"Hacer un rey es más difícil de lo que parece", reconocía ante las Cortes Juan Prim el 11 de junio de 1870. Habían pasado ya más de veinte meses desde que La Gloriosa había logrado derrocar a Isabel II y el trono de España seguía vacante a pesar de que la Constitución firmada un año antes había refrendado la condición de monarquía del país.
La revolución de 1868, lanzada bajo el grito de "¡abajo los Borbones!" había dejado para el futuro la definición del Estado, pero sus principales líderes parecían coincidir en que España debía seguir siendo un reino. Por eso no es de extrañar que las elecciones celebradas a inicios de 1869 alumbraran un Parlamento en el que la opción monárquica era respaldada por casi dos tercios de los diputados. Ni que la Constitución aprobada el 1 de junio del mismo año sancionara en su artículo 33 que "la forma de gobierno de la Nación española es la Monarquía".
Pero si existía un amplio consenso en que España debía contar con un rey mucho más difícil iba a ser encontrar a la persona adecuada para ocupar tan digna posición. Desde Francia, Isabel II y su séquito conspiraban para recuperar el trono que les había sido arrebatado, aunque fuera en la persona de su hijo, Alfonso. Pero sus opciones parecían haber quedado sentenciadas en el taxativo "jamás, jamás, jamás" con el que Prim había despachado la cuestión.
Para los unionistas, liderados por Francisco Serrano, el duque de la Torre -designado regente tras las aprobación de la nueva Constitución-, nadie contaba con más méritos para ocupar el trono que el cuñado de Isabel II, Antonio de Orleans. No en vano, el duque de Montpensier había sido uno de los principales financiadores del movimiento revolucionario.
Los intentos de hacer rey a Fernando de Coburgo crearon temor en Portugal a una posible unión ibérica
Prim, que como jefe del Gobierno era el verdadero arbitro de la situación política, era, en cambio, reacio a la opción de Montpensier, del que recelaba tanto que, incluso, le impidió el regreso a España cuando se impuso la revolución. Además, se había comprometido ante el emperador galo, Napoleón III, a que impediría el acceso de un Orleans -familia en la que el Bonaparte veía una amenaza- a la corona española.
Para el conde de Reus, a la derrocada dinastía borbónica debía sucederle algún príncipe proveniente de los abundantes reinos europeos. Pero si creía que sería fácil encontrar candidatos para el trono español pronto quedaría desengañado.
Los primeros movimientos del partido Progresista, que lideraba Prim, estuvieron orientados a conseguir la aceptación del trono por parte de Fernando de Coburgo, padre del rey portugués Pedro V, que había ejercido como rey hasta la muerte de su mujer, María II en 1853. La opción de Fernando no sólo permitía resolver el problema de encontrar un rey sino que, al entroncar las dinastías reinantes en España y Portugal abría la puerta a una futura unión ibérica, justo dos siglos después de que ambas coronas se desligaran.
En aquellos años, los exitosos procesos de unificación de Alemania -en torno a Prusia- y de Italia, alentaban estas aspiraciones. Pero lo cierto es que aquella opción era vista con enorme recelo por los gobernantes lusos, que temían verse absorbidos en un Estado común, e, incluso, por otras potencias europeas, como Francia.
Y desde el propio gobierno español, Serrano y sus aliados trataban de torpedear las posibilidades del Coburgo, "haciendo que sus agentes inventaran toda clase de rumores contra la candidatura Coburgo, que luego aparecían recogidos en la prensa lusa y la española", tal y como señala el profesor José María de Francisco Olmo, quien añade, no obstante, en su artículo La revolución de 1868 y la elección de un rey para España que "el gran problema de la candidatura portuguesa no eran los contrarios a ella, sino que el mismo Fernando de Coburgo no tenía intención ninguna de ser rey de España".
Tras esto, Prim y los suyos también sondearon a la casa de Saboya, reinante en Italia, proponiendo que el joven duque de Génova, Tomás de Saboya, asumiera el reinado de España. Sin embargo, su propia madre, doña Isabel, se negaría en redondo a esta posibilidad. Habían pasado apenas dos años desde que Maximiliano de Austria muriera fusilado, tras ser impuesto por Francia como emperador de México, y este hecho había despertado ciertos temores entre las casas reales europeas a cualquier tipo de "transplante" dinástico.
Las dificultades para encontrar rey azuzaron la oposición al régimen nacido de la revolución de 1868
Otras opciones, como la del germano Leopoldo Hohenzollern-Sigmaringen tuvieron que ser descartadas por las tensiones que podían despertar en el tablero de las relaciones internacionales europeas. "Una labor aparentemente fácil, dado el alto número de cabezas coronadas en una Europa predominantemente monárquica" acabó por agudizar "los conflictos internos y fue un quebradero de cabeza para la mayoría de cancillerías europeas en un complicado choque de intereses", observan Ángel Bahamonde y Jesús A. Martínez en su Historia de España. Siglo XIX (Cátedra, 2007).
