Ad urbe condita. En Valencia (Valentia), en estos días y tras muchas palabras vertidas, hemos visto pasar de repente por delante de nosotros la historia de una Roma empantanada, los remedos de una Pompeya valenciana brutalmente asolada, los trazos de una naumaquia feroz y desbocada que nos trajo el diluvio de la DANA.
Tres semanas después del aguacero y su vergonzante cosecha pública, ha tenido que venir Santiago Posteguillo y su ya inolvidable “y no viene nadie” referido al desamparo, la soledad ciudadana y la incomparecencia del sistema en las lacerantes horas previas y posteriores a la riada, para obligarnos a levantar la voz y la vista y a entender, sin salir de Roma -caput mundi- qué nos pasó como sociedad ese fatídico 29 de octubre de 2024.
Contra todo pronóstico y a pesar de las consignas oficiales, las versiones encontradas y la contaminante verba y los somníferos administrados por los gabinetes políticos, ha sido el glosador del cursus honorum del Africanus, este Posteguillo forzosamente exiliado de la ficción histórica y el relato secuenciado de las trilogías quien, convertido en un Tácito contemporáneo componiendo sus Anales, nos ha señalado de manera cabal los hechos, las incurias y la decadencia de la República en la que vivimos, ahora que está bajando ya el nivel de las aguas sucias y la atención por la desgracia.
No es el (Posteguillo) Suetonio de los Doce Césares el que compareció hace unos días ante el Senado. Tampoco ha sido un Tito Livio resucitado recordándonos la madera del héroe con la que Eneas fue tallado por los Dioses quien nos ha despertado de esta abulia post-traumática, de esta indolencia creciente en la que llevamos unos días refugiados, acostumbrado el ojo al barro, al duelo y a la retórica frentista y taimada que se macera detrás de las empalizadas partidistas.
Hemos escuchado al novelista en el Senado señalar a los prohombres, recalcar las vergüenzas y las faltas, apuntar a las togas manchadas de barro de los tribunos y a su estirpe
Acaso al contrario, dimitido el escritor, aparcada temporalmente su gloria y su fama, ha sido la humana impotencia de un ciudadano común, las dudas, el desconcierto y la impotencia de ese Santiago, vecino de Chiva refugiado en la azotea de una casa en la riada, el que nos ha aguijoneado nuevamente, el que nos ha llevado a medir las magnitudes de este episodio como si de una crónica de la antigua Roma se tratase, con una coda sobre el magnicidio en su discurso que suena -ay- a inquietante aviso a navegantes del Pontus gubernamental.
Entre el recuerdo del fango ya cuarteado que cubre la isla Tiberina valenciana y el pestilente hedor que el viento de Levante que sopla desde el Mare Nostrum no alcanza a despejar, hemos escuchado al novelista en el Senado señalar a los prohombres, recalcar las vergüenzas y las faltas, apuntar a las togas manchadas de barro de los tribunos y a su estirpe, recordándonos que, pese a las glorias ofrendadas a España, pese a la inteligencia artificial, el streaming y las fallas, nadie entre los que mandaban -salvo todos los demás- ha sabido gestionar este desmán que se ciñó sobre esa Valencia-Valentia jovial y despreocupada.
Con una clase política engolosinada en el frentismo, la facción y la sequía de ideas, con unos líderes escondidos tras la verba farragosa de los procedimientos administrativos, la creatividad de las metáforas gubernamentales y tras todo aquello que sirva para hacer de la nuestra una democracia ininteligible, ha tenido que comparecer Santiago Posteguillo, el escritor y narrador ameno y sabio, el experto en Escipiones, Trajanos y conjuras palaciegas para explicarnos con su “y no viene nadie” qué pasó en Valentia en esas jornadas fatídicas de octubre, qué falló en la prefectura de Chiva, qué Hades se vivió en Paiporta, qué tributum y stipendium se escamotearon para las obras no realizadas en ese Barranco del Poyo transmutado en un Tíber henchido, lodoso y vengativo.
“Lo esperado no sucede, es lo inesperado lo que acontece”, dijo el griego Eurípides, y por Zeus que tenía razón, a la luz de lo que vamos conociendo. Bien mirado, lo de Valentia, (Auc) 2024, tiene mucho de calendas graecas, de episodio imposible y trágico de una Roma decadente y falsa, de un reino de peplum, de una república hecha de cartón y máscaras allí donde antes creíamos que había Imperio, solidez de mármoles, dignidad de tribunas y rectilíneas calzadas.
