La tranquilidad y ese consenso respecto a la imagen del rey se rompió en el verano de 1990. Aunque ya en 1988 la revista Tribuna, dirigida por el fallecido Julián Lago, llevó a su portada un reportaje con el título Así se forran los amigos del Rey. Sus fortunas y negocios, con una fotografía del monarca dándole una palmada a Manuel Prado, no fue hasta dos años después cuando de verdad las cosas comenzaron a ponerse feas para los intereses de Zarzuela.

En agosto de 1990, de nuevo Tribuna (Los líos de la Corte de Mallorca. Aristócratas, financieros y políticos rodean a la familia real) y el recién nacido El Mundo (con una carta dominical de su director, Pedro J. Ramírez, titulada Un verano en Mallorca), rompieron de manera abrupta el tabú en torno a la intocabilidad del rey.

En su mensaje navideño de aquel año, don Juan Carlos reclamó “mesura y respeto a la verdad” a los medios de comunicación. Moncloa había metido baza en aquella apelación insólita. Porque también en 1990 había estallado el escándalo Juan Guerra.

Pero, probablemente, el affaire más sonoro tuvo lugar en junio de 1992 a cuenta de una frase pronunciada por el presidente Felipe González cuando un periodista le preguntó en los pasillos del Congreso por qué no se había nombrado sustituto para Francisco Fernández Ordóñez al frente de Exteriores. “El rey no está” fue su lacónica contestación.

En efecto, el rey se encontraba en Suiza, pero no para someterse a un chequeo médico, como se llegó a decir, sino que estaba pasando unas vacaciones... y no precisamente solo.

La portada de El Mundo del 22 de junio era toda una llamada de atención al rey. El historiador experto en temas relacionados con la monarquía Juan Balansó se atrevía en el mismo medio a soltar por primera vez el nombre de la amiga del rey de una forma un tanto sutil: “gaya dama”. En otro artículo, el ex embajador y columnista de El Mundo Jorge de Estaban abogaba por abolir el tabú de que “el Jefe del Estado no puede ser criticado”.

El desasosiego había llegado al palacio real. Las andanzas de Manuel Prado ya eran carne de papel cuché. Pero aún quedaban por conocerse las aproximaciones más peligrosas.

A pesar de que Javier de la Rosa (Barcelona, 20 de septiembre de 1947) no tenía un buen currículum como gestor (en 1986 llevó a la quiebra al Banco Garriga Nogués, filial de Banesto), en 1987 consiguió convertirse en asesor principal para España de las inversiones del fondo público kuwaití KIO.

Se hizo amigo de Fouad Jaffar, vicepresidente de KIO, y logró que el fondo comenzase a regar con sus petrodólares la bolsa española.

Entrevisté a Jaffar en octubre de 1987 para la revista El Globo (Grupo Prisa). Era la primera vez que el hombre fuerte de KIO hablaba para un medio español y, ante el nerviosismo que había causado en el gobierno socialista su irrupción en algunas empresas, Jaffar desmentía abiertamente al ministro de Economía: “Solchaga sabe perfectamente cuáles son nuestros planes”. En un lenguaje directo, desconocido entre la clase empresarial de la época, el vicepresidente de KIO le enseñaba la puerta de salida a José María Escondrillas, presidente de Explosivos Río Tinto, empresa en la que el fondo kuwaití había comprado el paquete mayoritario: “Si no hace bien su trabajo, se le puede echar”.

Fue precisamente por esas fechas cuando Manuel Prado recibió un encargo de la Moncloa. Sabedor de las buenas relaciones que mantenía el rey con las casas reales de los países del Golfo, al amigo del rey Julio Feo (secretario general de la Presidencia del Gobierno) le encargó la misión de acudir a Kuwait para intentar convencer al emir Fahd Al-Ahmad Al-Yaber Al-Sabah de que prescindiera de los servicios de Javier de la Rosa, hombre que causaba pavor en el Gobierno.

Pero Prado se negó a llevar a cabo el encargo, para satisfacción del financiero catalán.

