Procrastinamos. Lo hacemos política, corporativa e individualmente. Lo hacemos desde siempre, aunque cada período tenga sus características. La filósofa Marina Garcés dice que “cada época y cada sociedad tienen sus formas de ignorancia”. Pues lo mismo con esto. La última procrastinación se llama incertidumbre y en ella cabe todo el inmovilismo legitimado que quieras.
Nunca hemos reunido tanto diagnóstico como ahora. Es un diagnóstico, además, de consenso. Miles de estudios que ofrecen unas mismas conclusiones sobre lo que como sociedad nos pasa y nos va a pasar. Sabemos que, cifra arriba cifra abajo, en 2050 seremos 9.000 millones de habitantes, de los que más de 6.000 millones (64%) vivirán en entornos urbanos en los que, a priori, no cabemos. Sabemos que la desertización es un proceso lento, inexorable y silencioso, como lo será la escasez de agua y oxígeno.
Sabemos que, cifra arriba cifra abajo, en España nacen 1,3 bebés por mujer y que llevamos años lejos de garantizar el reemplazo generacional, que se sitúa en el torno al 2,1. Sabemos que, por ahora, somos más viejos durante más tiempo, que la soledad y los problemas de salud mental serán las nuevas pandemias.
Sabemos que, cifra arriba cifra abajo, un 40% del empleo de los países de la OCDE está en riesgo por la automatización y sabemos que nuestras universidades renunciaron al humanismo por ineficiente y son incapaces ahora de formar en las habilidades, conocimientos y competencias funcionales que requiere el mercado de trabajo.
Sabemos que se incrementará el desempleo estructural y que con él lo harán la desigualdad y el tiempo libre. Cifra arriba cifra abajo, sabemos muchísimas más cosas. “No bonito. No bien. Real.”, como grita desesperado el personaje de Rothko en la obra Rojo de John Logan. A pesar de ello, el mantra de nuestros días es que vivimos tiempos imprevisibles y así hasta la siguiente imprevisión que confirme la teoría y nos mantenga entretenidos, embobados, paralizados.
El mantra de nuestros días es que vivimos tiempos imprevisibles y así hasta la siguiente imprevisión que confirme la teoría y nos mantenga entretenidos, embobados, paralizados.
Dice Garcés en Nueva ilustración radical que, “no basta con tener acceso al conocimiento disponible de nuestro tiempo, sino que lo importante es que podamos relacionarnos con él de manera que contribuya a transformarnos a nosotros y a nuestro mundo a mejor. Si lo sabemos potencialmente todo, pero no podemos nada, ¿de qué sirve este conocimiento?”. Y ahí le vamos, porque en esta parálisis por análisis lo que nos sobra es diagnóstico y lo que nos falta son instituciones y actores capaces de reunir todo lo que ya sabemos, todo ese conocimiento disperso, y tomar alguna decisión.
El camino del problema a la solución está lleno de disensos e impotencias que generan mucha incomodidad incompatible con el aspirativo: “lo que yo te diga”. Las instituciones públicas miran hacia arriba y abajo como si se tratara de la intro de los Brady (perdón millennials y generaciones posteriores). Y es que, por decir verdad, las competencias sobre lo que realmente marcará la agenda política de los próximos años están en una especie de tierra de nadie. La complejidad ha convertido cada uno de los desafíos en lo que la ciencia política denomina como wricked problems, problemas malditos que requieren de varios niveles competenciales actuando a la vez (no compitiendo, no trampeando, no amenazando, actuando), en los que un solo punto de vista no basta, ni una sola aproximación territorial. Insisto. “No bonito. No bien. Real.”
