Para intentar entender a Óscar López, que ya defiende a su jefe como un peaky blinder, entre serrín de cargamento de licores y serrín de cargamento de armas, he sacado el Lagavulin de 16 años, el mejor whisky te tengo. El Lagavulin, que no gusta a todos, es como beber, fumar y besar a la vez, y algunos y algunas lo considerarían la misma masculinidad tóxica reconcentrada en un frasco de bruja o en un amuleto de ámbar. Pero no me ha parecido que mi botella como de naufragio (huele y tiembla como un barco pirata ardiendo) inicie por sí mismo ningún “Whiskygate” que anule ningún Watergate. No, no me ha parecido que su presencia de borrasca escocesa que entra por la ventana, como de Turner, o de caballero que entra en la sala, como un jinete medieval en una iglesia, ni su olor de chimenea de castillo, ni su color y su crujido de arcón que se abre, borren o agranden los delitos ni las sospechas de nadie. Menos aún, de un fiscal general o de un presidente de Gobierno que no es que manejen y toqueteen un mueble bar de globo terráqueo, sino las instituciones del Estado.

Óscar López ha acusado al whisky más que a Miguel Ángel Rodríguez, o ha acusado a MAR a través del whisky, como un puritano con gorro de hebilla y tea en la mano. La verdad es que yo no sé si MAR bebe más o menos que el propio Óscar López, que Ábalos o que cualquier otro de los muchos monjes de abadía cervecera que tiene la progresía en misa y repicando, de tito Berni al difunto Francisco Javier Guerrero. Por cierto, donde se bebía (y se putañeaba) a lo grande era en aquello de los ERE, que era socialismo de copa con sombrillita, de tanga de tigre y de salto del tigre. Pero la cuestión no era beber ni putañear, sino que esas juergas, en las que los bares, las camas y los calzoncillos blancos de los defensores de la justicia y la igualdad terminaban como ceniceros rebosados; esas juergas sin medida, cuidado ni mañana, se pagaban con dinero público o acababan en chanchullo con lo público. El pecado es el mal uso de lo público, no de la botella ni del polvo de hada o el polvo con un hada, aunque sea un hada derretida de rímel y pipermín.

Los cubatas de duralex de aquellos bares de los ERE, que sabían todavía a lavavajillas como los cubatas caseros, no eran nada sin el pago público, el contexto público y, claro, la hipocresía ideológica. Pero eso de señalar el alcohol, añadir el alcohol como signo de maldad o decadencia, así entre insinuaciones sobre otros asuntos, es una cosa de viejas con toquilla. A lo mejor el Gobierno está lleno de viejas con toquilla, de López a Bolaños (Bolaños es una vieja prematura, como aquellas solteronas de antes, mimetizadas con el luto y la vejez hasta en sus zapatillas de vieja). La verdad es que la acusación o la condenación de MAR como borracho pega con esa otra acusación o condenación de Ayuso como bruja, o sea pega con ese infierno que preparan los puritanos entre asquitos y galletas, mientras le hacen la pelota al cura, en este caso a Sánchez. Además, el whisky de MAR, según subrayaba López, es de marca, o sea que ni siquiera el vicio o el delito merecen el perdón de ser el vicio o el delito de los pobres, de las “criaturitas” que decían los socialistas andaluces con la boca en la teta pública o en el pezón de la noche, alicorado como una cereza.

Lo extraño sería la conspiración contra Sánchez, sea de MAR solo con su whisky de malo de Colombo o de toda la fachosfera, que ya va siendo increíble por extensa

No hace falta mirar las cosas a la luz de iglesia que da el whisky, luz inspiradora, delicada y tramposa. A la luz de sobriedad que proporciona el mero sentido común, que es como una luz de frigorífico, la verdad es que la información filtrada, desde el principio, no podía tener otro objetivo que perjudicar a Ayuso. Y que a quien interesaba eso era a Sánchez, para contrarrestar lo de Begoña, y no a MAR ni al novio aguililla de la presidenta. Y que la filtración sólo podía venir de la Fiscalía y la Fiscalía depende de quien depende, o sea justo de quien se beneficiaba de esa filtración: Sánchez. Por si faltaba algo, el propio PSOE de alguna manera ya ha reconocido la filtración al decir que la Fiscalía “sólo desmintió un bulo”. Todo esto, más mensajes vistos o borrados y móviles perdidos o escamoteados, no es que de un culpable, pero sí da más que indicios para la investigación, que es justo lo que está ocurriendo, lo que parece evidente que ocurra. Lo extraño sería la conspiración contra Sánchez, sea de MAR solo con su whisky de malo de Colombo o de toda la fachosfera, que ya va siendo increíble por extensa. Porque lo otro, el uso de lo público como arma partidista, nos resulta muy plausible y conocido, y con Sánchez, que va poniendo esbirros y huevos en todas las instituciones, todavía más.

Yo sigo mirando la botella de Lagavulin, que parece hecha o robada por nibelungos. Pero todavía no he visto yo que su contenido maléfico y emponzoñador, ni su influencia legendaria, como un cáliz artúrico, cambie para nada los hechos ni las sospechas ni los autos judiciales del Supremo en torno al fiscal general del Estado, ni en torno a nadie, claro. Como tampoco los cambia que MAR se beba su güiscazo, no sé si mirando de tú a tú, de tendido a tendido, como toreros en jarras, al anuncio de Tío Pepe de la Puerta del Sol. Ahora, además de la fachosfera y el fango, el sanchismo tiene el whisky. O ya no pueden tirar de fachosfera ni de fango, que no se los creen ni los creyentes, y tienen que tirar de whisky, como auténticos adictos al engaño. O sea, que en realidad es el sanchismo el que le da al whisky como nuevo escape, excusa o amodorramiento.

Sigo mirando la botella de Lagavulin, que se destaca entre las otras como una escollera con bruma o como la silueta de un barco fantasma. Lo mismo me tomo ahora un trago, que será como besar a una diablesa con boca salada de sirena y deliciosa nube de humo negro. Sí, antes de que lo prohíba Sánchez, que lo prohibirá si hace falta, como cualquier cosa que le moleste, de la acusación popular a la misma democracia.