La situación era crítica para Prim y sus aliados. Transcurrido más de un año desde la revolución, España seguía sin rey y la falta de candidatos no solo alimentaba las aspiraciones de Montpensier sino también daba alas a opciones más radicales, como la de la instauración de la república.
En esas circunstancias, se llegaría, incluso, a prestar oído a personajes como el banquero judío danés, Teófilo Abrahmsom Gedalia, que patrocinaría una serie de candidaturas escandinavas, con personajes ligados a las familias reales danesa y sueca, que pronto quedarían descartadas.
El hijo del carretero
En medio de esta compleja situación, cobraba fuerza una de las opciones más extravagantes y, sin embargo, más populares de cuantas se habían planteado. "¿No queremos España con honra? Pues raudales de honra, de patriotismo y de virtud brotan por todas partes en el nombre de Espartero". Con estas palabras, el diario El Cronista no hacía otra cosa que reproducir una idea que había arraigado con fuerza en el pensamiento popular de la época.
Habían pasado tres décadas desde que sus éxitos durante la Primera Guerra Carlista habían valido a Baldomero Espartero la condición de héroe nacional. Y en el momento de la Revolución de 1868, el duque de la Victoria llevaba ya 12 años retirado de la primera línea política, en Logroño, alejado de la Corte de Madrid. Pero la idolatría hacia el bautizado como el Pacificador de España permanecía muy viva.
Como referente histórico del liberalismo más progresista, la figura de Espartero estuvo muy presente desde los primeros momentos de La Gloriosa, a pesar de que el veterano general había rehusado participar en la misma, preocupado por las alianzas de sus correligionarios con los partidos más radicales del espectro político. "Destruir sin tener por adelantado un plan para edificar es una gran locura que ustedes serán los primeros en lamentar. La revolución ha de tener dos manos, una para destruir y otra para edificar. Veo que la de ustedes va a ser manca", llegó a espetar a los líderes del movimiento.
Pero una vez caído el régimen de Isabel II, su figura emergió con enorme fuerza y fueron frecuentes las manifestaciones en pro de su nombramiento como nuevo jefe del Estado. Según recoge Adrian Shubert en su reciente biografía Espartero el Pacificador (Galaxia Gutemberg, 2018) periódicos, obras de teatro y manifestaciones populares defendían de forma recurrente la candidatura de Baldomero I al trono nacional. Incluso, grupos de republicanos proponían su nombre como presidente de la república y había hasta quien manifestaba su indiferencia sobre el tipo de régimen siempre que Espartero estuviera al frente del mismo.
Periódicos, obras de teatro y manifestaciones populares alentaban la candidatura de Espartero
Shubert señala que entre octubre de 1869 y junio del año siguiente se plantearon ante el Parlamento unas 268 peticiones firmadas por, al menos, 100.000 personas de distintos grados de alfabetismo, provenientes de 40 provincias diferentes y entre las que se incluían solicitudes tan llamativas como una escrita en árabe.
Para sus partidarios, Espartero estaba sobrado de cualidades para portar la Corona nacional. "Una grandiosa historia militar, un amor a la libertad sublime; un desinterés espartano; una consecuencia incontrastable; una lealtad magnífica y un inviolable respeto a la ley" jalonaban la trayectoria de "el capitán del siglo, que con menos razón se le dio este epígrafe a Napoleón".
Se alababan sus servicios para la implantación del liberalismo y las pruebas de su escaso afán de poder. Lejos de suponer un punto en su contra para reinar, se valoraba también la condición humilde de quien "no se avergüenza de decir que es hijo de un carretero". E incluso su avanzada edad (había nacido en 1793) y la falta de descendencia no eran vistas como inconvenientes, sino, al contrario, favorecían su nombramiento como un jefe de Estado transitorio en tanto el nuevo régimen se iba asentando.
Un movimiento con tanto respaldo popular no tardaría en hacerse oír en el Congreso, donde Pascual Madoz y Francisco Salmerón comandaron a un grupo de unos 39 diputados progresistas que apoyaban la elección de Baldomero I. Tanta fue su presión que finalmente, en mayo de 1870, Prim accedió a enviar una carta a Espartero en la que le preguntaba si estaría dispuesto a aceptar el cargo "en el caso de que las Cortes constituyentes soberanas se dignaran elegirle".
La propuesta era, según Pere Anguera, un caramelo envenenado. "La forma de plantear la pregunta era una trampa, porque exigía a Espartero una declaración previa de interés, que podría interpretarse por la opinión pública como una muestra de ambición. Espartero, más lúcido que sus aduladores, declinó la oferta el día 15, con la excusa de la edad y los achaques", señala en El General Prim: biografía de un conspirador (Edhasa, 2003).
