Quién puede evitar conmoverse profundamente viendo el Gran Reich alemán de hoy?", se preguntaba Adolf Hitler el día de Año Nuevo de 1939. El líder nazi echaba la vista unos pocos años atrás, cuando Alemania se mostraba postrada por las ataduras del Tratado de Versalles, y podía ufanarse de los logros obtenidos a través de su política expansiva.
Hacía poco más de un año que el Führer había prometido a su pueblo liberarlo de los grilletes que le oprimían desde el fin de la Primera Guerra Mundial y hacer resurgir el Reich alemán y desde entonces ya había obtenido la anexión de Austria y de la región checa de los Sudetes. Y todo sin necesidad de luchar, con la condescendencia de las naciones europeas. Alemania se erguía ya como el dueño de la Europa central y Hitler como un líder irrefrenable.
Y sin embargo, todo aquello podía haber sido diferente. Debía haber sido distinto en virtud de las reglas de juego que regían entonces las relaciones internacionales en Europa. Hacía tiempo que las grandes potencias del occidente europeo, Reino Unido y Francia, observaban con inquietud las ambiciones territoriales del Gobierno nazi.
Si la anexión de Austria, en marzo de 1938, había sido asumida como un movimiento inevitable, por los estrechos vínculos históricos entre ambas naciones y el apoyo que recibía el nazismo en territorio austriaco, las pretensiones germanas sobre Checoslovaquia suponían una escalada en las tensiones capaz por sí misma de desencadenar una guerra internacional.
Checoslovaquia tenía acuerdos con Francia y la URSS por los que debían defenderla de un ataque
No en vano, el Estado checoslovaco contaba desde hacía años con sendos acuerdos con Francia y la Unión Soviética por la que éstos se comprometían a defenderlo en caso de agresión externa. Y el momento de hacerlos efectivos parecía muy cercano ya en la primera mitad de 1938.
En la región de los Sudetes, situada en la zona más occidental de Checoslovaquia, haciendo frontera con Alemania, habitaban unos 3,5 millones de personas de origen alemán cuya integración había sido fuente de problemas casi desde la formación del país, al término de la Primera Guerra Mundial. Y esos conflictos se recrudecerían con la llegada al poder de Hitler y su retórica pangermanista, que alentaba la esperanza de aquella minoría de volver a formar parte algún día de un estado común alemán.
Los intentos del Gobierno checo de Eduard Benes de aplacar las tensiones concediendo una mayor autonomía a la región resultaron ineficaces, entre otras razones porque Hitler había acordado con el líder del Partido Alemán de los Sudetes que "siempre debemos exigir tanto que nunca podamos estar satisfechos".
En medio de una constante campaña propagandística por parte de los medios controlados por el Partido Nazi, en la que se magnificaban los excesos de las autoridades checas en la represión de las protestas en los Sudetes, Hitler ya advirtió en febrero de que no asistiría de brazos cruzados a la persecución de sus conciudadanos. Y la tensión alcanzó un punto álgido a finales de mayo, cuando se informó del movimiento de tropas alemanas en la frontera.
La prensa alemana aireaba supuestos abusos del Gobierno checoslovaco contra la minoría germana de los Sudetes
Fue entonces cuando Francia y Reino Unido -que no podría permanecer al margen si Francia se enfrentaba a Alemania- comprendieron que aquel conflicto podía llegar a desbordarse y advirtieron a Alemania de las consecuencias que tendría una agresión a Checoslovaquia. Aquella tímida oposición sirvió para que la amenaza se diluyera momentáneamente -básicamente, porque Hitler no tenía aún prevista una invasión inminente.
Pero el Führer no había cambiado de planes, como confirmaría pocos días después a los generales de su ejército, a los que indicaría que "estoy absolutamente decidido a que Checoslovaquia desaparezca del mapa de Europa", según recoge Giles MacDonogh en su obra Hitler 1938: El año de las grandes decisiones (Crítica, 2010).
Hitler sabía que ni Reino Unido ni Francia estaban interesadas en verse envueltas en una guerra -menos, si en ella debían ir de la mano de la URSS de Iosef Stalin- y confiaba en sacar adelante sus propósitos sin la oposición de éstas. Y es que Checoslovaquia representaba una pieza esencial en sus planes de dominio europeo, debido no tan solo a su posición geográfica, sino también por tratarse de una potencia industrial y armamentística -la fábrica de Skoda producía algunas de las armas más avanzadas de la época- y por darle acceso a unas materias primas vitales para una Alemania que empezaba a enfrentarse a serios problemas económicos.
