Algo ha cambiado en España y quizás por eso el programa de los hermanos Iglesias no gusta entre el público. El asunto tiene más enjundia de lo que parece. Los pijos de siempre ya no enganchan a la audiencia y eso antes no sucedía. La jet set tradicional y sus descendientes disponían de cierto magnetismo hasta hace unos años, pero ahora 'la masa' reacciona ante sus exposiciones con una curiosa indiferencia.

Tal es así que RTVE ha tenido que mover de franja horaria el espacio de decoración de Julio José y Chábeli porque no lo veía nadie –más o menos, el 5% del share–, mientras ha terminado de emitir con un resultado similar Lazos de sangre, ese magacín dedicado a hacer homenajes a las familias más insignes del régimen, desde las Campos hasta los Bono. Que nadie busque distinción ideológica. Quien caiga en ese error, me temo que no se ha enterado de qué va esto.

A lo mejor demuestra esto que España no tiene hoy los mismos referentes, ni en el televisor ni en el horizonte... y quizás eso tenga algo que ver. Este país ya no aspira a ser tan próspero, mira más los precios y ha adoptado una mentalidad más low cost, que es la propia de un país más pobre y más hastiado de sí mismo. El famoseo que atraía al público hace unas décadas compraba en Serrano y Goya; después descendió a El Corte Inglés y ahora encarga la ropa a Shein mientras participa en Supervivientes. Los reporteros del corazón pasaban sus veranos en Marbella, mientras ahora enfocan a Adara Molinero en su jardín. El mundo influencer ha generado algunos monstruos que han sido engordados por todos nosotros.

Descenso a la segunda división

Porque los españoles también han descendido de categoría. Todo es más burdo y bruto en general. Más explícito, cosa perjudicial, dado que lo evidente espanta las fantasías y un país que no eleva la vista en abstracto acaba siendo esclavo del terruño. Presa de una realidad cada vez más grosera y alejada de otros pensamientos –más optimistas– que hoy generan cierta melancolía. Ya se sabe que con este sentimiento sube la bilis negra, que amarga y apaga la esperanza. Quizás, apesadumbrados, los ciudadanos han perdido el interés por comprobar qué se hace en las alturas, donde habita quien tiene éxito, aunque tenga tan poco que ofrecer como la prole de Julio Iglesias.

Tampoco existe ya El País de Cebrián, ni tampoco nadie defiende ya su concepto de progre que, pese a sus convicciones, se dejaba llevar a veces por lo superficial y no consideraba los triunfos ajenos como sinónimo de fraude al fisco o atentado contra los parias de la tierra. Ahora todo es grisura e ideología. Igualdades y sostenibilidades. Gente que habla de gordofobias y desokupaciones. Hemos pasado de mirar a los Iglesias, vividores, a obsesionarnos con el Iglesias machacón y los imitadores que engendró, léase el PSOE de Pedro, las Angélicas, las Afras y demás gente que grita.

Todo eso es terrible y malicia a la opinión pública; que espero que esté compuesta por menos individuos de lo que pudiera parecer. De lo contrario, no cabe tener ninguna esperanza.

¿Eres de Gonzalo Miró o de Chábeli?

Los Iglesias no interesan en este contexto. Son pijos sin más, sin moraleja política ni mensajes ramplones. Son lo mismo que Gonzalo Miró, pero sin conciencia de clase y, por tanto, mucho menos demandados.

Pese a todo, comparten algo. Sus existencias son más sencillas y están menos contaminadas. La gente de vida fácil despierta envidias porque no necesita de la maldad. No se intoxica con las manifestaciones del instinto de supervivencia ni revisa el tique del supermercado. Los guapos y los ricos tienen menos necesidad de contaminarse. A este país hoy le interesa mucho menos eso. Incluso Rosa Villacastín, que se dedicaba antes a toreros, folclóricas y aristócratas, hace hoy reverencias a Pedro ante la falta de mercado de lo suyo.

A lo mejor si no hubiera tomado esa decisión, le llamarían a menos tertulias en RTVE. Allí funciona todo con las mismas dinámicas que el resto del país. Tan reales como mediocres. El propio programa de los Iglesias tiene un presupuesto de 1,95 millones de euros y eso no es casualidad. Todos los contratos que superan los 2 millones de importe deben ser aprobados por el Consejo de Administración y esa tarea hubiera sido difícil. ¿Por qué? Porque allí hay quien piensa que la jet set antigua –con caspa, en buena parte– no es servicio público, dado que forma parte de otra España. La antigua. La que murió en 2008. Hubo quien –por esa razón– se opuso a la vuelta de Grand Prix a La 1.

El servicio público cuida hoy a la nobleza contemporánea, más cutre y parlamentaria, pero que ocupa exactamente la misma posición en la sociedad. Sucedió igual tras la declaración de la Segunda República. A Alcalá-Zamora le apodaron los monárquicos El botas por el calzado que llevaba a las fiestas que convocaba en el Casino con los intelectuales de la época, erigidos en neo-nobleza. Que nadie piense que España ha quedado huérfana de nada, pero ahora esa posición la ocupan otros. Y todo es menos divertido porque es más político... y existe menos esperanza, en general.

Así que la audiencia prefiere true crime, virales y culebrones con perspectiva de género. Tertulias con personajes lamentables a derecha y a izquierda –abogados y periodistas, las dos profesiones más nocivas– y desgracias y mediocridad ajena para encontrar cierto consuelo. ¿Para qué iba a prestar atención a vidas sencillas (y superficiales) y a casoplones a los que no podría aspirar?