Se pronuncia estos días el término ‘bulo’ en la tribuna del Congreso, en las hojas sindicales, en los recursos judiciales y en la pescadería. El vocablo de moda tiene cuatro letras y preocupa a las abuelas e incluso a Raphael, que confesó la semana pasada su preocupación por la citada cuestión. La democracia corre un grave riesgo ahora por lo que esconde una palabra que no formaba parte del léxico cotidiano del ciudadano medio, pero a la que ahora recurre más a menudo que al Paracetamol o al Sintrom. “Se miente mucho” y eso preocupa, señaló Miguel Ríos casi a la par que Raphael, aunque el otro lugar. Preocupan sin duda los bulos de las derechas.

No debería sorprender a nadie la extrema eficacia de las píldoras propagandísticas gubernamentales, que han conseguido introducir en la pituitaria de las señoras de a pie el concepto de que España es un territorio cuya integridad peligra como consecuencia de los bulos, enemigo abstracto, asesino silencioso y vocablo venenoso. Desconozco si no hay nadie de entre todos los editores de informativos de televisión que no se sonroja un poco al dedicar en la escaleta, cada día, varios minutos a este asunto, que deriva de la fiebre gubernamental por tener la razón incluso cuando no es así, cosa que sucede la mayoría de las veces. Hay una tropa enorme de periodistas que dedican cada día ímprobos esfuerzos a hablar de ello, sin reparar por cierto en que a lo mejor ellos mismos forman parte del problema.

Porque digamos que bulo es lo que contenía aquel famoso informe de 12 páginas que atribuía a la ultraderecha el altercado de Paiporta durante la visita de Pedro Sánchez. Fueron varios medios los que compraron esa mercancía. Mintieron y además fueron negligentes. Sus periodistas pudieron actuar con buena o con mala intención. Todo el mundo se equivoca. Ahora bien, Angélica Rubio ejerció con la peor de todas cuando reprodujo en su periódico la paparrucha de que el juez Juan Carlos Peinado dispone de dos DNIs. Habría que pedir consejo a Angélica sobre la mejor técnica para tratar con determinadas cuestiones fétidas sin vomitar en el intento. Gomitar, que dirían las señoras de los bulos.

Bulo también es que el escritor Benjamín Prado atribuya a José Antonio Choclán -el abogado de Víctor de Aldama- la inhabilitación de Baltasar Garzón, pese a que en el momento en que se produjo estaba en excedencia. En la misma categoría, la de las patrañas, se podría encuadrar el razonamiento de un periodista que, el día antes de las elecciones de Estados Unidos, afirmó que votar a Donald Trump equivalía a reírse de las víctimas de la gota fría de Valencia, en cuanto a que es un negacionista.

Bulo es negar el aterrizaje de Delcy Rodríguez en Madrid; o afirmar que Víctor de Aldama no conocía a Pedro Sánchez. Bulo es pensar que Óscar Puente no nos tomaba por estúpidos cuando apareció la fotografía de su jefe y del conseguidor de la trama de las mascarillas y aseguró: cualquiera puede hacerse una foto con cualquiera en un mitin. Llegados a este punto, podemos concluir, sin temor a equivocarnos, que, para las terminales mediáticas monclovitas, bulo es dudar de que Puente es un héroe, como le definieron el otro día. Tres capas de heroicidad, les faltó decir.

Los bulos existen y responden en todos los casos a la misma intencionalidad: el emisor (A) intenta tomar a alguien por imbécil (B) y desarrolla una historia con la que convencerle de que algo es verdad, pese a no serlo (C). La vida misma requiere aprender a diferenciar lo que es cierto y lo que no, dado que, por costumbre y, por supervivencia, hay individuos que te intenta engañar a menudo. En las sociedades polarizadas, como la española, sucede un fenómeno curioso, y es que hay quien presta con gusto atención a los lugares donde le cuentan las patrañas que quiere escuchar, en un razonamiento similar al de las Coplas del querer: “Dime que me quieres, aunque sea mentira, pero dímelo”. Sucede lo mismo con los periodistas y los contertulios. Por eso, intuyo que a Benjamín Prado no le perjudicará especialmente el haber soltado esa trola en vivo y en directo.

