A Errejón, Niño Polla de la izquierda, satirón de cofia, media y cachete, como un marquestito, de momento lo están denunciando más en los foros del feminismo silvano que en los juzgados, pero a Más Madrid y Sumar no les afectan tanto su propio Código Penal o su propio código moral como su hipocresía. Es cierto que esta gente ha intentado fundir el Código Penal y su código moral como en un solo códice sagrado, y por ello esas denuncias anónimas, entre la novia decepcionada y la princesa mojigata, parecen tan extravagantes. Quiero decir que está claro que hay delito si la interesada no consiente, pero si “no le gustó”, como se queja alguna, o no hubo suficiente ternura paritaria, el castigo penal me parece demasiado severo (pronto, todos seríamos reos). Yo creo que ese macho feminista teórico suyo no puede estar nunca a la altura, que tendría que ser una cosa entre galán y jurisconsulto y entre semental y lesbiano. Quizá la hipocresía es inevitable cuando se unen el interés político y el empeño en negar la naturaleza, y así están no ya Errejón o las Tres Marías de Sumar, sino también Yolanda Díaz, que parecía una papisa entristecida pero autoindulgente.

A estos machos tirillas y teóricos de la nueva política, del nuevo feminismo y de la democracia pura y orgánica de su órgano, hinchado, adornado, guerrero y simbólico como una gaita de la izquierda, parece que también les van el azote y la dominación, como ya nos mostró Pablo Iglesias. Ni en el azote ni en la dominación tiene que haber nada punible si hay consentimiento, pero esta gente, ya digo, va más allá del consentimiento y del delito. Se trata de repugnante misoginia o de la violencia estructural del cachete o de la guarrería al oído, ese cachete y esa guarrería en los que caemos casi todos y que nos piden casi todas, que algo tendrán de universales y de humanísimos. O sea que hay una hipocresía del santo que niega la carne pero la sigue sintiendo clavada (Umbral decía que en el coito uno parece clavarse el miembro a sí mismo más que a la susodicha), y hay otra hipocresía de iglesia que oculta sus pecados. Una hipocresía del descarriado y otra, peor, de la institución que lo tapa.

Las contradicciones llegan cuando se defienden al mismo tiempo el progresismo y el nacionalismo, la democracia y la impunidad, el puritanismo feminista contra la realidad humana y política

Lo que está pasando es que van llegando las contradicciones, no ya entre el ser humano y el sacerdocio de la izquierda, sino entre la doctrina y la necesidad del partido. En el fondo, esta gente es puritana y dogmática, pero es aún más práctica, y antes que la santidad está el poder. Las contradicciones llegan cuando se defienden al mismo tiempo el progresismo y el nacionalismo, la democracia y la impunidad, y también, claro, ese puritanismo feminista casi arcangélico, de genitales esponjosos o simbólicos, contra la realidad humana y política. Puede cuadrar, por ejemplo, tener que pactar con la extrema derecha catalana para seguir con la pose de vicepresidenta progresista y cuqui. Y puede cuadrar que Errejón le toque el culo a alguien en un concierto, justo a las puertas de unas elecciones. Y es cuando hasta la izquierda ejemplar y ejemplarizante echa mano del mal menor y de la sordera de los dioses o de sus santos representantes.

Errejón, con la calentura del pubescente que ve el mundo a la altura de los culos y las corvas, redondos y tornadizos como astros, y con el hambre insaciable de los flacos, resulta que era un guarrete con mucho vicio, y ya se verá si era además un abusador o un violador (violador siempre es más sonoro para la izquierda, incluso cuando les reducen las penas). En algunas de las denuncias que se han publicado hay cosas que uno no entiende, como ese poder de Errejón, que quizá reside en sus ojos de pez, para convertir a las mujeres en seres incapaces de controlar lo que hacen ni adónde van. Sí, esas mujeres obligadas una y otra vez a esperar ansiosas e ilusionadas sus fotopollas (preludio de cualquier romance con príncipe azul), a obedecer todas sus órdenes sin poder resistirse, y hasta a costearse la lencería fina para acudir a los hoteles o mazmorras en los que el depredador las citaba, y donde irremediablemente quedaban paralizadas y sometidas. Eso, sin haber siquiera una relación directa de poder o una capacidad real de intimidación, más que el aura romántica o enfermiza de este pequeño vampiro picaflor. Pero no es una cuestión de si hay o no delito, la trampa es otra.

Con Errejón, que ahora me doy cuenta de que siempre tuvo algo de caniche enganchado en una pierna, la izquierda está atrapada entre la ejemplaridad y la realidad, entre la teoría y la praxis, entre las mejores intenciones y los peores resultados, que es lo que le lleva pasando toda la historia. Ésa es la lucha, no tanto una lucha judicial sino histórica, y no tanto una lucha moral sino lógica. Ni siquiera hay que esperar a ver si tiene razón Loreto Arenillas o las Tres Marías de Más Madrid. Si no hay denuncia falsa, sino sólo criminalización de la mujer (creo que esto lo llegó a decir el propio Errejón), y si hay que creer a las hermanas, como reza el mandamiento, habría que haber creído la primera denuncia, la que Yolanda ha admitido conocer, y actuar entonces. Cualquier otra cosa implica caer en una hipocresía aún peor que agenciarse un chalé con cocoteros (yo creo que lo que llevaba siempre Pablo Iglesias en la mochila eran cocos). 

Es imposible escapar a todas estas contradicciones, que son sistémicas en una izquierda que es a la vez la solución perfecta y el fracaso continuo, la vanidosa teoría y la incompetente realidad, el presente esperanzador y el futuro inalcanzable. No pudo escapar desde luego Yolanda Díaz, lapidaria e inocua como una papisa entre leves blancos celestiales y leves penitencias celestiales. El poder está antes que el dogma, y por supuesto antes que la moral. Los pecados, con la polla o con el dinero público, son siempre perdonables hasta que se descubren. Y una vez descubiertos, son purgados y olvidados sin tocar el núcleo irradiador, que diría aquél quizá con su miembro irradiador en la mano, como el hierro candente de su izquierda de herrería. Esto sí que es universal y transversal, más incluso que ese carajo tieso y oblicuo que no sólo no cree en Dios, como dicen los gallegos, sino tampoco en las ideologías.