Con la dureza trágica de las palabras de Posteguillo, con la cadencia solemne y la brillante oratoria del Catón valenciano atrapado por azar en la cresta de la avenida, finalmente alcanzamos a entender qué es esta urbs en la que vivimos, qué hechuras adopta nuestra España de las autonomías, cómo se repelen entre sí los Ministerios, las regiones, las Diputaciones y los Alcaldes, cómo el vínculo orgulloso y coral del S.P.Q.R., que presidía las aulas del poder y el Estado pronto se vio degradado por el fárrago indescifrable de las confederaciones y los consorcios, el colloquium de burócratas y la democracia de los acrónimos, los CECOPIS y la jerga paralizante de los reglamentos y las ordenanzas.
Escuchando al escritor, y mirando por encima del limo que cubrió las incompetencias, los protocolos y las notas al pie de los manuales, pronto nos sabemos rehenes y parte de la planta de una romanidad, de un imperio en descomposición, de un sistema de provincias y partes autogobernadas sorprendentemente desconectadas de la metrópoli y estanqueidad del Lacio. A nuestro pesar, y con el pasar de los días, logramos entender por qué el antiguo presumir de acueductos, la gloria de fuentes y de saturnales en boca de nuestros cónsules y pretores pronto dio paso a la furia de una cloaca máxima a donde fueron a parar -delenda est monarchia- los barros, el dolor y la dignidad de una patria.
En Valentia, -hasta aquí llegó el agua- por tener, hemos tenido una crónica horaria de esas jornadas salpicada de banquetes, tabulas, triclinios y hasta un renovado De re coquinaria, con un President trocado, en lo que va del aperitivo al Calvados, en un Apicio desbordado y extraño, en un Nerón condenado a deambular -ay- por su domuaurea con una sonrisa helada, entre gritos lejanos y distancias preventivas de guardia pretoriana.
En Valentia, -hasta aquí llegó el agua- por tener, hemos tenido una crónica horaria de esas jornadas salpicada de banquetes, tabulas y triclinios
Dos páginas después, el relato nos presentaba la efigie de un Petrus Imperator distante y endiosado, -si necesita más recursos, que los pida- mirando desde la lejanía del Monte Palatino a las provincias (la etimología nos recuerda su origen en el vocablo provincere), desplegando tácticas, cautelas y cadencia de suministros hacia ese Levante irredento y desleal, mirando a los limes, a las fronteras de esa Roma periférica igual que Sila, Germánico o Caracalla miraban a los sospechosos forasteros de la Dalmacia, Hibernia o la Galia Cisalpina.
Sepultada la auctoritas bajo las aguas, perdido el respeto al poder y a la prominencia ganada, la Valentia de nuestros días vivió una secuencia política esperable y ya descrita en los polvorientos Anales, una secuencia histórica en la que una primera pax romana cargada de contrición, mohínes y dudas pronto dio paso al brillo de los gladios y las dagas, con el susto de una secessio plebis, de esa revolución de las masas enfangadas en Paiporta que a punto estuvo de acabar con la impunidad de los patricios y en la que bien podría haberse gritado, con Juvenal, aquel “Sed quis custodiat ipsos custodes?”, (¿quién vigila a los vigilantes?) que nos acompañará durante décadas.
No acabarán aquí, sospecho, las remembranzas latinas, ahora que un procónsul ha sido designado -erga omnes- para cumplir con la ingente tarea de la reconstrucción del solar valenciano manu militari. Quienes quisieron ver en la UME a las legiones, a las orgullosas centurias ensanchadoras de imperios y civilizaciones, pronto comprendieron, ante su tardía comparecencia, el verdadero valor de una testudo de voluntarios, la fuerza de una cohorte de vecinos armada con cepillos y botas, la fuerza de un Trastevere capaz de vencer la ira pugnaz de los elefantes de Aníbal, en ausencia de un Trajano que les mandara.
No sé si antes o después se borrarán los nombres de los pedestales de las estatuas o si el tiempo restañará las heridas y las llagas. Mientras el viento silba por el hueco de los arcos de triunfo y Gan Pampols trabaja y se acostumbra al traje de civil, con Publio Ovidio Nasón y como consuelo de vivos, nos refugiaremos en aquel “Perfer et obdura; dolor hic tibi proderit olim” (Sé paciente y duro, este dolor te va a servir un día).
Hasta aquí llegó el agua.
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