Cuando el 11 de marzo de 1985, hace hoy 40 años, Mijaíl Gorbachov se dirigió al Comité Central del PCUS como nuevo secretario general del partido y líder de la URSS, sus palabras no parecían delatar la revolución desde dentro de la revolución que este miembro de la nomenclatura soviética de 54 años estaba llamado a dirigir. "La línea estratégica elaborada en los últimos plenos del Comité Central con la activa participación de Yuri Vladímirovich Andrópov y Konstantín Ustínovich Chernenko", sus predecesores en el cargo, "ha sido y sigue siendo invariable. Esta es una línea hacia la aceleración del desarrollo socioeconómico del país y el perfeccionamiento de todos los aspectos de la vida de la sociedad" socialista.
Este pupilo del reformista Andrópov, que había accedido en 1980 al Politburó –órgano máximo del partido– de la mano de su mentor, tenía perfectamente interiorizada la alambicada jerga comunista, tan esclerotizada como un sistema que hacía aguas. "La solución de las difíciles tareas que tenemos ante nosotros presupone el fortalecimiento del Partido y la elevación de su papel de organización y dirección". Pero algo distinto cabía vislumbrar en sus palabras. "Para tomar las decisiones óptimas, debemos aplicar creativamente los principios básicos de la gestión socialista. Esto significa perseverar en el desarrollo planificado de la economía, fortalecer la propiedad socialista, ampliar los derechos, aumentar la independencia de las empresas y su interés por los resultados finales del trabajo".
Gorbachov hacía un llamamiento para "lograr un punto de inflexión decisivo para cambiar la economía nacional por la senda del desarrollo intensivo", pero subordinado "en última instancia a los intereses del pueblo". También hablaba de desarme nuclear y de coexistencia pacífica con la superpotencia rival, Estados Unidos, después de años de desencuentros y amenazas mutuas –invasión de Afganistán, misiles soviéticos apuntando a Europa, la guerra de las galaxias de Reagan, rivalidad por la influencia en terceros países…–.
Un esperado deshielo
Por eso en Washington recibieron con optimismo el nombramiento de Gorbachov. Ese mismo día, el presidente de Estados Unidos escribía al nuevo líder soviético una carta que su vicepresidente, George Bush, le entregó en mano en Moscú durante las exequias por Chernenko. "Al asumir sus nuevas responsabilidades, me gustaría aprovechar esta oportunidad para subrayar mi esperanza de que en los próximos meses y años podamos desarrollar una relación más estable y constructiva entre nuestros dos países (…) tendremos que proceder de un modo que tenga en cuenta tanto las diferencias como los intereses comunes para tratar de resolver los problemas y construir una nueva relación de confianza. Pero la historia nos impone la gran responsabilidad de mantener y fortalecer la paz, y estoy convencido de que tenemos ante nosotros nuevas oportunidades para hacerlo".
En esa carta, Reagan invitaba a Gorbachov a Washington, pero sobre todo a encontrarse en Suiza para iniciar las negociaciones de desarme nuclear, que "nos brindan una auténtica oportunidad de avanzar hacia nuestro objetivo final común de eliminar las armas nucleares" –una disposición al desarme más o menos sincera que cuarenta años después suena a quimera–. En noviembre de ese mismo año, en medio de una gran expectación, ambos líderes se reunían en Ginebra. Era la primera cumbre bilateral EEUU-URSS en seis años, y el primer acto de desmantelamiento del orden mundial de la Guerra Fría al que ambos pondrían rostro en una fructífera relación.
Perestroika sin contemplaciones
Para entonces, Gorbachov ya había puesto patas arriba el ruinoso orden de la URSS con su ambicioso plan de reforma y reconstrucción, la archiconocida perestroika. Extirpando, para empezar, los últimos vestigios de la era Brézhnev. En julio de 1985, después de promover una dura campaña agitando su presunto alcoholismo, se forzaba la retirada del Politburó de Grigori Romanov, responsable del complejo militar-industrial de la Unión Soviética que había intentado torpedear la llegada de Gorbachov al poder. En septiembre, aduciendo problemas de salud, dimitía Nicolái Tíjonov, primer ministro desde 1980, sustituido por Nikolái Rizhkov. Poco después le llegaría el turno a Serguéi Gorshkov, comandante en jefe de la Armada Rusa desde 1956. En diciembre, Vladímir Promyslov, alcalde de Moscú desde hacía dos décadas, se veía obligado a dimitir después de que el periódico Sovetskaya Rossiya publicara una serie de artículos sobre la corrupción en la construcción municipal de viviendas. Por ese mismo escándalo, Viktor Grishin fue despojado de su cargo de jefe del comité del partido de la ciudad de Moscú y sustituido por Boris Yeltsin.
