Fue un temor que llegó a la paranoia. En aquella organización terrorista relativamente joven, a la que en los años 70 cientos de jóvenes no dudaron en ‘alistarse’, no siempre le funcionaron bien sus filtros internos. Entre tantos, no todos aspiraban a fortalecer aquellas siglas de terror: ETA. También hubo quien dio el paso para debilitarlas. La mayoría desde fuera, unos pocos, dentro de la bestia. En realidad, nunca sabremos cuántos fueron. En los años 60 de historia de ETA son contados los nombres de presuntos infiltrados conocidos. Ni los implicados ni los que les dirigieron en su infiltración lo desvelarán nunca. Hasta hace poco estaba en juego su vida y aún hoy su anonimato sigue siendo su mejor escudo.
El caso de la agente de policía Elena Tejada, conocida como Arantxa Berradre, ha saltado a las pantallas. La película “La infiltrada”, protagonizada por Carolina Yuste y Luis Tosar y dirigida por Arancha Echevarria, no sólo ha merecido el Goya a la mejor película, sino que ha puesto luz sobre el método más arriesgado con el que se luchó contra el terrorismo. Los 14 meses que entre 1998 y 1999 esta policía vivió simulando ser una etarra más, -conviviendo con Kepa Etxebarria y Sergio Polo- permitieron desarticular el ’comando Donostia’.
La suya es una historia que ha trascendido ahora. Una de las pocas. No es la que más daño hizo a ETA. Este año se cumplirán cincuenta años de la operación con la que culminó la mayor y más conocida de las infiltraciones que sufrió la banda. Su alias es parte de la historia de la lucha antiterrorista, pero también de la historia de amenazas casi perpetuas que sobre él lanzó la banda: “Lobo”. Mikel Lejarza llegó a la cúpula de ETA-PM, a ganarse la confianza de sus compañeros de organización y a ocupar un lugar en la cúpula. Es lo que le permitió en 1975 descabezarla. Antes, sus informaciones habían logrado frustrar varias acciones de la banda.
ETA nunca lo olvidó. Quiso que su caso sirviera de advertencia para quienes osaran a emularle. También para quienes sin infiltrarse tuvieran la tentación de actuar como tales facilitando información a los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado. Tras ‘Lobo’, el miedo se impuso. Los procesos de selección de los nuevos aspirantes a integrase en ETA se mejoraron. Eran muchos los vascos que huían al País Vasco francés aduciendo que estaban siendo perseguidos por la policía y que tocaban la puerta de ETA. Ahora, todos era puestos bajo sospecha. Cada candidato sería previamente evaluado, incluso entre los entornos sociales de sus pueblos. Había que verificar que eran ‘de fiar’, afines, y no potenciales ‘chivatos’.
Imponer la 'ley del silencio'
Lo dejó claro en los pasquines con los que ETA empapeló Euskadi tras descubrir que Lejarza les había engañado hasta golpearles con una de las mayores operaciones policiales sufridas por la banda en su historia. En ellos, una imagen de un joven Mikel Lejarza Egia se acompañaba de la sentencia etarra: “Condenado a muerte por ETA como traidor a la lucha del Pueblo vasco”. A continuación, los datos con los que confiaba en que la sociedad vasca se sumara a la busca y captura de ‘Lobo’: “Edad 23 o 25 años, pelo castaño, 65 kilos, lunar en la mejilla…”. ETA hacía un llamamiento “a toda persona que pueda aportar algún dato sobre su actual paradero debe, por los medios que pueda, hacérnoslo llegar”. Y un aviso a navegantes con el que cerraba el pasquín de ‘caza al infiltrado’: “Tarde o temprano, la justicia revolucionaria vasca acabará imponiéndose”.
Hoy ‘Lobo’ sigue vivo, pero en la clandestinidad. El precio que pagó fue caro. Hubo quienes aún pagaron más. Incluso sin haber quedado acreditado que fueran infiltrados o colaboradores de la Policía. La historia de venganzas y sentencias a muerte dictadas a ETA contra algunos de sus integrantes o contra personas acusadas de colaborar con la policía está repleta de falsas acusaciones, errores y asesinatos dirigidos a salvaguardar la ‘ley del silencio’ en la sociedad vasca: “Constituye una obligación de todo revolucionario acabar con tales traidores, castigándoles duramente”, justificaba la banda en uno de sus escritos.
El historiador Gaizka Fernández de Soldevilla recuerda que a partir de 1975 ETA comenzó a asesinar a personas a las que sus informantes acusaban de colaborar con la policía o la Guardia Civil. “Ciudadanos que, tras haber presenciado un crimen, dieron su testimonio a los funcionarios que investigaban el caso; amigos o allegados de agentes de la ley; profesionales que trataban con ellos por razones de su oficio, como taxistas, camareros o quiosqueros… Bastaba con ser acusado de chivato para justificar el asesinato”, asegura. Apunta que el fin último era que el temor se extendiera, que “la omertá” se impusiera y que los vascos no colaboraran en el esclarecimiento de los atentados. Al mismo tiempo se buscaba aislar a policías y guardias civiles y sus familias, “a quienes por miedo a ser considerados chivatos, la población vasca y navarra comenzó a evitar”.