El dadivoso De la Rosa regaló en 1988 un Porsche al rey (valorado en más de 24 millones de pesetas, según la documentación aportada en el libro JR El Tiburón de Manel Pérez y Xavier Horcajo). No sólo le hacía regalos, sino que también le prestaba la suite de que disponía en la última planta del Hotel Villamagna de Madrid para sus desahogos amorosos. Don Juan Carlos, sin cortarse un pelo, solía llegar en moto hasta la puerta principal y recorría el hall de hotel con el casco puesto. Se supone que para que nadie le reconociera, pero a ninguno de los empleados del hotel se le escapaba quién era aquel tipo alto con casco que iba derecho al ascensor y pulsaba el botón que le llevaba a la estancia más lujosa.

El rey personalmente llamó a algunos grandes empresarios para poner en valor las habilidades de Corinna como intermediaria

Pero eso era sólo el aperitivo. Javier de la Rosa, que sabía que el embajador era la llave de palacio, echó una mano a Prado en su fallida inversión en Castillo de los Garciagos, comprando el 52% a través de la sociedad Prima Inmobiliaria. Le hizo también consejero de Tibidabo, sociedad de la que después asumiría la vicepresidencia. Todo ello durante los años 1990 y 1992.

Sin embargo, el asunto que le iba a provocar más dolores de cabeza al embajador y que, a la postre, terminaría convirtiéndose en la causa de su enfrentamiento a muerte con Javier de la Rosa sería el del pago de 100 millones de dólares que aquel recibió de KIO.

Tras la invasión de Kuwait, y la posterior derrota de las tropas de Saddam Hussein a manos de una coalición internacional liderada por EEUU, el poder cambió de manos en el emirato, y los nuevos gestores de KIO comenzaron a investigar las cuantiosas inversiones en España y un agujero que, según la demanda presentada en Londres, se elevaba a 500.000 millones de pesetas.

En octubre de 1992 De la Rosa tuvo que declarar y aclarar algunas cosas. Entre otras, dónde habían ido a parar esos 100 millones de dólares que, según De la Rosa, fueron a a una cuenta de Prado en Liechtenstein.

Según la versión de De la Rosa, ese dinero fue entregado a Prado para agradecer al rey que España hubiera prestado sus bases para facilitar la operación Tormenta del Desierto.

El asunto no salió a la luz hasta 1994, año en que De la Rosa acusó públicamente a Prado de haberse quedado con el dinero.

Recuerdo que, por entonces, tuve junto a Pedro J. Ramírez una cena con Prado en un reservado del restaurante Jockey de Madrid. Prado negó con vehemencia haber recibido el dinero, calificó a De la Rosa de “mentiroso” y le atribuyó una operación para involucrar a la Corona en sus líos como una forma de protegerse ante la que se le venía encima por las acusaciones de KIO.

Posteriormente, Prado tuvo que reconocer ante el juez de Delitos Monetarios, Miguel Moreiras, que sí recibió los 100 millones de dólares, pero negó que fueran de KIO y declaró que el dinero provenía del financiero catalán por la elaboración de informes y asesoramiento.

Javier de la Rosa hizo circular por entonces en las redacciones de distintos medios grabaciones de Prado en las que éste hace acusaciones muy graves y en las que él siempre se presenta como representante de don Juan Carlos.

La relación intensa entre el embajador y el financiero terminó como el rosario de la aurora, y con demandas cruzadas entre ambos: De la Rosa contra Prado por calumnias, y Prado contra De la Rosa por el pinchazo de su teléfono. El Fiscal General del Estado, Carlos Granados, dio carpetazo al asunto y aseguró que el rey era “ajeno” a los negocios y disputas entre De la Rosa y Prado.

El Fiscal General del Estado, Carlos Granados, dio carpetazo al asunto y aseguró que el rey era “ajeno” a los negocios y disputas entre De la Rosa y Prado

De la Rosa, como la mayoría de los empresarios y financieros en la década de los 90, había intentado buscar la protección del rey, y, para ello, había recurrido a los oficios de su hombre de confianza.

Casi al mismo tiempo, el presidente de Banesto intentó por su parte introducirse en la Casa Real, pero éste, por la puerta grande.

