En el otoño de 2011 el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero se caía en pedazos. El azote de la recesión y el duro ajuste que se vio obligado a aplicar en mayo de 2010 dejaron al PSOE tocado sin remisión. Las encuestas ya apuntaban lo que se iba a confirmar en las elecciones del mes de diciembre, en las que el PP obtuvo el 44,6% de los votos y una sólida mayoría absoluta con 186 escaños.
Tanto el Fondo Monetario Internacional (FMI) como el Banco Central Europeo (BCE) tenían bajo la lupa al sector financiero español. La burbuja del ladrillo había dejado dañado al sector y, sobre todo, a las cajas de ahorro, que habían sufrido un proceso de concentración fruto del cual fue el nacimiento de Bankia, que presidía desde 2010 el ex vicepresidente del gobierno y ex gerente del Fondo Monetario, Rodrigo Rato, que había salido triunfante del pulso planteado para hacerse con el cargo frente al entonces número dos de la Comunidad de Madrid, Ignacio González, apoyado en sus aspiraciones por la presidenta Esperanza Aguirre.
Entre los banqueros se sabía que, de entre los bancos enfermos, el más grave era Bankia. Los planes de Rato para tapar su agujero (estimado por su equipo en unos 7.000 millones de euros) no convencían al Banco de España, ni, desde luego, a los inversores internacionales, que temían un estallido que podía terminar afectando a todo el sector, con gigantes como el Santander o el BBVA mirando de reojo a los planes del que ya se daba por seguro nuevo gobierno popular.
En el otoño de 2011 Rajoy y Fainé hablaron sobre la fusión de La Caixa y Bankia, cuando ya se daba por hecho el triunfo del PP en las elecciones de diciembre
En ese escenario tuvieron lugar varias reuniones, en la sede del PP de la calle Génova, entre el presidente del partido, Mariano Rajoy y el presidente de La Caixa, Isidro Fainé. Rajoy mantuvo informado de todo ello al que después sería su ministro de Economía, Luis de Guindos.
La relación en aquellos tiempos entre Fainé y Rajoy era estrecha. Fluía entre ambos una sincera cordialidad. El líder del PP sabía que nada más llegar a Moncloa tendría sobre la mesa dos grandes problemas: una crisis económica muy condicionada por la situación de la banca y, por otro lado, la cuestión catalana. Rajoy le planteó abiertamente a Fainé la posibilidad de fusionar La Caixa con Bankia. La entidad catalana era una de las más solventes de España, ambas tenían un poderoso grupo industrial y, con la operación, se podía llevar a cabo un intento de apaciguamiento en el enfrentamiento entre el gobierno y la Generalitat que se había recrudecido tras la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de Cataluña (28 de junio de 2010).
Fainé estuvo de acuerdo y transmitió los planes de Rajoy al entonces presidente de la Generalitat, Artur Mas, que dio plácet a la concentración que podía dar lugar a la primera entidad española por número de sucursales y depósitos.
Pero Rato se resistió a llevarla a cabo, jaleado por Aguirre, que no quería que La Caixa terminara engullendo a una entidad esencialmente madrileña como era Bankia, que había jugado (siendo Cajamadrid) un papel determinante en algunas operaciones empresariales como el rechazo a la OPA de Gas Natural sobre Endesa.
Rato se opuso a la fusión, porque suponía darle casi todo el poder a Fainé. Pensaba que nadie se atrevería a defenestrarle, mucho menos un gobierno del PP. Pero se equivocó
Rato estaba seguro de que podía sacar adelante a Bankia sin necesidad de dejarse absorber. Confiaba en las ayudas del Banco de España y del propio gobierno, una vez que el PP ganara las elecciones. El ex ministro de Economía había aceptado integrar en el conglomerado capitaneado por Cajamadrid a Bancaja, otro zombie financiero, y eso, creía él, le proporcionaba cierto blindaje para que se le concedieran facilidades para sacar adelante el monstruo creado sobre la base de acumular entidades insanas. O sea, que Rato frustró la añorada fusión que pretendía Rajoy.
Pero, para su sorpresa, una vez que Rajoy llegó a Moncloa y que Guindos fue nombrado ministro de Economía, las cosas no fueron a mejor. Sino todo lo contrario. Sus planes de viabilidad eran sistemáticamente rechazados. Y La Caixa ya había tomado su propio camino, una vez que se perdió la oportunidad de llevar a cabo la mayor fusión bancaria española en aquel ya lejano mes de diciembre de 2011.
El 9 de mayo de 2012 el Estado, a través del FROB, nacionalizó Bankia y destituyó a Rodrigo Rato, que fue sustituido por José Ignacio Goirigolzarri, ex número dos de BBVA. Las ayudas públicas que ha requerido la entidad para su salvamento se elevan a 22.424 millones. El Estado perderá un total de 14.000 millones con su rescate, que evitó, por cierto, la pérdida de depósitos de cientos de miles de ahorradores.
Rato vivió durante unos años en una burbuja. Asumió su retirada forzada de la política (él se creía sucesor natural de Aznar) como una injusticia histórica. Por ello, cuando regresó a España en 2008, tras dejar a mitad de mandato su puesto de gerente del FMI, creía que tenía derecho a pedirle a Rajoy lo que quisiera. Y el presidente del PP lo aceptó. Con tal de que no le molestara le puso en bandeja Bankia y luego le permitió frustrar la fusión con La Caixa, que, de haberse producido, habría evitado muchos problemas, incluso políticos.
Goirigolzarri dio la oportunidad a Rato de devolver el dinero de su tarjeta black antes de que se judicializara el asunto. Pero Rato no se dignó a seguir su consejo
En esa burbuja de poder y soberbia todo era posible. Rato se otorgó un sueldo de más de 2,5 millones de euros y, naturalmente, utilizó el mecanismo de las tarjetas black que su antecesor, Miguel Blesa, había fomentado de forma grosera entre consejeros y ejecutivos.
Cuando Goirigolzarri levantó la alfombra de Bankia se encontró muchas sorpresas, entre ellas la de las tarjetas para gastos personales que no se contabilizaban en la entidad ni se declaraban a Hacienda. Goiri, como se le conoce entre los banqueros, llamó a Rato a su despacho y le pidió que devolviera el dinero. Aún el asunto no se había judicializado y el nuevo presidente de Bankia quiso tener un detalle de fair play con su antecesor. Rato le miró con cierto desprecio y se marchó.
La burbuja estalló y ahora hemos visto una de sus consecuencias: una condena de cuatro años y medio ratificada por el Supremo que le llevará con toda seguridad a prisión.
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