En la larga lista sobresale el caso del sepulturero de la localidad de Bergara (Gipuzkoa). Sucedió el 25 de enero de 1980. Luis Domínguez regentaba la funeraria Santa María, situada junto al cuartel de la Guardia Civil. En ella fabricaba ataúdes, no pocos para enterrar a agentes del Cuerpo que ETA asesinaba en esos ‘años de plomo’. Aquello le bastó a ETA para acusarlo de ‘chivato’ y acribillarlo a balazos. Su viuda, Arrate Zurutuza, recordaría después cómo aquella “infamia” publicada en todos los diarios fue volver a asesinarlo, “su hermano cogió todos los periódicos que había en el pueblo y los quemó en la plaza”, aseguró.
"Fusilar traidores es menos escandaloso"
A Vicente López Jiménez también le acusaron de lo mismo. Era quiosquero, vendedor de prensa. Bastó que agentes de la Guardia Civil acudieran a su kiosko a comprar para soportar en ello la condena mortal. El 13 de diciembre de 1990 ETA lo asesinó de tres tiros en San Sebastián. Su hermano se apresuró a negarlo, a tener que justificarse de tal acusación. Afirmó que Vicente era afín a Herri Batasuna y que ponía la mano en el fuego por él, “no era un confidente”. ETA insistió en un comunicado qu,e pese a merodear el entorno abertzale, se le consideraba “un chivato y había que tener cuidado al hablar cerca de él”.
Fernández de Soldevilla recuerda en su obra ‘La voluntad del Gudari’, cómo uno de los fundadores de ETA, Julen Madariaga, consideraba “menos escandaloso fusilar traidores que fusilar enemigos”. Recuerda cómo la ejecución de posibles traidores estuvo presente en el modo de actuar de la banda desde sus orígenes. A mediados de los años 60, tras la III Asamblea de ETA, la organización condenó a muerte a dos de sus integrantes, Patxi Iturrioz y Eugenio del Río, impulsores de la corriente ‘obrerista’ de ETA y a la postre primera escisión de la banda. Nunca se atentó contra ellos.
Las ‘sentencias a muerte’ entre compañeros, entre acusaciones de traición y desencuentros ideológicos y organizativos, han sobrevolado otros casos. El secuestro y desaparición, nunca del todo esclarecido, de quien fuera líder de ETA, Eduardo Moreno Bergaretxe, ‘Pertur’, en 1976 o el de José Miguel Etxeberria Alvarez, ‘Naparra’, dirigente de los Comandos Autónomos Anticapitalistas, siguen siendo casos aún sin esclarecer del todo.
A otro miembro de ETA, Gonzalo Santos Turrientes, ‘el Box’, militante de ETA hasta finales de los años 60, la banda intentó asesinarlo acusándolo de “confidente”. Lo hizo años después de abandonar la organización. En 1977, mientras esperaba al autobús junto al Puente Colgante, un comando intentó asesinarle en Las Arenas (Getxo). Tras cinco disparos la pistola se encasquilló. Quedó gravemente herido.
El primer 'judas' de ETA
Soldevilla recuerda cómo el primer “judas” oficialmente “ajusticiado”, como se refirió a él ETA, fue Ignacio Olaiz Michelena. Era un camionero en paro y miembro de las gestoras pro Amnistía. Había solicitado entrar en ETA militar. En 1978 fue asesinado de diez tiros. Los terroristas le habían colocado en su mano izquierda billetes de mil pesetas. En un comunicado posterior la banda afirmó que lo hizo para escenificar su condición de “mercenario a sueldo” del “enemigo español” y que había hecho de su militancia abertzale una mera “tapadera”.
Joaquín Azaola ‘Jokin’ formaba parte del plan que pretendía secuestrar al entonces príncipe Juan Carlos y su familia en la Costa Azul. Corría el año 1974. La operación pasaba por exigir un rescate millonario y la liberación de un centenar de presos. Pero en el último momento a Azaola le surgieron dudas y remordimientos. Tantos, que incluso pactó con la policía desvelarles el plan a cambio de que no hubiera detenidos. Los hubo. ‘Jokin’ huyó y en 1977 se acogió a la amnistía. En libertad, escribió un libro bajo seudónimo relatando la frustrada “operación pesca”. ETA no tardó en identificarlo. En 1978 lo asesinó: “Esperemos que la ejecución de Jokin sirva de ejemplo”.
A José Luis Oliva le pudo el dinero. Formaba parte del comando Orbaiceta de ETA-M. Tras el atraco de un banco, parte del botín desapareció y fue acusado de robarlo. ETA lo sentenció a muerte. El 14 de enero de 1981 fue asesinado. ETA justificó la acción acusándolo de “infiltración”.
Una bomba sin activar
El caso de Miguel Francisco Solaun es singular. Tras participar de una fuga de la prisión de Basauri en 1970, regresó del exilio en 1977, tras la amnistía. Se hizo constructor. Uno de sus bloques de viviendas fue vendido para la futura casa-cuartel de Algorta (Getxo). ETA volvió a su vida exigiéndole que colocara una bomba de 50 kilos de explosivo entre los pisos. Debía explotar el día de la inauguración. La advertencia fue que en caso de no hacerlo sería acusado de ser un traidor y correría “la suerte que tuvieron mis amigos”. Así lo dejó por escrito días antes.
La bomba la colocó, pero en realidad no estaba conectada. Además, alertó a la Policía mediante una llamada anónima. El comando y él fueron detenidos. Los presos de ETA que se encontró en la cárcel le dieron una paliza y le advirtieron que no pararían hasta llegar al final. Tras ser indultado, en 1984 ETA se cobró su amenaza. Fue asesinado con un tiro por la espalda, “por traidor y colaborador de la policía”.
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