Mario Conde (que alcanzó la presidencia del banco tradicional de las familias aristocráticas más conservadoras de España tras rechazar la OPA del Banco de Bilbao en 1987) también trató de agasajar al rey con algún regalo, por ejemplo (según relata José García Abad en su libro La soledad del Rey), un reloj comprado en una subasta en Londres, valorado en 3 millones de pesetas, que le fue devuelto por Fernández Campo.

Conde se dio cuenta de que ese no era el camino. Que tal vez la mejor forma de llegar a la Zarzuela era conquistar primero la amistad del padre del Rey, Don Juan, con quien compartía la afición a navegar.

Encarna Pérez y Miguel Ángel Nieto cuentan en su libro Los cómplices de Mario Conde una anécdota que pone de relieve la habilidad del banquero a la hora de cultivar el ego del padre del Rey. Tras invitarle a navegar en su yate Alejandra, nada más subir a la embarcación, le preguntó: “¿Sabe, señor, cómo se llama el camarote de babor? Camarote de Don Juan”.

En el año de los Juegos Olímpicos y la Expo 92, Conde también invitó al padre del rey a hacer la travesía en su barco desde Mallorca a Cádiz para presenciar la salida de la Regata del Descubrimiento.

La relación se iba estrechando y Don Juan se convirtió en huésped asiduo de sus fincas. Fue en la de Los Carrizos (Sevilla) donde, según cuenta Cacho, Don Juan se atragantó con una albóndiga y tuvo que ser ingresado en la clínica de la Universidad de Navarra.

Don Juan falleció en la Clínica Universitaria de Navarra el 1 de abril de 1993, a los 79 años de edad, víctima de un cáncer de laringe, que le había sido ya diagnosticado en el Memorial Hospital de Nueva York tres años antes.

Según hizo saber el banquero a su entorno, la factura de la Clínica Universitaria fue pagada por él.

Cuando murió el padre del Rey, Conde ya había entrado en Zarzuela. El 7 de enero de 1993 fue nombrado jefe de la Casa Real José Fernando Almansa, vizconde del Castillo de Almansa, en sustitución de Fernández Campo.

A pesar de su cercanía a Don Juan, Conde había comprobado que mientras Fernández Campo continuara al frente de la jefatura de la Casa le iba a resultar muy complicado influir en el Rey.

Meses antes de su sustitución se había extendido por Madrid la tesis de que el conde de Latores tenía secuestrado al monarca, y que había sido él el que había filtrado algunas de las noticias (como el verdadero motivo del viaje a Suiza) que habían puesto el foco sobre la vida disoluta de don Juan Carlos. También se llegó a decir que estaba recibiendo tratamiento psiquiátrico. La pérdida de confianza en el Jefe de la Casa se refleja con toda crudeza en una de las conversaciones ahora hechas públicas con Bárbara Rey, en la que el monarca, mientras alaba la discreción del general Alfonso Armada, se queja de Sabino Fernández Campo, porque "va largando" por ahí en algunas reuniones.

La operación para echar a Sabino tuvo como eje a Mario Conde, pero en ella también participaron Francisco Sitges y el mismísimo Manuel Prado.

La operación para echar a Sabino tuvo como eje a Mario Conde, pero en ella también participaron Francisco Sitges y el mismísimo Manuel Prado

El nombre de Almansa fue propuesto por el banquero. Ambos habían coincidido en su etapa universitaria en Deusto.

Conde no disimuló su satisfacción por el relevo al frente de la Casa Real.

Recuerdo que, antes de que se hiciera pública la noticia, el banquero llamó por teléfono al coche del director de El Mundo, Pedro J. Ramírez, mientras volvíamos de un almuerzo: “Hola, Pedro ¿Adivina quién va a ser el próximo jefe de la Casa Real?... Fernando Almansa. Y ahora adivina quién le ha recomendado al rey que le nombre…”

Era una jugada maestra. En 1993 Conde tenía previsto poner en marcha una gran ampliación de capital en Banesto y, al tiempo, reforzó sus planes para desembarcar en política, aunque en una primera etapa a través de un testaferro, el fundador del Partido Andalucista Alejandro Rojas Marcos.

