Hemos subestimado la cobardía de Puigdemont, que ha sido un mártir de asomarse al balcón y volverse a acostar, como el señorito ocioso. Ya decía yo ayer que el independentismo catalán es cagón y vago, hasta el punto de pretender que el mismo Estado español le haga la revolución y hasta la cama, con los jueces como si fueran criaditas francesas de tira bordada y cacha de nácar. O sea que un héroe como Puigdemont, que se saca del maletero para luego volverlo a meter allí, como un muñeco de José Luis Moreno, y que el tiempo que no está de numerito es un trapo, eso, en fin, les pega bastante. De todas formas, lo que quisiera Puigdemont, asomarse en calzoncillo blanco, asomarse con corte de manga o asomarse con un “toma, Moreno”, no importa tanto como lo que querían nuestras autoridades. Ya no es que nos preguntemos por qué Puigdemont quiere escapar de la ley, sino si acaso nuestras autoridades, demasiadas autoridades, han renunciado a cumplir y hacer cumplir la ley, y qué puede ocurrir a partir de ahora en un país con semejante disfunción democrática y moral.

Puigdemont se volvía a escapar, con gran audacia, sofisticación y disimulo de ir andando por la calle disfrazado de sí mismo y de dar un mitin con carpas y megafonía de fiesta motera. No es el Chacal, claro, pero es que tampoco le hace falta (ah, esos mossos que pasaron de contemplar a Puigdemont en su karaoke a mirar maleteros a voleo…). Dejar ese mensaje en el que anunciaba el regreso del exilio como la bajada de las nubes de un dios o la bajada de la montaña de un Rocky que ha estado entrenándose, todo para volverse a fugar pisándose la túnica o el plastón, desmoñado de santidad, valentía, honor y palabra, no creo que deje muy bien al Poc Honorable. Ni tampoco creo que le sirva de mucho: ni ha saboteado la investidura de Illa ni puede culpar a Esquerra ni a Sánchez, cuya torpeza en esta operación Jaula o Jauja se entiende más bien como vista gorda de todas las estructuras públicas bajo su control, o sea como servicio a Puigdemont. ¿Para qué todo esto, pues?

En realidad el asunto no es Puigdemont, aunque Puigdemont nos ayuda a entenderlo. Mirando a Puigdemont, que llegó con prisa, leyó con prisa y se fue con prisa, uno se da cuenta de que esto ha sido algo de sus tripas o de sus tobillos, una flojera o un temblor. Yo creo que, simplemente, a Puigdemont le da miedo y sarpullido la cárcel, por ser de ese independentismo comodón y apocado que yo decía, o por llevar gafas, no sé. Si alguna vez tuvo la intención de entregarse, de aceptar el martirio y el copón del mesías, sin duda se arrepintió pronto, porque esta espantada requiere planificación, y no sólo por parte de Waterloo, sino desde dentro (y no bastan un par de cabezas de turco con oportuno aire de panoli). Puigdemont no ha ideado ninguna jugada maestra, es sólo el de siempre, altivo y cobarde. Puigdemont no ha cambiado, es España, la España de Sánchez, la que ha cambiado.

Puigdemont tiene el numerito, Illa tiene la Generalitat, Esquerra tiene la pasta, Sánchez tiene la Moncloa como una hacienda cafetera, y todos contentos

Puigdemont sigue siendo Puigdemont, que ni para disimular sirve, pero España ya es otra cosa. Desde Waterloo a Barcelona, pasando por ese festival drag, y luego todo el camino de vuelta, hay muchos kilómetros y muchas autoridades, y tampoco Puigdemont, insisto, es el Chacal. Si el Gobierno y la Generalitat han sido cómplices o sólo oportunamente incompetentes apenas es un matiz, porque un país en el que puede ocurrir esto, ver a un prófugo de gira, de cabalgata, de mitin y de vuelta a su madriguera sin que al final lo detengan, no puede ser ya un país ni serio ni decente. Entendemos que Puigdemont quiera volver sin volver y figurar sin perecer, que algo tenía que hacer para recuperar protagonismo aunque sin suicidarse, sin que le partan las gafas en el trullo. Entendemos que lo quisiera, pero lo que no se entiende es que lo haya conseguido. Al menos, no se entiende salvo que se lo hayan permitido. Puigdemont tiene el numerito, Illa tiene la Generalitat como la cabaña del abuelito, Esquerra tiene la pasta, Sánchez tiene la Moncloa como una hacienda cafetera, y todos contentos.

Puigdemont era el de siempre con más o menos entripado o tembleque (nunca se sabe si el plan puede fallar porque al final te detenga un esquirol), es España la que ha cambiado. Puigdemont no ha hecho nada nuevo, nuestras concéntricas y progresistas autoridades sí. Pero el verdadero esperpento no se escenificaba tanto fuera, donde Puigdemont sólo intentaba seguir viviendo comodonamente del icono de sí mismo, como Paris Hilton, sino dentro del Parlament. Dentro del Parlament, con un Illa convenientemente apagado o ignorado, se sustanciaba ese país sin ley, sólo poder, compraventa y señores mirándose profundamente a las gafas, como novios de biblioteca, decidiendo entre ellos si las normas y la Constitución les convienen o se las saltan, si las instituciones y el dinero públicos son de todos o mejor sólo suyos, si hay que detener a los prófugos o regalarles un patinete, si alguien que ha cometido un delito tiene que ir a la cárcel o quizá a un despachito.

En el Parlament, sin escándalo, sin payasetes de globo o de tarta, sin cadalsos ni voyeurs, y casi sin sonido en las televisiones, Illa santificaba la España sin ley con su mano pulposa de cura y aun llamaba a eso diálogo, progreso, democracia. Claro que no es la Cataluña de Illa, ni la España de Illa. Es la España de Sánchez. Puigdemont sólo escapaba consecuentemente, cumpliendo el nuevo paradigma.