Cada año hay que explicar al rey como hay que explicar la Navidad (quizá no sabemos qué son). Hay quien se hace una Navidad tridentina, wagneriana, berroqueña, pastelera, neoyorquina, pagana, blasfema, posibilista o simplemente personal, y hay quien se hace, igualmente, un rey tridentino, wagneriano, berroqueño, pastelero, neoyorquino, pagano, blasfemo, posibilista o simplemente personal. Tampoco es que pase nada, salvo por los plastas que quieren imponerte su dogma como un purgante de monja enfermera. El rey, con tanto simbolismo y reverberaciones ópticas y mágicas como un belén napolitano, nunca es el mismo rey para todos, igual que la Navidad nunca es la misma para todos. Y eso a pesar de que el canon de la monarquía ya está perfectamente fijado en la Constitución. Hace mucho que el rey se nos salió de la mitología y de la subjetividad para estar tan definido en la ley como una cooperativa. Salvo que Sánchez tenga otros planes, claro.

Con el discurso del rey siempre se hace un poco de mercadillo navideño o guerra navideña, donde cada uno mete su dulce, su tradición, su sentimentalidad, sus fobias, sus guerras de cien años y hasta sus tentaciones de exclusividad. Todos quieren que el rey sea su rey, o sea que Sánchez quiere un rey sanchista, que no le haga sombra ojival por las catedrales ni las catástrofes y que le dé la razón como otro ministro, ésos que salen en la tele como dirigiendo el tráfico del sanchismo con manotazos enguantados de guardia, de mimo o de títere. Vox, por su parte, quiere que el rey hable como sus generalones o conquistadores con braguero, espadón y raya en el suelo, con patriotismo de hierro y de zotal. Y hasta los indepes se molestan si el rey no les sale indepe de fogata y republicano de republiqueta, ya ven la tontería. La verdad es que el rey sólo puede ser el rey de todos (es su trabajo, su condena), de ahí esa zambombada de ambigüedad y de obviedad que se marca en Nochebuena o en cualquier otro día.

El rey Felipe se fue esta vez al Palacio Real, más grande todavía que el de Versalles, para aparecer al final en una sillita como de cuentacuentos. Tienen que cambiar escenarios, detallitos, reedificar un palacio mayormente vacío alrededor de una silla, ya digo, como un rey de mudanza, o quitar o poner un cuadro o una foto enigmática para que parezca que la cosa tiene siempre más mensaje que el que tiene. Y es que el mensaje del rey, con pequeñas variaciones como pequeños cambios en la cubertería o en el mobiliario, no puede ser otro que el de la obviedad democrática. Es un poco como la obviedad navideña, lo que queda cuando le quitas las teologías antropomórficas, los mitos forestales nórdicos y las guerras de todas las religiones, o sea la paz, la buena voluntad, la concordia, la esperanza y todos esos estribillos quizá mentirosos pero indispensables.

Hay quien quiere un rey político, un rey revolucionario, un rey generalón y hasta un rey ministro. Pero eso ya no sería un rey, sino otra cosa.

El rey es como si sólo tuviera estribillos de villancico, un villancico constitucional. Lo que pasa es que los políticos siempre quieren que hasta en los villancicos vaya su propaganda, como con Bisbal. Es como si el rey Felipe VI fuera Bisbal y les tuviera que cantar el burrito sabanero que les guste a cada uno, a Sánchez, a Vox, al PP de Feijóo o al PP de Ayuso, incluso a los indepes y a lo que quede a la izquierda del PSOE, por ahí entre el bareto y el solar. El rey les suena poco progre a los progres porque el rey no tiene que ser progre, y les suena poco comprometido con la patria cojonciana a los de la patria cojonciana porque el rey no tiene que estar comprometido con su patria cojonciana. El rey, en cambio, se va al Palacio Real, y forma un poco de ruido sacando las arpas del saloncito de música, para luego decir sólo lo que tiene que decir, que es lo de siempre, eso que le queda como migas de galleta por encima de la corbata y como cabello de ángel por encima de algún ejemplar aturronado de la Constitución. Hay quien quiere un rey político, un rey revolucionario, un rey generalón y hasta un rey ministro. Pero eso ya no sería un rey, sino otra cosa. O no sería una democracia, sino otra cosa. 

El rey sólo tiene villancicos constitucionales y las variaciones ahí son pocas, precisamente porque los consensos esenciales de la Constitución también son sólo unos pocos. El villancico de este año, con el rey un poco resfriado, como con agujeros de ratón de villancico en el armiño y relente de toda la historia en el Palacio Real (a lo mejor era el micrófono), ha tenido la menor audiencia desde 2016. Y yo me temo que no es porque la gente se sepa ya el villancico, sino porque la España polarizada de Sánchez no quiere villancicos, sino sangre. La Navidad todavía se la disputan sectas y cismas, tradiciones y ortodoxias, rondallas y perfumerías, ángeles y gnomos, la Roma politeísta y la Roma cristiana que tampoco se ven tan diferentes al mirar los ojos de las estatuas y el humo de los rituales. Pero en realidad toda la teología de la Navidad se resume en un villancico de paz, y con la teología de nuestra democracia pasa más o menos lo mismo. Ese villancico del rey es más democracia que los discursos sanchistas.

Las ideologías, como las creencias, son sólo opiniones (y mal fundamentadas, añadía Javier Nart de las religiones). Luego está el marco que permite que convivan diferentes ideologías, diferentes opiniones y hasta diferentes dioses en el cielo y en la nieve, y eso es la democracia, sustanciada en nuestro caso en la Constitución. Esa obviedad navideña es lo más importante de nuestra política porque hace posible la política, y lo triste es que el rey parece casi el único que se acuerda de esto al sacar el turrón o el arpa. La mitad de la política, incluyendo al Gobierno, consiste en negar el imperio de la ley y la pluralidad de opiniones, y en confundir lo público con el botín partidista o ideológico. Y la otra mitad, en fin, sigue teniendo lapsus o recaídas. Sí, lo más triste es que el rey parece el único que recuerda las obviedades de la democracia. Y encima, en Navidad lo confundimos con Bisbal pero sin la audiencia del burrito sabanero.