Precisamente, la difícil situación del país generaba dudas entre buena parte de los generales alemanes, incluido el jefe del Estado Mayor, Ludwig Beck, que veían con recelos, la posibilidad de que los planes de Hitler les condujeran a una guerra contra las grandes potencias en la que, consideraban, Alemania no tendría ninguna opción de salir victoriosa.
La oposición alemana a Hitler, conocedora de esta situación, trataba de hacerse oír en los pasillos de la diplomacia británica, aconsejando que mantuviera una posición de firmeza, que obligaría al Führer a retroceder o, en caso de guerra, desencadenaría un motín que derrocaría el régimen nazi.
Duras negociaciones
Pero al frente del Gobierno británico se encontraba por entonces Neville Chamberlain, un veterano político, uno de los máximos precursores de la política del apaciguamiento. Tanto él como su homólogo francés, Édouard Daladier, temían -de forma un tanto exagerada- la capacidad del ejército alemán de asestar un golpe decisivo a través de un ataque aéreo, por lo que consideraban fundamental evitar el enfrentamiento.
Además, ambos consideraban, especialmente Chamberlain, que había cierta legitimidad en la denuncia de Hitler de las duras sanciones impuestas a Alemania en Versalles y en sus demandas territoriales. Y aspiraban a encauzar su belicosidad contra el régimen soviético, considerado por el primer ministro británico más odioso, incluso, que el nazi.
Por eso, cuando a mediados de septiembre todo parecía dirigirse de nuevo hacia el inicio de las hostilidades, Chamberlain decidió coger un avión -el primero que cogía en su vida- y trasladarse a Alemania para entrevistarse cara a cara con Hitler.
La decisión de Chamberlain de acudir a verse con Hitler fue acogida con entusiasmo por el pueblo británico
En un país alarmado por la posibilidad de enfrentarse a una nueva guerra, el movimiento del premier en busca de la paz fue recibido con entusiasmo: "No es una exageración cuando los periódicos cuentan que hombres y mujeres lloraron de alegría en las calles", llegaría a asegurar Theo Kordt, encargado de negocios alemán en Londres.
Pero Hitler no estaba dispuesto a dejarse impresionar por la osadía de Chamberlain y, en el encuentro celebrado el 15 de septiembre en la localidad alpina de Berchtesgaden, expondría crudamente al gobernante británico su disposición a ir a la guerra si no se aceptaba su exigencia de que los Sudetes pasaran a formar parte del Reich alemán.
"Hay que resolver este problema de inmediato. Estoy empeñado en resolverlo. Me da igual si hay una guerra mundial o no", espetaría el político alemán, poco antes de que, para su sorpresa, Chamberlain aceptara su petición.
En los días siguientes, Reino Unido y Francia harían un intenso esfuerzo para lograr que Checoslovaquia aceptara aquella partición de su territorio. El propio secretario de Estado británico de Asuntos Exteriores, Lord Halifax, se encargaría de dejar bien claro que "si el doctor Benes no se ponía en nuestras manos, nosotros nos lavaríamos las manos respecto a él", indica David Reynolds en su obra Cumbres: Seis encuentros de líderes políticos que marcaron el siglo XX (Planeta, 2008). Al Gobierno checo no le quedó otra que ceder.
Pero para Hitler aquel sencillo éxito resultaba insuficiente y cuando volvió a reunirse con Chamberlain el día 22 en Bad Godesberg sus demandas habían cambiado: ahora reclamaba un reajuste más agresivo de las fronteras checoslovacas -que contemplaba la escisión de otras minorías étnicas- y la inminente ocupación de los Sudetes por el Ejército alemán. El líder nazi ponía el 1 de octubre como fecha límite en la que el asunto tenía que estar resuelto.
A cada reunión, Hitler elevaba sus demandas y Chamberlain acababa aceptando
Para Chamberlain aquellas modificaciones no justificaban ir a la guerra, pero parte de su Gobierno empezaba a cansarse de las continuas exigencias de Hitler, que nunca iban acompañadas de cesiones. El ejecutivo francés tampoco está de acuerdo en ceder y los checoslovacos se negaron a un acuerdo que consideraban "total y absolutamente inaceptable".
La idea de que Checoslovaquia plantara cara a Alemania no parecía tan descabellada. Pues mientras el Ejército alemán contaba por entonces con unas 40 divisiones, las fuerzas checoslovacas alcanzaban las 35 divisiones, bien armadas y atrincheradas, a lo largo de líneas bien fortificadas. Y eso sin tener en cuenta lo que supondría el apoyo de Francia desde el oeste.