La lógica de los no bulos

Sobra decir que las anteriores patrañas las han difundido medios de comunicación de línea pro-gubernamental. Es decir, los que han secundado la singular campaña con la que el Gobierno intenta transmitir a la sociedad española desde hace unos meses que sólo la prensa de derecha miente. Se puede apreciar aquí un esquema ligeramente diferente al del anterior párrafo, dado que A + B es igual a C, pero, a la vez, genera una derivada, en la que D (ciudadano desinformado) es consecuencia de A, pero ese A atribuye la responsabilidad a E (alguien ajeno o un enemigo común). Sólo así se explica que El País tuviera la idea de incluir en su portada del domingo el siguiente titular: La era de la desinformación.

Todos y cada uno de los medios nos equivocamos y nos comemos algún embuste, vaya por delante. La derecha mediática y la mal llamada prensa liberal no están libres de polvo y paja ni son más inocentes que la tropa admiradora de Pedro. Pero resulta especialmente osado en estos tiempos que cualquier periódico, radio o televisión intente convencer a sus lectores de que es ajeno al fango mientras camina en paralelo al Ejecutivo, el cual, por cierto, entre el barro, el de Paiporta, lanzó una mentira hace un mes que todavía debe doler en las calles de Valencia. Con ella, el presidente pretendió victimizarse mientras todavía se intentaban contabilizar las víctimas y los daños.

Queda claro que todo bulo tiene una intencionalidad. El mayor que se ha lanzado en España durante los últimos meses ha sido el de atribuir a una conspiración de la ultraderecha judicial y mediática los escándalos y las corruptelas que afectan al Ejecutivo. En especial, el caso de Begoña Gómez. Resulta curioso porque trascendía hace unas horas el informe pericial de la Unidad Central Operativa (UCO) de la Guardia Civil y -según adelantó El Mundo- ahí se revelaba “la participación preminente” del Fiscal General del Estado, Álvaro García Ortiz, en la filtración de los datos fiscales del novio de Isabel Díaz Ayuso. Que son información reservada.

El bulo -según parece- fue negar que Moncloa estuviera en el ajo de uno u otro modo que la justicia investiga. ¿Para qué? Entre otras cosas, para intentar enmascarar la evidencia de que estos datos se distribuyeron entre la prensa amiga para intentar contrarrestar el escándalo de Begoña Gómez a partir de una causa paralela, que afectaba a un individuo relacionado con una líder política de la oposición. A su novio. Mientras tanto, Juan Lobato, el hombre normalillo, Alonso de nombre, Alonso de primer y segundo apellido, nada por aquí, nada por allá, que la rutina sea tranquila, por favor, y que me quede como estoy… se fue al notario por si las moscas. Porque a lo mejor vio que un asunto pringoso le iba a manchar.

Se deduce entonces, a partir de aquí, que la principal patraña que se ha transmitido a la opinión pública durante los últimos meses es que hay una España que se mueve por decencia -la gubernamental y la de su prensa- y otra que sólo enfanga, daña, miente y hace el mal. No pongo en duda la existencia de artimañas en cada uno de los espacios, dado que la política es, en buena parte, supervivencia; y la supervivencia obliga a afilar los colmillos, afilar las uñas y actuar como Caín si se tercia; pero en el relato gubernamental que surgió tras la carta a la ciudadanía de Pedro Sánchez hay un error de planteamiento tan obsceno que, a estas alturas y, visto lo visto, provoca carcajadas.

Es el que considera que en Moncloa libran una campaña contra la mentira, la conspiración y el manejo en las sombras. Ellos lo son. “La era de la desinformación” comienza en su ombligo y en de la horda que transmite todo eso sin filtro y envenena.