Sánchez, iluminado por la luz reverenda y ancestral de África, se ha dado cuenta de que la inmigración legal y controlada es mejor que la inmigración ilegal e incontrolada, y yo creo que ha llorado de la emoción o de la sorpresa. Pero ha sido un descubrimiento gradual, más arqueológico que de epifanía, que se le ha ido como dibujando en la arena y en las auroras, igual que jeroglíficos revelados. Antes de que el cielo como uterino de África, siempre como pariendo al ser humano, como una alta diosa con cuerpo de jirafa, le hablara con el viento a nuestro presidente, Sánchez sin duda pensaba que ponerle un adjetivo a la inmigración ya era xenofobia, franquismo, odio, fango, fachosfera y derecha y ultraderecha. Ahora hasta él habla de deportaciones, o de retorno para ser exactos, que siendo lo mismo le suena como una dulce dormición de hombres o de dioses, transportados blandamente hacia sus orígenes atávicos, maternales o cereales. Ahora, claro, lo que pasa es que no sabemos si Sánchez es un xenófobo o es que la xenofobia ha cambiado con él como cambia toda la política y toda la moral con él.

Algo le ha pasado a Sánchez en el camino de Mauritania a Senegal, un encuentro con su tótem o con sus fantasmas, algo que se le ha cruzado como un león mitológico u onírico, o quizá sólo un recálculo de ruta o de números. En Mauritania la inmigración no era “un problema, sino una necesidad”. Pocos matices ni topes se le pueden poner a algo que es una necesidad, como si Sánchez fuera allí a llenar la cantimplora para toda la España sequiza y moribunda. Quién en Mauritania, después de oír aquello, podría negarle no ya 250.000 pares de brazos salvadores, sostenedores, aguadores y piadosos, sino millones. Cómo iban a negarnos allí la inmigración que nos da la vida, después de que Sánchez haya tenido que ir con la boca terrosa y los zapatos llenos de piedras, no a ofrecerle a la gente de allí una oportunidad para no tener que abandonar su hogar, sino para declararse necesitado, menesteroso y hasta ávido de inmigración. Nadie, ni allí ni aquí, entendería que Sánchez se quejara después de que aquellas buenas almas, también necesitadas, nos cambiaran la necesidad por abundancia, esa bendición.

Yo no sé si a ese discurso del sediento, casi parabólico, bíblico, que le oímos en Mauritania como entre silbidos de serpientes de crótalo, se le puede llamar “efecto llamada” o simplemente se trata de una desubicación política o quizá cinética, de tanto montar en elefante simbólico como el marajá que se cree. Quiero decir que Sánchez llega a África con toda esa mercancía del fango, la xenofobia y la ultraderecha moviéndosele en la cabeza como en una tinaja de dromedario, y suelta las palabras igual que las suelta aquí, sin pensar que se tengan o se vayan a tener que corresponder con la realidad. O sea, como las soltaría Yolanda Díaz o Ione Belarra, que son más cantautoras que otra cosa. Yo creo que Sánchez se dio cuenta de que sus palabras allí sí se traducen en hechos, y que lo que aquí es otro concierto solidario con flecos en las pestañas y pipas rulando, u otro editorial evangélico de la prensa del Movimiento, que es como un discurso del papa Francisco, un lujo de ángeles que él se puede permitir porque los ángeles son falsos o los pagan otros; todo eso, en fin, allí no es que sonara a invitación sino a súplica.

No sabemos qué es ahora xenofobia, franquismo, odio, fango, fachosfera y derecha y ultraderecha. Lo mismo ya, después de esto, hasta el facherío se ha convertido en propiedad sanchista

En Mauritania, donde seguramente no saben que nos importan más las identidades y las tribus que el pan, el agua, el trabajo, la libertad y la decencia, sin duda entendieron lo que dijo Sánchez tal como lo dijo Sánchez. Allí no tienen ese filtro de cinismo que algunos han desarrollado aquí como una especie de mano palmípeda o buche de batracio, para sobrevivir en las charcas. Hasta Sánchez se dio cuenta de que en África las palabras, como la naturaleza, separan la vida de la muerte. Y entonces, en aquel amanecer en Senegal como el primer amanecer de fundición del mundo, esa necesidad sin problema de repente pidió control, orden, legalidad, deportaciones y otros palabros que antes sonaban cuarteleros y ahora sólo suenan al chapoteo de Sánchez en su colchón como en el sagrado río Gambia, lleno también de cocodrilos sagrados.

Sánchez, blancuzco, medio desvestido, medio comido por las fieras y quizá también medio lelo, como Orzowei, se dio cuenta en mitad de África de que la inmigración legal y controlada es mejor que la inmigración ilegal e incontrolada, y yo creo que lloró ante los periódicos como ante una nube con forma de antílope o de Mufasa. Claro que una conclusión, más cuando es una perogrullada, no es una solución, y una solución es lo que nos sigue faltando incluso cuando Sánchez ya ha vuelto con su máscara de recuerdo y el sol primordial de África apenas como el sol de Benidorm. Ya ha pedido incluso deportaciones, aunque las llame retornos, que suena a que el león, el guerrero o el anciano bajan de la montaña como el probe Migué. Lo que no sabemos ahora, hasta que algún heraldo se aclare con lo que tiene entre las manos palmípedas, es qué es ahora xenofobia, franquismo, odio, fango, fachosfera y derecha y ultraderecha. Lo mismo ya, después de esto, hasta el facherío se ha convertido en propiedad sanchista.