Es el rostro más reproducido de la historia del Arte, el cuadro más famoso de la historia y, sin embargo, todo aquel que lo ha visto responde, con cierta sorna y esnobismo, que no es para tanto. Para llegar hasta ella tienes que sortear los laberínticos pasillos y escaleras del Museo del Louvre y esquivar a una multitud de turistas sudorosos que cuelgan una veintena de cámaras y móviles que seguro utilizarán para, más tarde, afianzar que ellos mismos han estado ahí. Que han visto la enigmática sonrisa de la Mona Lisa. Es la séptima Kardashian: todo el mundo la denuesta y, pese a ello, todo el mundo le sigue la pista.

Su popularidad ha hecho que este óleo pintado por Leonardo Da Vinci a principios del siglo XVI se independice a una sala exclusiva, con entrada y salida propia para aquellos que quieren verla sólo a Ella. Esa ha sido la decisión del presidente francés Emmanuel Macron que, en su prometido "renacimiento" del Louvre, ha asegurado que la nueva habitación en la que descansará el cuadro (la casa va a seguir siendo la misma) permitirá a La Gioconda estar a la altura de lo que "se merece". Ya sólo falta saber si este nuevo emplazamiento aclarará de una vez por todas con qué nombre debemos referirnos a ella porque, pese a no querer mojarme y haber escrito tanto Mona Lisa como La Gioconda, ambos son incorrectos.

La mujer a la que Da Vinci pintó

Se ha dicho mucho sobre la naturaleza misma del retrato, y sobre qué pudo llevar a Da Vinci a pintarlo: ¿era una amante del artista italiano? ¿Un adolescente vestido de mujer? O, mejor, ¿era, como asegura el autor estadounidense Dan Brown en su novela El código Da Vinci, una figura andrógina, nacida de la sinergia de los dioses egipcios Amón e Isis? Nada más lejos de la realidad (o de la ficción).

En 2005, unas notas escritas en 1503 por el florentino Agostino Vespucci en los márgenes de una obra de Cicerón conservada en la biblioteca de la Universidad de Heidelberg dieron a conocer la identidad de esta mujer. Se llamaba Lisa Gherardini, y era una noble florentina originaria de la región de Toscana que, un buen día, se despertó con la noticia de que su marido, Francesco del Giocondo, había encargado al por entonces ya famoso pintor, Leonardo Da Vinci, un retrato suyo. Así lo aclaraba Vespucci en la nota en la que, además de criticar al genio por dejar obras inconclusas, señalaba que, por entonces, Da Vinci se encontraba inmerso en el retrato "del busto de Lisa del Giocondo".

Una vez terminada, aquellos que pudieron verla celebraron el retrato como un hito de la pintura renacentista pero, en su éxtasis, parece que olvidaron preguntarle al pintor cómo tituló su obra. Había que bautizarla, y había que hacerlo rápido. No se complicaron mucho: ¿quién es la mujer del cuadro? ¿La mujer de Francesco del Giocondo? Pues La Gioconda.

También los había que preferían referirse a la modelo por su nombre. "Mona" es una grafía antigua de la palabra italiana "monna" que, a su vez, era un diminutivo medieval de la palabra "madonna". Una vez más, no se complicaron con el nombre: el cuadro era, simplemente, "la señora Lisa". La Mona Lisa.

Probablemente Da Vinci hubiese querido que respetasen el nombre original con el que concibió la obra: Retrato de Lisa Gherardini, esposa de Francesco del Giocondo. Aunque, de haberse respetado un título tan largo, lo más probable es que hubiera acabado por reducirse a un mero "Retrato de Lisa". O, quién sabe, igual no sería el cuadro que es ahora. Da Vinci, yo soi guapa?