Antes de que el Juan Sebastián de Elcano, deflagrado de blancos, zarpara o a lo mejor no zarpara, como si sólo fuera un barco de botella, a la princesa Leonor le dedicaban piropos y a la ministra Margarita Robles le dedicaban abucheos. Parece que ya no es tiempo de veleros ni de monarquías, los dos como con miriñaque, y sin embargo el pueblo aprecia más a las princesitas de nácar que a los ministros del fango.
Margarita Robles, que abronca con voz de pito, con una autoridad sobrenatural y por lo tanto aún más terrorífica, como aquella monja enana de Fellini o como el propio Franco al que Sánchez le está montando una feria; Margarita Robles, decía, se nos ha vuelto bastante antipática desde que riñó a los vecinos de Paiporta como la funcionaria cuando te falta una fotocopia. Robles era de los ministros más cabales y serios, decían incluso sus rivales y críticos. Claro que seguramente eso ya no es posible en el sanchismo y hasta ella tiene que ladrar como una ardillita que ladra. Quizá el pueblo ve que la monarquía es la única que sigue haciendo su trabajo con dedicación y honradez, aunque sea ese trabajo de tender al sol, como pelucas, las banderas y la Constitución.
Las grandes crisis políticas suelen ser crisis de legitimidad. Y a la princesa Leonor, a quien los piropos de los gaditanos le sacaban rubores como de novia de comparsista del Carnaval, y al rey Felipe, que no tiene que esconderse de nadie yendo de almirante o de chubasquero, lo que les pasa es que no sufren ninguna crisis de legitimidad, claro. La legitimidad puede parecer una cosa leguleya, filosófica o romana (la auctoritas), hasta que uno suelta a una princesa por la calle, con su moño militar o con su sombrilla de encaje y seda, o suelta a un ministro, o suelta al propio presidente del Gobierno. Sánchez ya no puede salir a la calle sin que le preparen una infraestructura como para botar un petrolero o para trasladar a E.T. Ya sólo sale de la Moncloa a través de pasadizos, para llegar por una trampilla allí donde el PSOE le ha montado el acto con fieles y figurantes, a recibir aplausos, o allí donde está Franco esperándolo como en una alcobita de amante real, a plantarle un beso repugnante.
La monarquía ya no puede sobrevivir como magia ni como poderío, sólo como instrumento útil, y eso lo ha entendido el rey. Por el contrario, los políticos cada vez se muestran y demuestran más inútiles, y eso es lo que va entendiendo el pueblo.
La monarquía, con veleros y miriñaques, con ritual y filatelia constitucionales, no es que siga haciendo su trabajo, sino que ahora lo hace mejor que antes. Es cierto que el rey Juan Carlos tuvo la Transición y el 23-F, pero luego ya se pudo dedicar a dormir entre el espumillón de las cabareteras y los tigres de Bengala, al sol de los pelucos de oro, los colmillos de marfil y las pezoneras con borlón de Borbón, como un toisón. Felipe, que empezó casándose por amor, no tanto aplebeyándose sino humanizándose, se ha encontrado con el independentismo golpista, con los populismos revolucionarios o iliberales, y ahora con el sanchismo sin límites. Y sin más instrumentos que leernos la cartilla de la Constitución una y otra vez, como el cuento de la Buena Pipa que no nos terminamos de aprender, más su ejemplo personal, que está entre la coherencia, la prudencia, la empatía y la pachorra borbónica. Así es como se mantiene una legitimidad. (La monarquía ya no puede sobrevivir como magia ni como poderío, sólo como instrumento útil, y eso lo ha entendido el rey. Por el contrario, los políticos cada vez se muestran y demuestran más inútiles, y eso es lo que va entendiendo el pueblo.)
El pueblo prefiere a una princesa que ve por la calle entre bailarina y pirata guapa, como una corista gaditana, y que se come cuatro milis, cuatro carreras y cuatro mil óperas aunque luego sólo vaya a aparecer en desfiles aguados, cenas de gala sin hambre y anuncios de turrón, todo porque es su deber. Llega un momento en que los propios conceptos de deber o sacrificio por el bien común se hacen más importantes que el hecho de que alguien vaya a ser reina de portarretratos, diputado camastrón, superministro o delantero centro. Ya no apreciamos deber, sacrificio, razón de Estado o bien común en nuestra política, por eso sufre una crisis de legitimidad. Los políticos, cada vez con menos pudor, se empeñan en confirmarnos que no son útiles (ahí está la dana), que no son creíbles, que no son confiables, que no se preocupan por el ciudadano ni por el país sino por lo suyo, sea el ego, el carguito o el negociete. Y seguramente esta evidencia nunca había sido tan sangrante y desquiciada como con el sanchismo.
A Leonor la aplauden por las calles, no ya como a una princesa sino como a un mártir del Estado. O, simplemente, como alguien que todavía piensa en el Estado, sea como banderón simbólico, goleta poética o sueño gaditano, que en Cádiz empezó nuestro sueño de democracia. Alguien que cumple con su deber, igual subiéndose al palo de mesana que poniéndose tacones como un cepo para diez horas, por supuesto que nos merece más cariño y más confianza que los gobiernos. Sobre todo este Gobierno nuestro que no gobierna, que se limita a mantener a Sánchez ahí entre las ruinas del Estado y de la democracia, como si fuera una bañera napoleónica que se asoma entre los escombros con su grifito de oro haciendo un chorrafuerismo obsceno y ridículo.
A Margarita Robles la abuchearon por ministra, por ministra de Sánchez, por mandona desagradable y cruel, por pertenecer a una aciaga clase política que va pasando de lo inútil a lo criminal, o por todo eso a la vez. Contra los abucheos, eso sí, ya se aplauden ellos solos. A Sánchez lo van a estar aplaudiendo todo el año por mantener nuestra democracia ante el acecho ferruginoso de Franco, y hasta a Mazón, muerto como una tortuga muerta (se le está poniendo esa pinta), lo aplauden en esa especie de convención o convento del PP. De todas formas, aunque las aplaudamos o las amemos, las princesas gráciles, ingrávidas y aguerridas no están para gobernarnos. Tendremos que buscar mejores políticos o nos gobernarán ya, directamente, verdaderos piratas.
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