Comete un error de base todo aquel que intente atribuir la exclusiva de la estulticia a un grupo o un subgrupo, dado que es un fenómeno universal. Hay 'tontos a patadas', hasta el punto que conviene no hacer introspección para no confirmar las sospechas sobre uno mismo. Leía el otro día el mensaje de un periodista que celebraba el resultado de su proceso de creación. “Estoy escribiendo un librazo”, decía, y aquello dirigía hacia la misma conclusión. Algo parecido me sucedió después de comprobar que un hostelero gallego había cerrado su bar durante una semana, en agosto, ante su hartazgo con “los tontos de la Meseta”.

“Ante la inminente llegada del puente del 15 de agosto, donde si cae una bomba en Mera quedan sin tontos en la Meseta (…), hemos decidido cerrar hasta la semana que viene”, escribía en Facebook, mientras despotricaba sobre las actitudes miserables de sus clientes vacacionales. Cuesta quitarle la razón sobre esto último. Trabajar 'de cara al público' conduce irremediablemente hacia la misantropía y quien no haya coqueteado con la idea es porque tiene pocos años cotizados. El sector turístico es propenso a sufrir algunos de los peores comportamientos del ser humano: desde el de aquellos que viajan para vivir nuevas experiencias -y adoptan una intensidad terrible- hasta el de todos esos a los que aflige ese mal de la gente insoportable que les lleva a sentirse huérfanos y preocupados al abandonar la rutina. A partir de ahí, despliegan irascibilidad, malas caras, roces y gruñidos al camarero.

Odiar todo eso es sano y necesario. Odiar a un porcentaje importante de los semejantes lo es. Los que no odian son santos o cortos de capacidades. Quien no despotrique, por ejemplo, en un aeropuerto es parte del problema. Hay que rechazar a los impacientes, a los primeros de la fila de embarque y a los que te privan del derecho a tomarte un café porque retrasan la fila en el mostrador de facturación para liberar espacio en su maleta.

Hay quien viaja para desconectar, pero lo extiende también a sus procesos neuronales, lo que impacta en el resto. En quienes le observan en el esplendor de su idiocia con exigencias al camarero, con dudas sobre sus alergias e intolerancias al pedir el menú del día ("¿el salpicón tiene crustáceos, verdad?"), con el tiempo insoportable que se toman para pagar; o con sus problemas para gestionar su equipaje o para deducir que, cuando uno ocupa el pasillo de la cabina del avión cuando el resto está embarcando, el proceso se dificulta.

Odio generalizado

Hay un interruptor que se enciende al observar todo eso. Una náusea que no mejora con los años y que aparece al detectar un altavoz con bluetooth en la playa o al escuchar a alguien -en pleno esplendor del turno de comidas- pedir que le saquen un ingrediente del plato. Agosto es un mes de sobreexposición a todo eso. A los padres negligentes y a los que patean el asiento delantero. Quien no tenga ganas de regresar el día 15 es porque vive en medio del infierno. La válvula de Ignatius Reilly se irrita especialmente en esta época y no es por casualidad. Es por la barbarie veraniega. Por la gente impresentable. Por el bobo que encuentra en agosto la perfecta oportunidad para desplegar los defectos de 31 domingos.

Asociar eso a la Meseta es erróneo, como decía, pero no casual. Ha sido necesaria cierta labor previa para eso. Primero, de los visitantes, pero, posteriormente, por los de allí o acá, que han asumido como ciertos todos los mensajes -de los de siempre- que se han acostumbrado a alertar de las hordas de turistas del mismo modo que, en invierno, despotrican contra “los beneficios caídos del cielo” de las empresas y contra cualquiera que tenga una iniciativa y rechace el paraguas del Estado. El turismo es insostenible para los demás -y los viajes en avión dejan una huella de carbono 'que pa qué'-, pero nunca lo es para ellos, que se alojan en lugares de AirBnb o Booking, pero lo censuran para el resto.

Esos mensajes calan en el cateto promedio, como también los que promueven el rechazo a quien viene de Madrid, como esta columna, escrita con el bolígrafo enroscado a la boina. ¿Y qué es un madrileño, habría que preguntar a su autora? Es una gran pregunta, cuando quien vive en esta ciudad ni siquiera es muchas veces consciente de quien ha nacido aquí o de quien viene de otros países o de zonas como la propia Galicia. De hecho, hay alrededor de 80.000 gallegos en la ciudad.

Caín, Caín y Caín

Recuerdo que todos estos 'periféricos' -lejanos siempre al cerebro y a las ideas- se empeñaron durante los primeros días de pandemia de covid-19 en culpar a los madrileños de extender la enfermedad a otras partes de España; y tengo pocas dudas de que las restricciones de desplazamiento entre comunidades se establecieron y se mantuvieron por esa corriente cateta que lleva a culpar de todo lo negativo a lo que sucede al cruzar el túnel de Guadarrama. El propio Salvador Illa llegó a aceptar el confinamiento de Madrid por barrios, casualmente, mientras preparaba su candidatura para las elecciones de su región. Es una época en la que meterse contra lo capitalino da puntos entre la izquierda justiciera (que nunca es turista, ni tonta ni insostenible).

La ojeriza al madrileño no es algo nuevo y sospecho que la rivalidad política -y la respuesta, claro- la ha ampliado en los últimos años. Todo esto tiene un componente irracional y profundamente estúpido, como cualquier comportamiento basado en el tribalismo. También sucede en otros puntos de España, que no deja de ser el país de Villarriba y Villabajo. Todas las distinciones entre semejantes parten del mismo punto, como las alusiones de la prensa holandesa a que por allí son productores mientras aquí se duerme la siesta. Se obvia en todos los casos que el reparto de catetos y de tontos está bastante bien proporcionado. Los hay en todos los sitios, no sólo en Madrid. Hay lugares con peor suerte, o incluso ámbitos y profesiones. Las omitiremos porque probablemente quien firma esto ejerza una de ellas.

En cualquier caso, hay algo en lo que no falla en su diagnóstico el hostelero gallego. Es a la hora de señalar a quienes piden tres vasos con hielo para dividir el cubata o quienes reclaman una tapa de pulpo con un café, dispuestos a pasar las horas muertas en la misma mesa de terraza. Hay algo peor que haber sido castigado con la memez de espíritu, y es la tacañería. Quien divide “un roncola” por gastar menos, no merece respirar el mismo aire que el resto de los hijos de Dios.