La creciente desafección por la política tiene múltiples causas. Quizá ese ambiente hosco, de puro enfrentamiento, sea el más importante hoy en día. Pero desde antes de que se implantase esa atmósfera, la falta de eficacia percibida de lo público calaba en la gente. El proceso de selección de los cargos públicos y los criterios por los que se rigen están detrás de ello.

El conocimiento de la materia, la experiencia, la capacidad de trabajar en equipo y otros similares parece que no siempre se tienen en cuenta en el proceso de selección. En vez de ello, el peso político en el partido, la afinidad o fidelidad, el pago por servicios pasados o la pura amistad parece que prevalecen. Donde puede que el ejemplo sea más flagrante es en el ministerio de Sanidad, cargo con escasas competencias, ya que estas están cedidas en su mayor parte a las comunidades autónomas.

Hace poco, un licenciado en Filosofía y MBA por el IESE, sin ningún contacto previo con el mundo de la salud, fue nombrado ministro del ramo y tuvo la mala suerte de que le estalló la pandemia del siglo. Se reaccionó tarde y mal, y el coste en términos de vidas fue de los más altos del mundo al igual que el económico, medido en descenso del PIB. El problema se agrava porque en política tiene mucha importancia la institución del gabinete, formada por personas del mismo perfil que el que ocupa el liderazgo, es decir, preocupados por la próxima intervención del ministro en el parlamento, que seguro que recogerán los medios, la entrevista con un periodista, el llamado canutazo (intervención muy corta a los medios) en los pasillos del Congreso, el próximo mitin que puede que recojan los medios, la intervención en el comité ejecutivo que puede … Los temas del Ministerio se llevan por la línea, los secretarios de estado y, sobre todo, los directores y subdirectores generales, con los que el ministro se reúne una vez a la semana en un comité de dirección, mientras que con su gabinete está en contacto permanente. Para agravar el tema, recordemos ese fantasma del comité de expertos, que ni siquiera existió.

La creciente desafección por la política tiene múltiples causas. Quizá ese ambiente hosco, de puro enfrentamiento, sea el más importante hoy en día

Otro ejemplo de nefastas consecuencias fue el de las cajas de ahorro. Estas dependían de las comunidades autónomas y los presidentes, primeros directivos y consejeros eran cargos muy bien remunerados que se prestaban para el pago de servicios políticos y que, salvo contadas excepciones, fueron ocupados por personas sin conocimiento del negocio bancario. La banca gestiona riesgos, ya que se dedica a asumirlos con la concesión de créditos, con unos recursos propios que son reducidos en proporción al riesgo asumido. El mayor enemigo de la banca es la morosidad, por lo que el buen banquero se preocupa de que esta no se lleve por delante el capital.

La entrada de España en el euro produjo una bajada significativa de los tipos de interés, con el consiguiente aumento de la demanda de crédito. Las cajas de ahorro se lanzaron a una loca carrera para ganar cuota de mercado, centradas en el crédito hipotecario, alimentando la burbuja inmobiliaria. Fue la otra cara de la misma moneda. Aunque no había depósitos para financiar, la expansión del crédito, la pertenencia al euro abrió la puerta a varios mercados donde colocar sus cédulas hipotecarias y bonos de titulización. Se creó una economía de ficción, donde los propietarios de inmuebles se veían cada vez más ricos, animándose a aumentar el consumo. El PIB subía constantemente y España superó a Italia en términos per cápita, e íbamos a por Francia, como aseguró un político irresponsable.

Al frente del Banco de España estaba un político, que, aunque parece que tenía conocimientos económicos, desconocía el negocio bancario. Se permitió ese aumento del crédito y de la oferta monetaria, puede que porque no afectó al IPC. En el otoño de 2007 entró en vigor la regulación bancaria denominada Basilea II y el castillo de naipes se vino abajo: las cajas de ahorro peor gestionadas se encontraron sin recursos propios, sin solvencia. El proceso de ajuste fue largo, por no querer o poder reconocer el problema y acabó con el rescate de las cajas, reconvertidas en bancos, con un coste para las arcas públicas de 101.500 millones de euros. Pero otros costes no contabilizados fueron mucho más importantes:

  • España entró en una larga recesión y desde junio de 2008 hasta enero de 2014 el PIB solo bajó.
  • Las cajas de ahorro desaparecieron, dejando al público español sin una manera distinta de hacer banca.
  • La crisis española fue autóctona, pero coincidió en el tiempo con la de EEUU e Irlanda, y todas ellas fueron ampliamente exportadas a otras economías. Ello llevó a cambios regulatorios, dirigidos a reforzar la solvencia y poniendo todo tipo de obstáculos a la concesión de crédito, olvidando que el negocio bancario se basa en el apalancamiento y en el control adecuado del riesgo. La nueva regulación ha convertido a la banca en un mal negocio y las acciones bancarias españolas están muy lejos de recuperar las cotizaciones pre crisis, golpeando duramente los patrimonios de cientos de miles de ahorradores.

Se podrían poner otros muchos ejemplos que afectan a gobiernos de todos los colores. Parece que entre la clase política existe el convencimiento de que este modo de seleccionar a los cargos políticos es el botín que pertenece al vencedor electoral. La falta de una cultura de rendición de cuentas y evaluación del desempeño seguro que está detrás de ello. Puede que esto tenga su origen en el sector público en general, donde haber aprobado una oposición y tener un determinado puesto en el escalafón te convierte en idóneo.