Trump es un ignorante que quería inyectar desinfectante contra el bicho y ahora quiere hacer economía con bravuconadas, sombrerazos y un proteccionismo paleto de cabaña y lata de alubias. No parece recordar Trump la funesta ley de aranceles de Smoot y Hawley, que ahondó la Gran Depresión y devolvió el comercio mundial casi al cabotaje. Y eso que entonces no necesitábamos, como ahora, tierras raras y microchips provenientes de mil barcos y mil leches hasta para lavarnos el culo. Ese culo que, por cierto, dice Trump que le besan los líderes mundiales haciendo como una cola de aborígenes del colonialismo con reverencia, sonajero y bebé elefante. Hasta los imita, como en una fantasía de marquesito, pidiéndole por favor, y con el señor por delante, la negociación o la clemencia. Los aranceles de Trump sólo se entienden como medida de presión, que estas políticas tan agresivas están condenadas a largo plazo. Lo que pasa es que este tipo de faroles, vistos desde lejos y además hechos con fantasmada y vocecitas, el personal tiende a aguantarlos, siquiera por pundonor. No sé quién le pone a Trump vocecitas, pero, de momento, no la UE ni, desde luego, China. 

Antes que el plan mefistofélico y la astucia sobrehumana, que se los hemos visto atribuidos hasta a Rajoy, yo creo que habría que considerar la simple estupidez, según el principio de Hanlon. Yo creo que Trump no tiene plan, sólo tiene actitud, o sea ese matonismo de cenutrio acomplejado, lleno de sueños de dominio y superioridad, que lo mismo se manifiesta con Zelenski que con la economía. Considerar que el déficit comercial es un agravio o una estafa, y convertirlo en una cuenta de mostrador a ajustar, no tiene una explicación económica, sólo la tiene psicológica o neurológica. Trump piensa que el déficit es una humillación nacional, cosa que en realidad significa una humillación personal, así que no se trata de economía sino de autopercepción, de autoestima, de medirse la corbata. Trump no quiere volver al desastre de Hoover, ni enmendarlo como si reescribiera Las uvas de la ira y lo convirtiera en un musical de los Village People. Ni siquiera quiere volver a Reagan o Bush Jr., que hicieron proteccionismo tibio y desigual, y también más ideológico que económico. Yo creo que Trump quiere, simplemente, volver a la infancia. A mí me parece un caso de diván para carencias y desmayos, como Sánchez, que hasta en esto es el mejor de nuestros trumpistas.

Diría que Trump quiere volver a unos años 50 más sentimentales que económicos, con familia, nevera, Cadillac y cesta de pícnic, todos americanísimos como la tarta de manzana. Una prosperidad que no tiene por qué ser ostentosa, sino que puede ser simple y orgullosa, una Edad de Oro con chimeneas fabriles y monos de peto como si fueran jardines y togas. Su MAGA sólo es otra reedición del mito de la caída, con su pasado de gloria, su decadencia y, por fin, la restauración a manos de un mesías con corona, que la gorra de Trump tiene algo de corona del pueblo, de americano sin rey o sin futuro (aquella gorra roja sobre la bandera, aquella bandera sobre otra bandera del Born in the USA de Springsteen). O quizá sólo es una gorra de padre, de padre distante o castrante, de padre del que no se consigue la aprobación, que aquí es donde la ingenuidad ideológica o neurológica se uniría con Freud, que ya sabemos que trajo a Estados Unidos la peste.

Con Trump estamos ante un niño empeñado en devolvernos o condenarnos a todos a su niñez perdida, macabramente, terroríficamente, como el niño todopoderoso de En los límites de la realidad

No puede haber nada económico, ni macroeconómico ni microeconómico, en este delirio arancelario de Trump, por eso los que piensan más en el negocio, como Musk, ya se están desmarcando, llegando incluso a la bronca con el gurú Peter Navarro, que también tiene pinta de granjero de Campo de sueños. Yo creo que, simplemente, con Trump estamos ante un niño empeñado en devolvernos o condenarnos a todos a su niñez perdida, macabramente, terroríficamente, como el niño todopoderoso de En los límites de la realidad; en encerrarnos en su niñez pesadillesca en la que sigue intentando entregarle el mundo, como una pelota de béisbol, al padre recuperado y por fin orgulloso. La economía, salvo para los piratas, ya no es un sistema de suma cero, pero yo ya voy dudando de que Trump sea realmente un pirata, salvo que sea un niño vestido de pirata. El famoso lápiz de Milton Friedman, la metáfora casi alpina del libre mercado, y que el ministro Cuerpo convirtió en el Congreso en gafa (yo creo que Bolaños le prestó no ya la inspiración para el símil, sino la propia gafa con nariz que lleva él como anteojo para el mundo); el lápiz o la gafa o la realidad del libre mercado, en fin, hace mucho que no admite estas guerras de aranceles o de sables. Pero lo de Trump no es economía.

Trump nos vacila poniendo vocecillas, condenando su farol si lo es, que no está claro todavía. Pero aguantan Europa y China y creo que aguantarán la mayoría, porque el emperador del mundo vuelve a ser un niño más estúpido que cruel y, como nos enseñan la historia y la vida, nadie está a salvo con alguien así. Nos vacila Trump, o nos descubre sus carencias sádico-anales pidiendo que le besemos el culo como un orinal de oro, como un trono de oro que es un orinal de oro. Es probable que Trump se desdiga al final, que ya a última hora nos enterábamos de que ha paralizado algunos aranceles y ha rebajado otros. Pero cada vez estoy más seguro de que no es la economía, ni la ambición, ni la maldad, sino la estupidez. Cuando Musk, que también va bien servido aunque ya casi sea un disidente a lo Podemos, llama “moron” (imbécil, idiota, estúpido) a Navarro, es un diagnóstico diferencial del trumpismo. Sí, no se confíen, porque es la estupidez y contra la estupidez, ya lo decía Schiller, los propios dioses luchan en vano.