a un andamio elevado en la calle Ferraz el secretario general del PSOE, Pedro Sánchez, su mujer, Begoña Gómez, la vicesecretaria general del PSOE, María Jesús Montero, y el secretario de Organización del partido, Santos Cerdán.

“Somos más”. Pedro Sánchez asumía con esa frase que podía continuar en la Presidencia del Gobierno. No porque se hubiera impuesto lo que él llamó “una mayoría de progreso” (me contarán ustedes cómo un PNV perdido en la identidad y otro partido bastante conservador como Junts iban a ser parte real de ese conjunto), sino porque sabía que Sumar, Podemos, Bildu o ERC estaban poco menos que obligados a apoyar su candidatura y que sería capaz de ceder lo que fuera para lograr los siete votos del partido de Puigdemont.

No era un convenio de los justos. Era justamente una conveniencia.

Él lo sabía, Puigdemont lo sabía, Junqueras lo sabía, usted, lector, lo sabía, yo lo sabía... A nadie se le escapaba que el precio se llamaba amnistía y que la amnistía no era el borrado absoluto de los delitos del procés, que también, sino que la amnistía, por encima de todo, era que el Estado español pidiera perdón al independentismo por haberle empujado a hacer un referéndum ilegal.

Me encantaría haber puesto comillas para denotar ironía, pero es que literalmente era tal cual lo acabo de explicar.

Pedro Sánchez no ha mostrado ni la más mínima vacilación a la hora de ceder a la amnistía: reuniones en Suiza con Puigdemont bajo una foto inmensa con una urna del referéndum ilegal; la aceptación de un mediador salvadoreño, que pasa por ser el dinero más fácilmente ganado en la historia del Estado, y miren que vivimos hoy ejemplos de dinero ganado con facilidad a costa del Estado; soportar la humillación de perder la primera votación del Congreso porque las exigencias no estaban bien recogidas… nada de todo esto le ha hecho titubear lo más mínimo, e intuyo el motivo.

Desde mi punto de vista, el Gobierno no observa al Estado como un elemento sobre el que tiene la responsabilidad de administrar. En teoría, el Estado es un ente con vocación de permanencia. Bajo su manto se protege al país y a la población. El Gobierno, en cambio, es un ente temporal, que cambia según las elecciones y que está para asumir la responsabilidad de mantener, proteger y hacer perdurable al Estado (pero qué sabré yo).

Si el gobierno lo quiere (que lo ha querido), la amnistía en sus manos deja de ser una herramienta excepcional para eliminar lo que una dictadura consideraba un delito

Así que, si el Gobierno lo quiere (que lo ha querido), la amnistía en sus manos deja de ser una herramienta excepcional para eliminar lo que una dictadura consideraba un delito de conciencia y ahora es una herramienta de borrón y cuenta nueva de delitos definidos por este mismo Estado democrático.

Es, por tanto, una autoenmienda sin límites, aplicada por el propio Estado a personas concretas, lo que la convierte en un arma indiscriminada con la que se privilegia a unos pocos.

Ya ven: resulta que la realidad no es ajena a la ironía ni a la paradoja, algo inversamente proporcional a la ecuanimidad demostrada por el Gobierno con esta medida.

El caso es que Pedro Sánchez parece haber tomado el caso al revés y tiende a demostrar que el Estado existe como principal herramienta del Gobierno, hasta tal punto que este gobierno es el que se encarga de que el Estado pida perdón. Dentro de este esquema, pues, si el gobierno lo requiere, maniobra a capricho con el Estado, sin olvidar la derivada diabólica: si estás contra el Gobierno, estás contra el Estado.

Lo digo por algo que ya me habrán leído que aquellos “somos más” y “mayoría de progreso” son el reflejo de una polarización activa que se resume en “ellos contra nosotros”, que tiene una apostilla que sería “si no estás con nosotros, es que estás con ellos”.

Ya ven: no hay medias tintas. Si uno no es reconocido entre los elegidos, no importa de qué segmento sea, es contrario. Es esta confrontación, este espíritu de rivalidad, lo que lleva a legitimar que el Gobierno maniobre con el Estado, porque el razonamiento (permítanme que lo denomine así por meras cuestiones ilustrativas) nos lleva directamente a que si el Estado no lo manejan los propios, acabarán manejándolo los de enfrente.

Perverso, ¿verdad? Pues es lo que subyace en toda esta maniobra de naturalizar un perdón por malversación y desórdenes públicos, por no hablar de aquello de terrorismo prime y terrorismo más pedestre.

Cómo explicar, pues, que el primer pacto de Estado al que se debe llegar una vez dejado atrás todo esto sea, precisamente, proteger al Estado.