Conde no tenía -como otros empresarios- la ambición de convertirse en un cortesano más, sino que su objetivo era poner al rey de su parte para avalar un plan que consistía en la llegada al poder de un “gobierno de gestión”. Gestionado por él, por supuesto.

El gobierno de Felipe González estaba desgastado por la corrupción (los casos Juan Guerra, Filesa e Ibercorp le habían hecho mucho daño) y José María Aznar acababa de llegar a la presidencia del PP y, aunque logró un buen resultado en las elecciones del 6 de junio de 1993 (141 escaños), no había logrado arrebatarle el poder al PSOE.

Conde estaba en su cénit. Tres días después de esos comicios, Mario Conde fue investido doctor Honoris Causa por la Universidad Complutense de Madrid. Fue Juan Carlos I el promotor de esa idea, que propuso en una merienda organizada en palacio a la que asistieron el rector de la Complutense, Gustavo Villapalos, y el presidente de la Fundación Complutense y el presidente del Banco Central, Alfonso Escámez (según relata Cacho).

El acto se planificó como una muestra del poder del banquero, que ya se sentía perseguido por el gobierno socialista y, en especial, por el ministro de Economía y Hacienda, Carlos Solchaga.

Acudieron desde el gobernador del Banco de España, Luis Ángel Rojo, hasta el presidente del Grupo Prisa, Jesús Polanco. Por supuesto, no acudió el presidente González, ni tampoco, de forma significativa, el presidente del Banco Santander (Emilio Botín), ni el del Popular (Luis Valls).

Conde lanzó un mensaje en defensa de lo que él llamaba “la sociedad civil”, que incluía una crítica al sistema de partidos.

El ex embajador israelí en Madrid, Shlomo Ben Amí, autor de la laudatio, reconocería más tarde que la petición para que hiciera su discurso la hizo el rey de España.

Curiosamente, aquel acto de exhibición de fuerza y capacidad de convocatoria se produjo tan sólo seis meses antes de que Banesto fuera intervenido por el Banco de España, semanas antes de que se produjera la ampliación de capital que contaba con el apoyo del banco norteamericano JP Morgan. La inspección del Banco de España había detectado un agujero de más de 600.000 millones de pesetas.

Conde se había convertido en un elemento peligroso para el sistema. Sus intrigas no sólo afectaban al gobierno, sino también al líder de la oposición, José María Aznar, contra quien conspiró abiertamente utilizando para ello sus contactos en la patronal CEOE, presidida entonces por José María Cuevas.

El banquero había entrado en algunos medios de comunicación y, si salía adelante la ampliación de capital, se consolidaría como un poder fáctico. En el entorno del gobierno se le consideraba como un émulo de Silvio Berlusconi, empresario dueño de un potente grupo de medios de comunicación (Mediaset), que lograría llegar a primer ministro en 1994.

La intervención de Banesto tuvo lugar el 28 de diciembre de 1993. A sabiendas de las dificultades que le estaba poniendo el gobernador Rojo para llevar a cabo la ampliación de capital, un día antes, el banquero intentó ponerse en contacto con don Juan Carlos, pero éste no se puso al teléfono. Un día después de la intervención, el rey habló con Conde y le recomendó que aceptara la medida adoptada por el Banco de España.

De poco le sirvió a Conde tener a un amigo suyo como jefe de la Casa Real, o haber colocado a doña Pilar de Borbón (hermana del rey) en la Fundación Banesto.

Según parece, las maniobras para tener amarrado al rey eran aún más oscuras y peligrosas. Según publicó el periodista Ernesto Ekaizer (Vendetta, 1996), don Juan Carlos tenía una cuenta en Banesto, en la sucursal del Paseo de la Castellana, 7, en la que, por indicación de Francisco Sitges, se habían comprado acciones de la empresa Asturiana de Zinc por un total de 200 millones. Pero, tras la intervención, la cuenta quedó con un descubierto de 150 millones, que fueron cubiertos por Alfonso Fierro (Sindibank). Según la misma fuente, Conde le abrió otra cuenta al rey con la que se compraron derechos para la ampliación de capital frustrada, que luego se vendieron, con una plusvalía de 25 millones. También se habían comprado otras acciones a través de esa cuenta por un total de 1.528 millones, cuya venta le reportó una plusvalía de 100 millones.