Durante décadas, la relación entre Espartero y Prim había estado plagada de encuentros y desencuentros y, en el momento en el que al fin el general de Reus había alcanzado el poder tras una vida de conspiraciones, no parecía dispuesto a compartir su protagonismo con el héroe de Luchana. Además, al contrario que los partidarios del duque de la Victoria, Prim creía que su avanzada edad y su falta de descendencia suponían un problema, pues obligarían a reabrir el debate en un periodo no muy lejano.
En cualquier caso, sea porque intuyera la trampa o simplemente por falta de interés en asumir una responsabilidad tan elevada, Espartero rehusó la oferta. Y ni siquiera las masivas manifestaciones -en Madrid, donde vivían unas 300.000 personas, se llegaron a concentrar alrededor de 5.000 para reclamar su coronación- hicieron cambiar de actitud al de Granátula de Calatrava, que se excusaba en en sus "muchos años" y "poca salud".
El intento de hacer rey a Leopoldo de Hohenzollern desembocó en la guerra entre Francia y Prusia
Eran muchos los que pensaban que si a Espartero se le formulara la propuesta con las mismas consideraciones que se habían tenido con los candidatos extranjeros acabaría aceptando. Pero Prim no desperdició la vía libre que le concedía su negativa. Para entonces, también las opciones de Montpensier habían quedado reducidas a la mínima expresión tras haber matado a su primo Enrique de Borbón en un duelo celebrado el 12 de marzo en Carabanchel.
Así, el conde de Reus pudo volver a ofrecer el trono de España entre las casas reales europeas, centrando esta vez sus gestiones en Leopoldo Hohenzollern, confiado en que, cuando este aceptara, se pudiera convencer a Napoleón III para que no pusiera objeciones.
Finalmente, a mediados de junio, llegarían la respuesta positiva de Leopoldo y del rey prusiano Guillermo I. Parecía que Prim, al fin, había conseguido un rey para España. Sin embargo, su gozo se esfumó en cuanto comprobó que, frente a su deseo, la noticia se había extendido rápidamente y que, indudablemente, ya debía haber llegado al conocimiento del emperador francés. "Frunció las cejas y estrujando un guante que tenía en la mano, exclamó: Trabajo perdido, candidatura perdida…¡Y Dios quiera que sea solo esto!", observa Anguera.
Efectivamente, Napoleón III se revolvió contra un nombramiento que ponía en riesgo el equilibrio de poderes en Europa y logró que, finalmente, Leopoldo renunciara a su candidatura. Aunque el encontronazo diplomático entre ambas potencias sería la chispa que haría detonar pocas semanas después la guerra franco-prusiana de 1870.
Un rey por descarte
Perdida esta opción, las miras de Prim y sus aliados tornaron de nuevo hacia la Casa de Saboya, hacia la figura del duque de Aosta, Amadeo de Saboya, hijo del rey italiano Víctor Manuel II, quien acabó aceptando la Corona tras recibir el visto bueno del resto de las potencias europeas.
Al fin, el 16 de noviembre las Cortes efectuaron la votación de la que saldría designado por clara mayoría el que habría de ser coronado como Amadeo I, a pesar de que algunos diputados se mantendrían fieles a sus preferencias por Montpensier y Espartero (que recibieron 27 y 8 votos, respectivamente).
Designado Amadeo, Prim enviaría una delegación hacia Italia para comunicarle su nombramiento y acompañarle en su entrada en España. "Cuando el rey venga se acabó todo. Aquí no habrá más grito que el de ¡Viva el rey!", exclamaría aliviado a su aliado Víctor Balaguer. Pero estaba muy equivocado.
Castelar advirtió a Prim de que "los partidos que derriban un trono difícilmente levantan otro"
El destacado líder republicano Emilio Castelar ya le había advertido de que "los partidos que derriban a un trono difícilmente levantan otro" y no había dudado en acusarle de haber destruido, durante aquel accidentado proceso de elección, todo el prestigio de la monarquía española: "Los reyes pueden salir de un templo, pero no de una asamblea; descender de una nube, de un misterio, pero no de una urna electoral".
Para el profesor universitario, elocuente orador, la elección de una dinastía sarda suponía una humillación histórica, pues "la isla de Cerdeña apenas se veía en el mapa inmenso de nuestros dominios y la isla de Cerdeña se ha levantado, nos ha conquistado, no tanto por sus esfuerzos como por nuestra debilidad y nuestra miseria".
Frente a la opción de Espartero, "un venerable y desinteresado anciano" con "popularidad inextinguible" por el que el pueblo "guarda respetuoso culto", los muñidores del nuevo régimen habían optado por "uno de esos aventureros reales que por saciar su sed de mando abandonan hasta su patria". Así no era de extrañar que como observara el también republicano Francisco Pi i Margall el nombramiento de Amadeo no suscitara el más mínimo entusiasmo popular.
Prim lo había logrado. España volvía a tener rey. Pero aquella nueva dinastía nacía con unas bases muy débiles. Y con los días contados.
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