Unai Simón cometió un terrible pecado en su última rueda de prensa. Declinó pronunciarse sobre uno de esos temas que le interesan a la horda y eso ya supone una falta grave, dado que en tiempos de moral estricta se puede pecar de palabra y de obra, pero también de pensamiento y omisión. Por tanto, la equidistancia o el silencio nunca son tomados como muestras de prudencia o discreción… ni eximen de nada. Directamente, a quien no habla se le convierte en cómplice y en culpable.

¿Qué ha sucedido en este caso? Que Kylian Mbappe había hecho un llamamiento para que la sociedad francesa se movilice y frene a Marine Le Pen en las próximas elecciones legislativas. Un periodista quiso saber la opinión del portero español al respecto, pero Simón optó por ser prudente: “Somos futbolistas. A lo mejor no es necesario que nos pronunciemos sobre todo”, vino a decir. A partir de ahí, la turba se lanzó encima. “No se puede ser indiferente ante el fascismo”, le acusaron. Incluso concluyeron que había lanzado un mensaje contra Mbappé por dudar sobre si los futbolistas deberían meterse en política.

Ya no valen las dudas o los silencios, sino que se hace necesaria la participación activa para que no te señalen o te juzguen. O se es ‘antifa’ o fascista. O correligionario o enemigo. O se compra toda la mercancía o se rechaza. Cualquiera que viviera en un pueblo de Castilla en la postguerra sabrá que las beatas más avinagradas recorrían los bancos de las iglesias con las miradas para apuntar quién no iba a misa. A los ausentes se les considerar de ‘los otros’, del mismo modo que a muchos católicos practicantes se les encerró en prisiones madrileñas en el 37 por acudir a rezar.

Beatos de Twitter, beatos de Canal Red y beatas de mesa de tertulia nos sobran. España rebosa de señaladores e impositores. De ‘calígulas’ que consideran que el antifascismo contemporáneo está en las antípodas del fascismo, cuando en realidad es vecino de calle. Suele ser habitual en los períodos oscuros y totalitarios que las sectas predominantes se adueñen de la moral de las sociedades y obliguen a los ciudadanos a someterse al dictado de los ministerios de la moral. A hincar la rodilla o a levantar la diestra ante una referencia al líder. La horda contemporánea exige eso. Santificar las huelgas y honrar a los protagonistas de sus causas. A veces, pasa lista y, quien se ausente, lo paga como Simón: con la bronca pública o incluso con la cancelación.

La horda contemporánea exige eso. Santificar las huelgas y honrar a los protagonistas de sus causas. A veces, pasa lista y, quien se ausente, lo paga como Simón

Podría llegar a pensarse que quizás el portero de España forma parte de ese reducido número de famosos que no quiere meterse en política y hacer el ridículo, al contrario que tantos y tantos, desde el Pedro Almodóvar que rompe en lágrimas -como un cielo de abril- al leer la carta a la ciudadanía del presidente del Gobierno; hasta el Miguel Ríos octogenario, que canta himnos en favor de la izquierda solidaria en el programa de El Gran Wyoming. Fiel a sus ideas, aunque sean más antiguas que sus canciones. Aunque se basen en tópicos revenidos.

La política, en el centro del Universo

A lo mejor Simón ha lanzado un mensaje más necesario de lo que parece, al no querer pronunciarse sobre este tema de actualidad. Porque la secta es tan invasiva que ha conseguido introducir su causa en cada uno de los espacios de la esfera pública y en casi todos de la privada. ¿A qué ton debe un futbolista congraciarse con una causa política? ¿Para hacer el ridículo, como el maoísta Breitner o el fascista Di Canio? ¿O para convertirse en caricaturas de sí mismos, como Borja Iglesias o Salva Ballesta?

Se ha dado por supuesto que la política debe estar siempre en el centro del debate, cuando eso es propio de sociedades mediocres, tomadas por la burricie e iluminadas por una luz tenue e insuficiente, como es la de las ideologías, siempre irracionales y estúpidas por definición. Los medios abrevan en ellas estos días porque son empresas que han renunciado al brillo para chapotear en sus miserias. Así que están sometidas a la agenda de los partidos. De ella viven y en ella mueren. Y en su simplicidad se ahogan.

Meterse con un político en la cama

Precisamente, el otro día, en el descanso del partido de España, antes de que Simón pasara a ser considerado como enemigo público número 1 del antifascismo hispano, TVE emitió una autopromoción que avanzaba la próxima emisión de un programa dedicado al cantante Raphael. En el anuncio aparecían José Bono, Celia Villalobos y Albert Rivera, quienes daban su opinión sobre el artista. No se mostraba a otros compañeros de profesión, sino a políticos y a periodistas. Toda España vive estos días a expensas de estos dos gremios, los cuales, a su vez, piden que toda España adopte un papel activo con unas u otras causas… siempre partidistas.

Por todo, el silencio de Simón tiene un componente sanador. Es una negativa necesaria a hablar de política y a seguir engordando los globos sonda que en cada momento convienen, que polarizan, confunden y, sobre todo, aburren.

Resulta insoportable pretender que cientos de portavoces públicos orbiten alrededor de las mismas causas y ejerzan de palmeros cada vez que se les reclama. Que Mbappé diga lo que quiera y que Simón guarde silencio si así lo considera. Eso no le convierte en un fascista, al contrario que a quienes le juzgan por abstenerse de opinar.

Estos últimos son los amos en la sociedad contemporánea, tomada por un totalitarismo muy bien maquillado, pero tan fiero como los tradicionales. Porque reclama adhesiones explícitas y, quien dude, no esté de acuerdo no le dé la gana… queda señalado. O proscrito. O prohibido. Sobra decir que toman a la gente por imbécil. Porque pensar que un abstencionista o un descontento por el rumbo de un país va a cambiar de parecer porque lo digan Mbappé y Unai Simón es fiarlo demasiado largo. Es dudar de la inteligencia del personal. Pero esto es propio de estos tiempos, absurdos, ruidosos y poco iluminados.