La guerra parecía, ahora sí, inminente y Francia y Reino Unido se apresuraban en tener todo listo para hacer frente a una posible acometida alemana. "Es horrible y descabellado que estemos aquí cavando trincheras y probándonos máscaras de gas por un conflicto en un país lejano entre gente de la que sabemos muy poco", llegaría a lamentarse entonces Chamberlain.
Sin embargo, cuando la maquinaria bélica parecía estar ya en marcha para inundar de sangre los campos de Europa, Hitler, alentado por el dictador italiano Benito Mussolini, invitaría a una última reunión, a Chamberlain y Daladier, para buscar una solución pactada a la crisis checoslovaca -sin presencia, eso sí, de ningún representante de Checoslovaquia.
Mussolini intercedió para que se celebrara la reunión de Munich
La reunión de los cuatro grandes líderes europeos, que tendría lugar el día 29 en la ciudad de Munich, se prolongaría durante horas y daría como resultado la firma de un acuerdo a las 2 de la madrugada del día 30. El mismo, que pasaría a la historia bajo el nombre de Pacto de Munich, presentaba escasas diferencias con la propuesta realizada en Godesberg por Hitler. Tan solo se había reducido ligeramente la zona que debía traspasarse y se daba diez días más de margen a los checoslovacos para desalojarla.
Una vez más, Hitler había hecho triunfar su postura y la suerte de Checoslovaquia quedaba echada sin ocasión siquiera de luchar. Chamberlain y Daladier fueron aclamados a su vuelta a casa, por haber salvado la paz de su tiempo.
Una humillación ineficaz
Pero lo cierto es que aquel éxito se había obtenido a fuerza de continuos sacrificios cuya conveniencia resultaba discutible. El propio Winston Churchill espetaría a su oponente político: "Habéis aceptado la humillación para salvar la paz; conservaréis la humillación, pero tendréis la guerra".
"Munich, se dice, hizo la guerra más probable. Plantándole cara a Hitler, Gran Bretaña y Francia le hubieran obligado a aceptar la derrota, o, si hubiese intentado ir a la guerra, habría sido derrocado", comenta R. A. C. Parker en su Historia de la Segunda Guerra Mundial. Pero, "en lugar de esto, el Pacto de Munich reforzó el prestigio de Hitler e hizo más improbable que hubiese intentos de moderarle en el futuro", añade.
La inutilidad de los acuerdos alcanzados en Munich quedaría desvelada muy pronto, cuando en marzo de 1939 Hitler forzó la independencia de Eslovaquia, al tiempo que ocupaba todo el territorio checo.
El Pacto de Munich reforzó el prestigio de Hitler e hizo inviable cualquier intento de moderarle
Es cierto que en el año que pasó entre la ocupación de los Sudetes y el definitivo estallido de la Segunda Guerra Mundial, Reino Unido y Francia tuvieron tiempo para tratar de neutralizar la superioridad aérea de la Alemania nazi. Pero como observa Pierre Renouvin en su Historia de las Relaciones Internacionales, "el balance negativo es mucho mayor: el potencial de guerra alemán se beneficiaba, con la anexión de una gran región industrial, de un incremento que ni Francia ni Gran Bretaña podían compensar en breve plazo; además, la desaparición del ejército checoslovaco sustraía al sistema militar organizado en torno a Francia una treintena de divisiones".
Por si esto fuera poco, Alemania obtenía una hegemonía esencial en la Europa oriental, que situaría bajo su égida a un buen número de países en la zona. Y, más grave aún, la actuación de las grandes potencias occidentales había generado la desconfianza en la URSS -" ¿quién creerá todavía en la palabra de Francia? ¿Quién seguirá siendo su aliado?", escribiría por entonces el Diario de Moscú-, que se inclinaría por alcanzar un acuerdo con Alemania, como sucedió en el verano siguiente.
Así pues, como apunta Mark Marzower, la capitulación de Neville Chamberlain “no fue, como él anunció, paz para nuestra época: fue un desastre para los checos y una catástrofe para todos aquellos que confiaban en poner freno a la ofensiva bélica alemana".
Hitler había quedado tan convencido de la inacción de Reino Unido y Francia que cuando decidió invadir Polonia, en el verano de aquel año, pensó que no harían nada para impedirlo. Si apenas nueve meses antes se conmovía al admirar sus logros, ahora sería toda Europa la que se estremecería bajo su dominio.
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