Los espacios forestales cubren actualmente el 55% de nuestro territorio. Están formados por bosques, dehesas, matorrales, pastizales extensivos, zonas de alta montaña o subdesiertos. El Inventario Forestal Nacional confirma que desde 1970 hasta hoy los bosques han aumentado en un 50% su extensión y en bastante más del 100% sus existencias en términos de biomasa o madera. Retrotrayéndonos al momento de su menor extensión en el Siglo XIX la han triplicado al menos, especialmente en la Cornisa Cantábrica y Galicia.
Esta impresionante recuperación se debe a la coincidencia del abandono de la agricultura marginal, despoblación rural, cambio a combustibles fósiles y repoblación forestal. Gracias a su expansión, los graves problemas de riadas, desprendimientos y aludes se han reducido considerablemente, el riesgo de erosión se ha reducido a determinadas áreas agrícolas, compensamos más del 20% de nuestras emisiones de carbono su función de sumidero o se ha recuperado considerablemente la biodiversidad forestal. Hemos pasado de un país con unos recursos cinegéticos muy depauperados a que la primera causa de accidente en algunas CC.AA. sean las colisiones con jabalíes o ciervos.
Pese a las enormes posibilidades, pero también riesgos que esta recuperación comportaba hemos reaccionado de forma sintomática - algo tremendamente miope -, lo que nos ha impedido activar todo su potencial y abordar las causas de los riesgos, especialmente los incendios. Durante las pasadas tres décadas hemos pensado que la solución a un mundo rural en hundimiento era encerrarlo en campanas de cristal a la vez que limitábamos todo tipo de actividades en el marco de una incontinencia declaratoria de espacios protegidos. Así mientras Francia no llega al 6% de áreas bajo la red europea Natura 2000, España supera el 27% en un ejercicio que recuerda la pretensión de convertirnos en reserva de Europa, esta vez no espiritual, sino natural.
El creciente problema de los incendios forestales se ha abordado recurriendo por un lado a cortinas de humo culpabilizando al bosque por quemarse y, por otro, mediante una desproporcionada inversión en carísimos medios de extinción que haciendo el símil con la sanidad serían las urgencias en vez de invertir en la salud del paciente en lo que sería una sabia política de salud a la larga mucho más eficiente.
En la lucha contra el cambio climático existe un amplio y creciente consenso internacional sobre el crucial rol de los bosques, tanto por el aumento de su función de sumidero como el de substitución que permiten las materias primas renovables que suministra en primer lugar el bosque: madera, bambú, corcho, resina, esparto, etc. Los nuevos materiales de construcción como LCT basados en madera tienen además de mejor resistencia al fuego y mayor sismoresistencia, una huella de carbono neutra o positiva y aislamientos envidiables. Los plásticos se pueden producir de muchas fibras vegetales además de substituirse por derivados de la pasta de papel, los tejidos sintéticos que generan el gravísimo problema de los microplásticos por tejidos de origen vegetal como la viscosa procedente de madera. La UE ha apostado por esta revolución llamada Bioeconomía entre otras razones como única vía de cumplir con los acuerdos de París y por su pobreza de recursos minerales. La gestión activa de los bosques, el reciclaje de las materias primas renovables, el uso de los subproductos agrícolas o la biotecnología resultan claves para minimizar la demanda de materias primas no renovables de alto consumo energético.
Una vez identificado en el debate social el reto demográfico de las zonas de interior resulta obvio que pretender abordarlo desde la lógica de las políticas sectoriales estancas frenará inexorablemente su recorrido. Una de las principales conclusiones de la Conferencia de Río+20 fue precisamente el hecho que los retos actuales de la Humanidad ya no se pueden abordar mediante enfoques meramente sectoriales incluidos los ambientales.
no se podrá abordar el reto demográfico sin abordar la gestión forestal y viceversa
Si los espacios más afectados por la despoblación son precisamente las zonas más forestales por ser aquellas de montaña – en castellano el término monte y zona forestal es sinónimo – no se podrá abordar el reto demográfico sin abordar la gestión forestal y viceversa. Apostar por la bioeconomía sin una gestión activa de nuestros bosques mediante el recurso a la importación constituye una inmensa pérdida económica y de potencial industrial. Renunciar a gestionar el excedente de biomasa en nuestros bosques y apostar solo por sofisticados medios de extinción constituye un dispendio absurdo. Pensar que mejoraremos en biodiversidad cerrando las masas cuando no paran de sonar las alarmas de las especies que requieren mayor riqueza de ecotonos típicos de milenios de presencia humana en nuestro territorio resulta profundamente contradictorio.
La única respuesta razonable es reconocer la importancia clave que tiene esa mitad de España profundamente olvidada durante decenios y apostando por su activación plena en nuestra sociedad identificando las múltiples ventajas interrelacionadas con su gestión activa, empoderando a la población que resiste en estas zonas y el crecimiento de su capital social y superando las barreras administrativas que impiden identificar y activar soluciones de beneficio recíproco de gran potencial.
Un territorio tan extenso tiene que tener un cometido reconocido como lo tuvo antaño para la construcción naval, el suministro energético o la ganadería (lana)
Un territorio tan extenso tiene que tener un cometido reconocido como lo tuvo antaño para la construcción naval, el suministro energético o la ganadería (lana). Resolver los retos planteados de despoblación interior, cambio climático o incendios dependerá de nuestra capacidad de construir ese nuevo relato y cometido para la otra mitad de nuestro territorio. Sin él solo conseguiremos reforzar la madeja de las respuestas sintomáticas que a muchos permitirá continuar en su zona de confort pero que nos hará perder enormes posibilidades aumentando innecesariamente los riesgos.
Eduardo Rojas Briales, Profesor de la Universidad Politécnica de Valencia y decano del Colegio Oficial de Ingenieros de Montes
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