Podemos alcanzar a comprender la complejidad de los desafíos que llegan, la difícil gestión de estos en medio de legislaturas más cortas, de mayorías prestadas, de rupturas de status quo, de las nuevas siguientes elecciones. José Antonio Marina dice en La inteligencia fracasada que, como seres humanos, “nos enfrentamos continuamente con tres problemas: No sé qué hacer. Sé lo que quiero hacer, pero no sé cómo. Sé cómo, pero no me atrevo”. Si miramos a la política podríamos hacer el paralelismo y pensar que, efectivamente, a la hora de enfrentar los desafíos desde la política pública, el regulador no entiende ni cultural ni técnicamente el problema que tiene que resolver y, cuando lo entiende, no tiene todas las competencias para tomar la decisión, ni los recursos, ni el respaldo garantizado de los votos ni la lealtad institucional del Estado ni el tiempo para una toma de decisión responsable. Nuestra clase política está, como nosotros, afectada del síndrome de fatiga informativa, de ella habla en El enjambre Byung-Chul Han, como “la enfermedad psíquica que se produce por un exceso de información. Los afectados se quejan de creciente parálisis de la capacidad analítica, perturbación de la atención, inquietud general o incapacidad de asumir responsabilidades”. Nos suena, ¿verdad?
Este tiempo nos apela como sociedad a una colaboración leal que es pública y privada al mismo tiempo
Estamos alargando períodos de enmiendas sine die para regulaciones del siglo XX como si no hubiéramos cambiado ya de siglo, de fisonomía y de velocidad. Creo que hay una llamada muda y sonrojada que desde lo público apela (ruega) a lo privado a co-actuar (no compitiendo, no trampeando, no amenazando, actuando). Este tiempo nos apela como sociedad a una colaboración leal que es pública y privada al mismo tiempo en la que los expertos, los beneficiados, los perjudicados y los representantes de lo público en sus distintas variantes comparten una misma mesa sin miedo a los primeros disensos. Pero para ello tendríamos primero que vencer la tentación del chantaje. Nos hemos dado un atracón de House of Cards y nos las sabemos todas.
Del conflicto del taxi a la transición energética y las pensiones
Mira el conflicto del taxi y la VTC. Mira el conflicto de Cataluña. Mira la transición energética. Mira el Brexit. Mira el futuro de las pensiones. Todos jugamos, en la peor acepción del término, a hacer política, chantajeando y confundiendo y, claro, perdemos. La política extorsionada nos tiene a todos como responsables por acción u omisión. Le hemos puesto altavoces a la conversación del bar y la mayoría sonamos todo el tiempo a pasados de cervezas. No hay sociedad construida solo desde lo público ni sociedad que pretenda construirse solo desde lo privado. Y lo más importante es que en esa construcción la lealtad, la tolerancia y el respeto sean las reglas del juego que acallen la Edad Media que cada uno de nosotros llevamos dentro, y, sin embargo, hemos convertido esa ficción necesaria para la convivencia y el desarrollo que es la sociedad y el Estado en un estúpido duelo al amanecer de unos y otros que nos tiene pegados a la pantalla sin dejar de mirar y tuitear.
La evolución que va tomando la gestión de la influencia que lo privado (las empresas y la sociedad civil) tradicionalmente ha ejercido sobre lo público (Estado) necesita ahora de un espacio intermedio, mixto, si quieres, que impele una leal colaboración privada y pública
La orfandad en la que nos tiene envueltos lo público y su sistema de representación, los partidos políticos, está siendo aprovechada por algunos sectores desde la ventaja competitiva. Paradigmático y extremo es el caso de los desarrollos en inteligencia artificial o transhumanismo que traen China, liberal en lo económico y dictatorial en lo político, o Silicon Valley, sin dependencias electorales y fuera de foco. De ello habla en su libro Garcés, como origen de la hegemonía de la ideología solucionista, esa que delega la inteligencia en las máquinas y aspira a una sociedad problemática y acrítica. No se cuánto tiempo más tardaremos en darnos cuenta de que la óptica solucionista no soluciona, remienda.
La evolución que va tomando la gestión de la influencia que lo privado (las empresas y la sociedad civil) tradicionalmente ha ejercido sobre lo público (Estado) necesita ahora de un espacio intermedio y mixto que impele una leal colaboración privada y pública y que tenga como referencia al Estado y no a la Legislatura. Necesitamos metas compartidas que hagan practicable la política. Estamos llenos de ‘qué’ (eso es el big data al fin y al cabo, muchos ‘qué’ sin contexto), pero nos faltan los ‘por qué’, los ‘para qué’ y los ‘cómo’, porque es todo tan incierto, tan complejo, tan volátil, tan ambiguo, ¿verdad? “No bonito. No bien. Real.”
* Carmen Muñoz es directora senior de Asuntos Públicos en Llorente & Cuenca
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