Los espacios museísticos están a rebosar, como no, de pinturas. Que con mucha frecuencia suelen tener nombre de mujer: El Nacimiento de Venus, Las Meninas, La Gioconda (¿o es la Mona Lisa?), La Maja Desnuda... Pero, pese a esta presencia pictórica femenina, el del pincel es siempre un hombre. Fueron necesarios movimientos como el llevado a cabo a finales de los 80 por las Guerrilla Girls, un colectivo artístico anónimo de artistas feministas y antirracistas, para evidenciar a golpe de pancarta (¿Tienen que estar desnudas las mujeres para entrar en el Museo MET de Nueva York?) que, por aquel entonces, sólo el 5% de los artistas recogidos en el Metropolitan de Nueva York eran mujeres.
De esto hace más de 40 años y, sin embargo, la historiadora María José Noain Maura todavía duda de si este eslogan está obsoleto. El feminismo ha avanzado mucho y, desde finales de los setenta, se ha rescatado del olvido el nombre de muchísimas artistas. Pero no tanto sus biografías. Noain Maura las recoge a todas (o, a casi todas) en Las Mujeres en la Historia del Arte (Principal de los Libros, 2025), un austero homenaje a estas olvidadas y un intento personal de conocer a la pintora cuyo retrato eclipsó a la Gioconda cuando la historiadora visitó el Louvre por primera vez.
Élisabeth Vigée Le Brun, condenada al olvido
Durante muchos años, el nombre de Élisabeth Louise Vigée Le Brun (1755-1842) apenas era mencionado en las enciclopedias de arte. Hija del pintor Louise Vigée, esta nepobaby avant la lettre fue una de las pintoras más importantes de su siglo, gran favorita de las cortes europeas hasta el punto de que nobles y reyes se enzarzaban por ver quién sería el próximo en ser inmortalizado por su pincel.
Su temprano interés por la pintura fue, en cierto modo, autodidacta, pues ninguna de las lecciones recibidas en su infancia fueron de carácter profesional. Lo que se buscaba era, simplemente, que la niña estuviera entretenida. Se especializó en el retrato (más tarde dibujaría aquel que asombró a Noain Maura en el Louvre, Madame Vigée-Le Brun y su hija, Jeanne-Lucie-Louise, llamada Julie) y, en una época en la que el mayor obstáculo con el que se topaban las mujeres era la profesionalización, Vigée Le Brun pudo hacer sus pinitos como pintora oficial de la corte (era una nepo, a fin de cuentas), retratando a personalidades como María Cristina Teresa de Borbón o María Carolina de Austria. Aunque la niñita de sus ojos fue siempre la extravagante María Antonieta, a quien pintó en más de treinta ocasiones.
A Vigée Le Brun le debemos conocer cómo era el aspecto real de la frívola y pomposa esposa de Luis XVI. Se dice que María Antonieta, al ver el primer cuadro que la pintora realizó de ella, en el que se veía a la monarca de cuerpo entero, vestida con traje de corte, no quiso que la retratara nadie más. El exceso que emanaba de la pintura puso a la reina a dar saltitos de alegría. Y ese cuello, largo y terso, que probablemente facilitaría las cosas durante el ya conocido trágico final de su vida... María Antonieta tenía una nueva mejor amiga.
Amigas en las buenas y en las malas
En 1783, la dupla se vio envuelta en polémica cuando la reina le pidió a la retratista que la pintara con un sencillo vestido de gasa. María Antonieta con vestido de camisa fue una herejía: ¿cómo puede la mujer más importante de la monarquía francesa ser retratada sin los típicos miriñaques que hinchan las faldas en enormes globos? A ojos externos, era cómo si la reina hubiese posado en ropa interior, ¡o peor! Sin embargo, y pese a todas estas críticas y habladurías, el diseño fue un éxito. María Antonieta era un icono de la moda.
Esta era la doble vara de medir a la que Vigée Le Brun se enfrentaba cada vez que se sentaba frente al lienzo. Un año antes del retrato del "camisón real", la pintora se inmortalizó con su material de trabajo, afianzando de una vez por todas que ella era, ante todo, una mujer de oficio. Su Autorretrato con sombrero de paja (1782) causó mucho revuelo, pero no por mostrarse trabajando sino por sonreír. Por enseñar, sutilmente, los dientes.
Sin ellas saberlo, se acercaba ya el final de la monarquía francesa. El entrañable Retrato de María Antonieta con sus hijos (1787) pretendía limpiar un poco la imagen de la monarca, de la que se comentaba que tenía una escandalosa vida sexual, poniendo en duda la paternidad de sus hijos. Pero la Revolución Francesa llegó y, como si de una extraña profecía se tratase, la reputación de la reina terminó por irse al garete. Debido a su amistad con María Antonieta, Vigée Le Brun se convirtió en persona non grata de la nueva república, siendo obligada a huir del país en caso de querer conservar la cabeza.
Una vida por la Europa del XIX
Junto a su hija Julie, la artista empezó una nueva vida. Su marido se había visto "obligado" a abandonarlas, quedándose, eso sí, con la fortuna de su mujer. Afortunadamente, la pintora contaba con un prestigio que le precedía y, durante su exilio en Italia, Vigée Le Brun continuó con su oficio. Y viajó. Vaya que si viajó.
En Italia retrató a Emma Hart, la famosa esposa del embajador británico sir William Hamilton que con el tiempo sería centro de las habladurías británicas por su romance con el almirante Nelson; en Moscú inmortalizó a la condesa Anna Stroganova y a su hijo, Sergei, en un retrato que recuerda a Madonna con el Niño; en Inglaterra puso cara al poeta romántico Lord Byron...
Años más tarde, la Restauración borbónica le permitió volver a París. A su regreso, la artista no dudó en echar por tierra esa supuesta igualdad que la Revolución había llevado por bandera. Una perezosa equidad que no entendía ni de cuestiones sociales ni de género: "Las mujeres reinaban cuando me fui. La Revolución las destronó".
De vuelta a casa, Vigée Le Brun pudo, al fin, descansar. Rescató los detalles de una vida entre burgueses y pinturas que volcó en sus memorias, publicadas bajo el título de Souvenirs. Falleció en marzo de 1842. Su obra, su estilo y su técnica fueron pronto olvidadas, desapareciendo de todos los manuales de arte. Fragonard, Gainsborough y otros muchos de sus contemporáneos varones llenan páginas y páginas de información sobre el arte dieciochesco, pero ni rastro de Élisabeth. En su lápida, cuatro palabras: Aquí, al fin, descanso...
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