En los últimos años, las llamadas macrocausas se han convertido en protagonistas de la actualidad judicial. Para los medios de comunicación estos procesos gigantescos son cantera inagotable:
Los imputados, hoy investigados, son innumerables, llegando a veces a sesenta o incluso ochenta personas metidas en el proceso por las razones más diversas. Y como su tramitación se hace eterna, suministran material informativo continuamente sin riesgo de caer en repeticiones. Siempre hay algo nuevo que contar en estas macrocausas y siempre hay alguien diferente de quien ocuparse.
Pero pocos son los que, tras la impresión producida por el espectacular tonelaje de estos procesos judiciales, tienen conciencia de la gravísima erosión que en ellos padecen las garantías procesales, de manera casi inevitable por su gigantismo, que es incompatible con un correcto ejercicio de la función judicial.
La Justicia es un trabajo de artesanía que nada tiene que ver con la fabricación en serie de resoluciones
En el reciente y excelente libro “Halcones y palomas: corrupción y delincuencia económica”, cuya lectura recomiendo a todo penalista que ejerza en los tribunales, el Catedrático de Derecho procesal Profesor González Cuéllar se queja con razón de que las macrocausas “introducen una insufrible complejidad y dilación en la causa, y generan una merma sustancial en la calidad de la justicia por la objetiva dificultad en la dispensa de tutela judicial efectiva que provocan”. A pesar de lo cual, dice, “se han venido continuando con la colaboración de fiscales y jueces y con el aplauso de los medios de comunicación”.
Es un perfecto resumen de una grave realidad que debiera preocuparnos. Condición inexcusable de la verdadera Justicia es la personalización de las respuestas legales, a través de las resoluciones judiciales, a los comportamientos concretos. La Justicia exige decisiones singulares, elaboradas a la medida de cada comportamiento personal. Es cada acción concreta lo que el Juez ha de valorar, no en masa respecto a grupos de individuos, sino ponderando todos los aspectos propios de cada uno de ellos, con arreglo a las normas vigentes.
La Justicia es pues un trabajo de artesanía que nada tiene que ver con la fabricación en serie de resoluciones dictadas como se fabrican los coches en una cadena de montaje.
En la Justicia no existe la talla única. Existen tantas tallas como exijan las medidas diversas de las acciones personales individuales.
Pero cuando un solo Juez de instrucción, carente de asistencias judiciales complementarias y con los escasos medios de que dispone, se enfrenta a una macrocausa pretendiendo controlar su desarrollo, que puede alcanzar centenares de tomos y decenas de miles de folios, que atañen a sesenta, ochenta o cien investigados distintos, le será muy difícil, por grandes que sean sus esfuerzos, no caer en el “café para todos”, o en la imposición de la talla única sin mayores diferenciaciones. Como mucho una imposición de dos o tres tallas obtenidas mediante el sistema del corta y pega.
Por otro lado, la macrocausa que engloba una ingente masa de investigados, trae consigo una masa igualmente numerosa de letrados defensores, de abogados que intervienen alegando, recurriendo, proponiendo, e interviniendo en el proceso. No se trata de un capricho ni es un lujo procesal. Es sencillamente la consecuencia del derecho elemental reconocido por la Constitución y la Ley a todo denunciado imputado, de personarse en la causa con asistencia letrada para intervenir en el procedimiento desde su inicio.
La eliminación de la defensa se logra precisamente echando mano de un mecanismo excepcional
Esto implica el derecho a recurrir cada una de las resoluciones del instructor, y el de intervenir en los recursos de todos los demás oponiéndose o adhiriéndose a ellos. Si hay por ejemplo setenta u ochenta investigados podrá el lector hacerse una idea aproximada del galimatías en que la macrocausa puede convertirse. Poco a poco engorda de manera artificial y entra en fase de obesidad mórbida. A partir de ese momento la causa ni camina, ni avanza, ni termina nunca. El proceso se atasca y deja de servir a una investigación sumarial mínimamente ágil y eficaz, en la que se puedan dictar resoluciones que diferencien el grano de la paja.