En menos de un año, Gorbachov se deshizo de un tercio de los antiguos miembros del Comité Central, cambió al 30% de los jefes de las 147 organizaciones regionales del partido y puso a nuevos responsables al frente de 21 ministerios. En un discurso pronunciado en mayo ante los funcionarios del partido lo dejó claro: "Aquellos que no tengan intención de adaptarse y que sean un obstáculo para la solución de las nuevas tareas deberán quitarse de en medio".
Su objetivo era terminar definitivamente con el sistema de amiguismo y corrupción arraigado desde época de Brézhnev y depurar la sociedad de vicios consolidados como el mal social del alcoholismo –en mayo de 1985 se decretó una suerte de ley seca que finalmente resultó un fracaso–. Gorbachov estaba convencido de que el sistema comunista podía salvarse con sus reformas. Tras rechazar el Plan Quinquenal para 1986-1990 y despedir al director de planificación que lo había elaborado, presentó un plan a quince años que pretendía que la producción industrial y la renta nacional se duplicaran a finales de siglo, con un crecimiento anual de entre el 4 y el 5 por ciento. El líder soviético creía que la URSS recuperaría su vigor con un mejor uso de los recursos, poniendo a las personas adecuadas en puestos de autoridad, reorganizando el desastroso sistema industrial, la producción de petróleo y el programa agrícola soviético que había conocido bien en los 70, cuando lo dirigió bajo el mandato de Brézhnev.
La batalla cultural
Pero tan importante como el frente de las reformas fue la batalla cultural. "El objetivo de Gorbachov era el socialismo con rostro humano. Al principio creyó que podría conseguirlo contando solo con los cuadros del Partido, pero al encontrar fuertes resistencias en su seno, decidió utilizar a las fuerzas culturales como punta de lanza", explica el periodista e historiador Solomon Volkov en su historia de la cultura rusa El coro mágico.
Para ello, contó como punta de lanza con Alexander Yakovlev. Embajador en Canadá durante diez años, Yakovlev se había formado en Estados Unidos y tenía una estrecha relación con el exilio intelectual ruso. Gorbachov, que le había conocido en un viaje a Canadá en 1983, le reclutó para la tarea de traer de vuelta a la intelligentsia liberal soviética. Esta "respondió con entusiasmo, refiriéndose a sí misma como los empleados de la perestroika. Por primera vez en muchos años, sentían que el Estado les necesitaba, y comenzaron a atacar a los detractores de Gorbachov en reuniones, en la prensa y en la televisión".
Aunque las leyes sobre libertad de prensa no se promulgaron hasta 1990, periódicos y editoriales se volcaron en publicar a los autores hasta entonces prohibidos. Aparecieron libros como Vida y destino, de Vasili Grossman, Doctor Zhivago, de Boris Pasternak o Réquiem, de Anna Ajmátova. "Se reconoció plenamente el genio de figuras como Stravinski y Balanchine", explica Volkov. "Y luego llegó el turno de los exiliados vivos: Nureyev, Baryshnikov, Rostropóvich y los escritores", entre ellos los premios Nobel Joseph Brodsky y Alexander Solzhenitsyn.
Apertura de doble filo
La edición de Archipiélago Gulag se demoró hasta 1989. Cuando el Politburó autorizó su publicación por entregas en Novy Mir, las suscripciones del diario aumentaron hasta más de 2.700.000. Algo parecido había sucedido en 1986 con la novela de Anatoli Rybakov Los niños del Arbat. Cuando la revista Druzhba Narodov anunció su publicación, su número de suscriptores pasó de 100.000 a más de un millón.
La efervescencia cultural en la URSS durante aquellos años fue tal que se popularizó un dicho: "hoy día es más interesante leer que vivir". Y desató las iras de la vieja guardia intelectual. El escritor y antiguo disidente Alexandr Zinóviev aseguró que la llegada al poder de Gorbachov había sido una "gigantesca operación subversiva por parte de Occidente" ejecutada "ante los ojos del pueblo con su connivencia e incluso con su aprobación". Valentín Rasputin se mostró "horrorizado" ante lo que consideró "una mutación maligna del paisaje cultural" de la URSS y un plan para "corromper las mentes y las almas".
Algo de razón tuvieron aquellos viejos escritores, guardianes de las esencias del ideal revolucionario: el éxito de la apertura cultural, tanto o más que el fracaso de la reforma política y económica del régimen, contribuyeron al desmoronamiento de la URSS en menos de seis años.
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