Allí estaba Delcy Rodríguez, en la embajada de España como por su casa, o como por Barajas, que viene a ser lo mismo. Allí, con Edmundo González firmando con mano y sangre lentas de viejo y de vencido una oferta que no podía rechazar, y con nuestro embajador de testigo, notario, fantasma o mirón (debía de sentirse igual que Patrick Swayze en Ghost, presente sólo de manera transparente, incorpórea, impotente y trágica).

Nuestro Gobierno no vio maletas ni misterios en Barajas (las maletas siempre llevan misterios y sospechas, como los bolsillos y como la noche, y a veces es mejor no mirar) y tampoco vio extorsión ni amenazas en la embajada. Yo creo que nos hemos convertido en el escenario perfecto para los crímenes, como un caserón gótico, un sanatorio abandonado, una pirámide egipcia, un motel de carretera o un casino de Las Vegas (lo que pasa en la embajada de España se queda en la embajada de España).

Entre la niebla, la mala memoria, la dejadez o la rutina, como las de ese dueño de motel, lo mejor que puede hacer alguien oscuro es acercarse a un edificio con bandera de esta España sanchista, acogedor, lúgubre y ambiguo como el Hotel California. 

Edmundo González ha denunciado que el régimen de Maduro, a través de esos heraldos con nariz chata y maletín de violín que son los hermanos Delcy y Jorge Rodríguez, le extorsionó allí en la misma embajada española. La cosa era sencilla o simplemente clásica, como el puñal curvo, el revólver acharolado o la cabeza de caballo: o firmaba admitiendo la victoria de Maduro y lo dejaban irse, o se quedaba y afrontaba las consecuencias, que eran feas como los propios hermanos Rodríguez o Malasombra. Nuestro embajador, mientras, parece que sólo ponía el tapetillo en la mesita, tiernamente, como una madre que prepara la meriendita.

Se defiende nuestro Gobierno diciendo que poco podía hacer el diplomático, al que uno ve en las fotos vestido como de monaguillo o hamaquero de la cosa, que lo cogieron como en camisón de monja o chándal oficial (también él va adoptando costumbres bolivarianas). Sus instrucciones (o sea las de Albares, o sea las de Sánchez), eran dejar libertad a González para negociar y hablar, pero negociar y hablar ante maletines de violín y esbirros con cicatriz en el cuello no es negociar ni hablar.

España, lejos de ayudar a Edmundo, ayuda a Maduro

Qué podría hacer un embajador en su embajada, que es un lugar sagrado, salvo persignarse. O qué podría hacer todo el Estado español en Barajas, que es un lugar tan peliculero, salvo poner ventiladores para agitar el pelo de peluca de Delcy y la gabardina de lamparones de Ábalos. Y es que no se podía hacer nada, como no se puede hacer nada, en general, en la España inevitable de Sánchez, en la que sufrimos crisis democráticas o diplomáticas, y otros apocalipsis telefílmicos, y a Sánchez siempre le pillan mirando con gafas de sol. A mí, la verdad, se me ocurre que lo primero hubiera sido no ponerles el tapetillo y el colacao a los hermanos Rodríguez, que eso es convertir la amenaza en pícnic, algo que despista en principio pero luego acojona más, como cuando el mafioso te lleva a comer espaguetis con albóndigas.

Antes de eso, incluso, empezar por no mandarle a la mucamita a abrirles el portón mudéjar del territorio español sin más, como si en vez de aviesas intenciones los hermanos Rodríguez o Malasombra trajeran un pavo asado o una fuente de croquetas. Ellos mismos han dicho que se limitaron a llamar al timbre de sanatorio o al aldabón de colegiata de la residencia del embajador y simplemente les dejaron pasar, así como entre valses y carritos de postre.

Uno diría que una negociación no requiere en realidad la presencia de los dos fiambreros bolivarianos, pero la firma del documento, que ya es la simbología de la rendición, algo que ya da para foto, para cuadro, para trofeo, es otra cosa. Así que mi impresión es que ya se sabía o se intuía lo que significaban su presencia, su llamada, su paseíllo; que se sabía o se intuía lo que iba a pasar, que iba a haber firma como si hubiera baile de embajada, y sólo se trataba de hacer el ambiente más relajado, o más opresivo fingiendo domesticidad, como en la comida con el capo, que trincha la carne como te trincharía a ti. Y a mí me parece que el embajador español sí que juega un papel aquí, como un violinista de café en una cita forzada.

Qué podría hacer un embajador, quiero decir el Estado, quiero decir Sánchez, aparte de no poner las alfombras ni la mesa ni la cama para los esbirros de Maduro, de no hacer de mirón de sofá con antifaz veneciano en tu propia casa o en la casa de todos los españoles, como un pervertido. Yo diría que bastante.

A Edmundo González, más que la pluma para firmar y más que la albóndiga metafórica o profética de su futuro, se le podría haber ofrecido apoyo, asilo, voz, trinchera para resistir. No me refiero ya a convertirlo en un Assange de sobao (aunque eso habría sido más digno que quedarse mirando tras el cortinón con flores de lis), sino a comprometerse a defender su causa, a denunciar la extorsión, a enfrentarse a ese matonismo de los estuches musicales o jamoneros, a darle una alternativa o una esperanza a esa rendición inmediata.

España pone el escenario tétrico, exótico o neutral (lo de la neutralidad es casi peor, porque es la diplomacia de los cobardes); pone bruma de té o de madrugada para las fechorías de Maduro, y luego se desentiende o se borra, como si nuestro embajador se hubiera desmayado por el sofoco o el descoco de los embajadores.

Nada se podía hacer en nuestra embajada, como en Barajas, o aún mejor, nada pasó en nuestra embajada, como en Barajas. España, lejos de ayudar a Edmundo, ayuda a Maduro, y todavía juega no ya al despiste sino al enfrentamiento con Venezuela. En realidad este conflicto, que va de los visillos de las embajadas a esos espías nuestros con pinta de Mario Bros, les sirve tanto a Maduro como Sánchez. Se desvía la atención y sigue fluyendo el negocio, mientras se culpa a la oposición como a las brujas o al embajador como a al mayordomo. Aquí podríamos referirnos a Maduro o a Sánchez, sin diferencia.