Los Jueces son conscientes de este problema. Pero para evitar el hundimiento del proceso recurren a una medida quirúrgica gravísima: neutralizar la presencia de los numerosos letrados convirtiéndolos en algo formal, sin contenido eficaz alguno.
Esta eliminación de la defensa se logra precisamente echando mano de un mecanismo excepcional, pensado para otros fines, que es el de acordar el secreto de las actuaciones para todas las partes, excepto para el Fiscal y las acusaciones. De este sencillo modo todas las defensas quedan fuera de combate y dejan de intervenir en el proceso, y de conocer el resultado de las actuaciones. Situación que a veces se mantiene durante meses e incluso durante años.
No se trata de mala fe de los Jueces. Simplemente, o hacen eso o el globo del proceso no es capaz de levantar el vuelo por exceso de pasaje. Dejar a los letrados en tierra, eliminando peso, permite que el globo se eleve, y cuando ha terminado su viaje investigador regresa al punto de salida, donde los letrados podrán ya en unos días intentar leerse decenas de miles de folios y centenares de tomos en cuyo desarrollo no han tenido la menor intervención. Comprenderán ustedes que resulta tarea imposible conocer en días o en semanas lo que el Juzgado de instrucción ha tardado años en acumular; sobre todo si contiene centenares de horas de declaraciones grabadas en soporte videográfico.
Evidentemente la solución de la expulsión de los letrados a través del empleo abusivo del mecanismo de declarar secreta la investigación para las partes –salvo para los acusadores– conduce a que pequen justos por pecadores. Lleva al “café para todos”, a la talla única para todos los denunciados y, en definitiva, a la vulneración del derecho fundamental a una defensa efectiva.
Las macrocausas aplastan con su obesidad al mismo proceso impidiendo su fluidez y su eficacia
Mi sincero reconocimiento al trabajo de los jueces, cuyas dificultades me son muy conocidas, no me impide reconocer también la importancia del derecho a la defensa. En definitiva, urge una solución. Las macrocausas aplastan con su obesidad al mismo proceso impidiendo su fluidez y su eficacia, e impiden a los Jueces asegurar el acierto de sus resoluciones porque las tienen que dictar sin tiempo para meditar las valoraciones exigidas por la singularidad de cada comportamiento. Si a esto se añade el maremágnum de los numerosos letrados intervinientes en las macrocausas, y que esto ha llevado a los jueces a neutralizar el efectivo ejercicio del derecho a la defensa, mediante el mecanismo excepcionalísimo de declarar secreto el proceso para los denunciados, se comprenderá que nos encontramos ante una situación grave y de urgente solución.
Como dice González Cuéllar en la citada obra, “el resultado es desolador porque se ha confundido en las macrocausas la Justicia con una cadena de montaje, y porque en lugar de generarse eficacia y celeridad se han empantanado las investigaciones, se han dilapidado los recursos, se ha empobrecido la calidad de las resoluciones judiciales, se ha minusvalorado la legalidad y se han sacrificado los derechos fundamentales de los interesados.”
En las macrocausas el esfuerzo indudable de los Jueces luce poco. La solución pasa, a mi juicio, por abandonar el absurdo formato procesal de las macrocausas que revientan las costuras de la ley procesal, y sustituir ese método por la sustanciación de procesos distintos, cada uno de los cuales tenga por objeto una porción concreta e identificable de los hechos, abarcando el conjunto de estos procesos la totalidad de lo que hoy se pretende embutir a la fuerza en una sola causa gigante, incapaz de abarcar tanto contenido sin destruir las garantías procesales.
El Gobierno debe abordar sin mayores dilaciones este problema. La Justicia lo necesita con urgencia.
Adolfo Prego de Oliver y Tolivar, abogado y magistrado excedente del Tribunal Supremo
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