En la madrugada del 30 de julio, fuerzas antidisturbios y efectivos del ejército mexicano asaltaban por sorpresa los principales centros educativos de la capital. El despliegue de camiones rebosantes de tropas, tanques ligeros, cañones y hasta bazucas parecían indicar que lo que se libraba en ese momento era una amenaza mucho más seria que una simple rebelión estudiantil.
Aquella reacción podía entenderse como una absurda exageración por parte de las autoridades mexicanas. Pero no era esa la opinión del presidente del país, Gustavo Díaz Ordás. Este abogado, que dirigía el país desde diciembre de 1964, se mostraba como un férreo defensor del statu quo. Obsesionado con el mantenimiento del orden, tenía una marcada tendencia a creer que los problemas de México eran fruto de conspiraciones y "tendía a pensar que, ante cualquier clase de conflicto político, la única disyuntiva era o la ley o la anarquía", explica Ramón González Férriz en su obra 1968. El nacimiento de un nuevo mundo (Debate, 2018).
El México de 1968 se mostraba, a primera vista, como un sistema digno de admiración, en el que los gobernantes habían logrado una prodigiosa mezcla de crecimiento y políticas sociales, capaz de hacerse perdonar los reflejos de una "variedad muy ligera de autoritarismo político hecho de corrupción y patronazgo", en palabras del historiador Enrique Krauze. Pero, ya desde finales de la década de 1950 eran visibles síntomas de malestar social con las estrechas libertades que permitía el régimen. Y una década después, tras casi 40 años de gobiernos ininterrumpidos del PRI, este marco empezaba a resultar asfixiante en algunos sectores.
No es de extrañar, por tanto, que el mismo espíritu contestatario que a lo largo de 1968 se había hecho notar -de muy distintas formas- en países tan dispares como Francia, Japón, Alemania o Checoslovaquia lograra germinar en parte de la sociedad mexicana -principalmente entre los estudiantes- y diera lugar a un movimiento capaz de hacerse sentirse amenazadas a las élites políticas del país.
La brutal respuesta de las fuerzas de seguridad a una pelea entre estudiantes sería el origen de un movimiento caracterizado por la rabia
Un movimiento, como tantos en aquellos días, con un origen un tanto intrascendente, menor, y unas vagas reclamaciones, que solo la incomprensión de las autoridades haría subir de intensidad. El 23 de julio, un enfrentamiento entre estudiantes de distintas escuelas -al parecer, a raíz de un partido de fútbol- provocó una desproporcionada respuesta de las fuerzas de seguridad, que se saldó con un reguero de heridos.
De aquellos palos brotaría la indignación y la rebeldía. Unos sentimientos que nacían, en palabras del periodista Carlos Monsiváis, de la "rabia ante las arbitrariedades de la policía, el rencor social y el impulso de la marginalidad ciudadana que quiere dejar de serlo".
Con unas reclamaciones que iban poco más allá de exigir el castigo de los responsables de aquellas cargas, los estudiantes se organizarían para manifestarse en los días posteriores al primer incidente. Pero una tras otras aquellas marchas acababan casi sin excepción en nuevas cargas que intensificaban la indignación. Para el Gobierno de Díaz Ordás aquel movimiento era más que una inocente iniciativa estudiantil, "sino el último y más complejo rompecabezas de una larga serie que había comenzado con los movimientos sindicales de finales de los años cincuenta y se prolongaba en los sucesivos conflictos de su propio sexenio: médicos [que habían protagonizado huelgas para lograr mejoras laborales], estudiantes, guerrilleros. Todos tenían a su juicio, un denominador común: eran producto de una conjura comunista", apunta Krauze.
En un entorno internacional marcado por las protestas de París y la guerra en Vietnam, y con el temor a la influencia de la revolución cubana demasiado presente, Díaz Ordás estaba dispuesto a todo para frenar un movimiento que, consideraba, tenía como objetivo inmediato manchar la imagen del país e incluso impedir la celebración de los Juegos Olímpicos que debía acoger el país a partir del 12 de octubre. "No quisiéramos vernos en el caso de tomar medidas que no deseamos, pero que tomaremos si es necesario; lo que sea nuestro deber hacer, lo haremos; hasta donde estemos obligados a llegar, llegaremos", advirtió en un discurso en el Congreso. La prensa, que magnificaba los actos más discutibles del movimiento estudiantil, y gran parte de la opinión pública aplaudían la determinación del presidente.
Para el presidente Díaz Ordás el movimiento estudiantil era parte de una conjura comunista que amenazaba la estabilidad
Pero nada de esto detenía a unos jóvenes que habían asumido el papel de voceros del pueblo ante las injusticias gubernamentales. "Pueden todavía desatar la más brutal de las represiones, pero ya no nos doblegarán; no nos pondrán de rodillas. Hemos comenzado la tarea de hacer un México justo, porque la libertad la estamos ganando todos los días…", se escuchó en una de las múltiples manifestaciones de aquellos días.
Organizados a partir de un Consejo Nacional de Huelga, el movimiento fue recibiendo adhesiones de gentes que se unían por el mero "gozo de la rebeldía justa", según Mosiváis. Gentes que ya no eran solo estudiantes, sino que procedián de diversos sectores (médicos, trabajadores petroleros...), que se iban solidarizando con el movimiento estudiantil. El 13 de agosto tiene una gran manifestación que desemboca en el Zócalo, centro político, económico y religioso de la ciudad. El 27 de agosto, entre 300.000 y 400.000 personas vuelven a recorrer las calles de la capital mexicana. El 13 de septiembre serían otros 250.000 los que se manifestaban.