¿Esas cuentas se abrieron con el visto bueno del monarca? ¿O más bien era una treta de Conde para obsequiar a don Juan Carlos cuando lo creyera oportuno?

¿Esas cuentas se abrieron con el visto bueno del monarca? ¿O más bien era una treta de Conde para obsequiar a don Juan Carlos cuando lo creyera oportuno?

Las amistades peligrosas de Conde merodearon a su alrededor durante los años finales de la década de los 80 y la primera mitad de la década de los 90. Fueron años frenéticos en los que la Monarquía perdió poco a poco de cara al público buena parte de su prestigio y anunciaban lo que se vendría encima quince años después.

No obstante, a esos amigos poco fiables de poco les sirvió su proximidad al Rey.

El 19 de octubre de 1994 Javier de la Rosa ingresó en la Prisión Modelo de Barcelona acusado de apropiarse de 1.000 millones de pesetas, procedentes de un aval de la Generalitat.

El 14 de diciembre de 1994, Mario Conde ingresó en la Prisión de Alcalá Meco, acusado de apropiarse de 7.000 millones durante su gestión como presidente de Banesto.

Diez años más tarde, el 27 de abril de 2004, Manuel Prado ingresó en la Prisión Sevilla II, acusado de no haber hecho frente al pago de 12 millones de euros por su responsabilidad civil en la llamada Operación Wardbase (pieza separada del Caso Torras).

Eran, efectivamente, golpes al prestigio del monarca porque afectaban a personas que habían estado en ese círculo íntimo que muy pocos penetraban, y que ponían de manifiesto que ya no gozaba de la protección de una gran parte de los medios de comunicación.

Una prueba palpable de esa vulnerabilidad se dio con el llamado Caso Nóos, en el que fue precisamente la investigación periodística de dos periodistas -Esteban Urreiztieta y Eduardo Inda (para El Mundo)- la que sentó en el banquillo al yerno del rey, Iñaki Urdangarín, quien finalmente fue condenado a cinco años y diez meses de prisión por delitos de malversación, fraude y blanqueo de capitales.

Ya para entonces, don Juan Carlos había iniciado una relación con la empresaria Corinna Larsen, a la que había conocido en 2004 durante una cacería en la finca La Garganta (Ciudad Real), propiedad del Hugh Grosvenor, duque de Westminster.

A partir de ese momento, el rey no paró hasta conquistar a Corinna, con la que acabó teniendo un romance y a la que acogió en La Casita, una construcción que se encuentra en el recinto de La Zarzuela para mayor escarnio de la reina Sofía, de quien dice don Juan Carlos tener muy buena opinión, en una de las grabaciones con Bárbara Rey, "porque es muy buena profesional y no se va con otro". El rey en persona llamó a algunos empresarios importantes para venderles los servicios como mediadora de la empresaria. En 2010, cuando se desbloqueó el acuerdo con Arabia Saudí para desbloquear el contrato del AVE a la Meca, Corinna era conocida por la élite empresarial y financiera española.

En abril de 2012, aunque ya para entonces estaban distanciados, se produjo el accidente de Botswana, en el que el rey se fracturó la cadera y tuvo que ser trasladado de urgencia a Madrid para ser intervenido. El asunto estalló en todos los medios, incluso en los más militantemente monárquicos. El nombre de Corinna se puso en boca de todo el mundo. Cuatro días después del accidente, el rey, en un gesto humillante, grabó un mensaje en el hospital, en el que prometía que aquello no volvería a ocurrir.

Pero don Juan Carlos estaba ya fuera de control. En el verano de ese mismo año, mandó a uno de sus banqueros (Dante Canóniga) para entregarle a Corinna 65 millones de euros, como regalo para recuperar su amor.

Definitivamente, había que buscar un recambio en la Jefatura del Estado. Fue la única forma de salvar a la monarquía.