Casi cada paso del movimiento era respondido con una creciente dureza por parte de las autoridades -a pesar de su manifestada disposición a abrir un diálogo-, que daba pie a los elementos más radicales del movimiento (muchos de ellos sí provenientes de grupos de ideología marxista) a hacerse con la voz cantante, provocando nuevos enfrentamientos. La paciencia del Ejecutivo de Díaz Ordás se agotaba.
En la noche del 18 de septiembre, un impresionante despliegue militar toma la universidad y procede contra los estudiantes allí encerrados. Se realizan centenares de detenciones e incluso algunas fuentes hablan de decenas de muertos. Las intervenciones en instalaciones educativas se prolongan durante casi dos semanas, hasta que el 30 de septiembre dan por finalizada su misión y abandonan la universidad. "A estas alturas, parecía evidente que los estudiantes habían perdido fuerza. Con la invasión de la universidad, dice Monsiváis, se había extinguido la fase jubilosa del movimiento y, aunque no se quisiera reconocer, el sueño había terminado", apunta González Férriz.
Tarde sangrienta en la plaza
Mientras trataban de establecer un diálogo definitivo con el Gobierno, los miembros del CHN que aún no habían sido detenidos decidieron organizar una nueva concentración. El 2 de octubre, hacia las 17:30 unas 10.000 personas se habían concentrado en la Plaza de Tlatelolco (o de las Tres Culturas), donde un grupo de dirigentes del movimiento tenía previsto dar un discurso desde una de las terrazas del edificio Chihuahua. La plaza estaba completamente rodeada por las fuerzas del ejército.
Todo transcurría en calma hasta que a las 18:10 el caos y la confusión se apoderaron del lugar. Al parecer dos bengalas fueron arrojadas desde los helicópteros que sobrevolaban la plaza y acto seguido, como si aquello fuera una señal previamente convenida, se desató un tiroteo desde los edificios adyacentes contra la multitud.
Mientras un grupo de jóvenes caracterizados por portar una especie de guante blanco -tiempo después se sabría que pertenecían al batallón Olimpia, un cuerpo destinado a garantizar la seguridad durante los juegos que estaba formado por miembros del ejército y, tal vez, por miembros del equipo de seguridad del presidente- toman el edificio Chihuahua para proceder al arresto de los líderes del CHN, los misteriosos disparos alcanzan también a miembros del ejército que, al parecer desconcertados, se defienden haciendo fuego a diestro y siniestro, encerrando a una multitud despavorida en medio de un letal fuego cruzado. Los testigos hablan de cientos de muertos.
"En la plaza se ha generalizado la balacera. Mujeres, niños, jóvenes y adultos corren despavoridos; algunos se tiran al suelo; otros buscan protección en las escalinatas o entre los vestigios prehispánicos; otras más se esconden debajo y detrás de los automóviles estacionados, o intentan refugiarse en los departamentos de Tlatelolco. Mucha gente logra huir por el costado oriente de la plaza, otras personas se topan con columnas de soldados que empuñaban sus armas a bayoneta calada y disparaban a todas direcciones. Las menos afortunadas están tendidas en el suelo, muertas o heridas", describe Consuelo Sánchez en su Cronología documental de 1968. La matanza se extendería durante más de dos horas.
Se calcula que más de 300 personas perdieron la vida aquella tarde, atrapadas en medio de un fuego cruzado orquestado por las autoridades
Desde el día siguiente y hasta hoy, cuando se cumplen 50 años de la tragedia, la misma confusión que reinó en la plaza aquel 2 de octubre ha presidido las explicaciones sobre lo que sucedió. El Gobierno achacó la carnicería a los propios estudiantes, que la habrían orquestado para ganar sus "muertitos", en expresión del propio Díaz Ordás. La sospecha sobre la participación del Gobierno sobreviviría a aquella teoría y, con el paso de los años, han sido muchos los documentos que la han respaldado.
En 2006, un informe elaborado por la Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado confirmaría la responsabilidad política de la masacre, al hablar de una operación concertada entre el batallón Olimpia y el ejército. "La Operación Galeana y la coordinación interinstitucional desplegada muestra que hubo una decisión de Estado de masacrar a la población allí reunida. Que esta población fue considerada como el núcleo activo del grupo nacional que debía ser aniquilado en aras de la estabilidad del sistema autoritario que se buscaba modificar", concluye el informe. Se calcula que más de 300 personas perdieron la vida aquella tarde en Tlatelolco, aunque algunas fuentes defienden que la cifra real apenas alcanza los 68 fallecidos.
Sea como fuere, los sucesos del 2 de octubre supusieron el brusco final del espíritu rebelde que se había despertado en México aquel verano de 1968. El movimiento estudiantil nunca se recuperó, mientras muchos de sus miembros eran arrestados y condenados a penas que les llevarían a pasar, en la mayoría de los casos, entre 2 y 3 años entre rejas. México pudo celebrar en paz sus Juegos Olímpicos y Díaz Ordás conluiría su mandato presidencial en 1970 y -el resto de su vida- "convencido de que había hecho lo correcto para salvar al país de un conjura comunista tramada en el extranjero". Las balas, una vez más, habían vencido a la rebeldía.
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