Cuando los tres disparos resonaron en el cielo de la localidad granadina de Calahonda hubo de imperar el desconcierto. En aquella pequeña localidad costera cercana a Motril las refriegas no eran una novedad; no en vano, el frente donde se dividía el territorio controlado por ambos bandos apenas distaba unos pocos kilómetros. Pero en ese momento nada hacía pensar en una inminente ofensiva del ejército republicano.
Sin embargo, en el interior del Fuerte de Carchuna, donde se encontraban presos más de 300 combatientes republicanos -en su mayoría, asturianos-, aquellas detonaciones tenían un significado muy especial. "En el fuerte, los mandos nacionales no lo sabían, pero aquel sonido significó lo más parecido a la libertad que aquellos trescientos ocho hombres habían sentido en mucho tiempo", apunta Alfonso López García en su obra Saboteadores y guerrilleros. La pesadilla de Franco en la Guerra Civil (Planeta, 2019).
El 19 de mayo de 1938, cuatro de sus compañeros de prisión les habían hecho partícipes de sus planes de fuga, que se harían efectivos esa misma tarde. Si todo salía bien, lanzarían tres disparos al aire para que ellos lo conocieran. "Y volveremos. Confiad en que volveremos", prometieron.
No tardarían mucho en cumplir sus palabras. Sólo cuatro días después de la fuga, sus protagonistas (los tenientes Joaquín Fernández Canga, Secundino Álvarez Torres, Esteban Alonso García y Cándido López Muriel) regresaban a aquel improvisado presidio. Pero lo hacían acompañados de otros 31 hombres que contaban con un audaz plan para asaltar el fuerte y liberar a sus compañeros.
La liberación del Fuerte de Carchuna fue el mayor éxito de unas guerrillas republicanas que venían actuando desde el inicio de la guerra
Con una acción rápida y perfectamente coordinada, tras cortar las líneas telefónicas que conectaban Calahonda con Motril, los asaltantes lograron tomar por sorpresa a los guardianes del fuerte y tras unos breves intercambios de disparos lograron rendirlos, tomando el control del fuerte. Aún quedaba la difícil tarea de huir con esos tres centenares de hombres liberados hasta territorio seguro. No sería fácil. "En el camino de vuelta hubo varios tiroteos con fuerzas de Guardia Civil, resultado de los cuales fallecieron dos de los asturianos liberados. El resto pudo alcanzar su objetivo y llegar a territorio republicano", comenta López García.
El asalto del Fuerte de Carchuna representaba el mayor éxito de la táctica de guerrillas que el ejército republicano venía empleando contra su enemigo casi desde los inicios del conflicto. La estrategia de la guerra exprés que había nacido de un modo improvisado, fruto del caos que presidió los primeros esfuerzos militares en defensa de la República tras el alzamiento militar del 18 de julio de 1936, se había convertido con el paso de los años en una fórmula recurrente de la lucha del bando republicano.
Y los responsables del ejército popular tratarían -no sin dificultades- de organizar y coordinar aquellos variados comandos que, con sus incursiones fulgurantes, habían sido capaces de crear notables quebraderos de cabeza al ejército franquista, que, con escasas excepciones, se mostraba arrollador en el cuerpo a cuerpo convencional.
La difusión de propaganda en territorio enemigo, la identificación de enlaces para el desarrollo de medidas de sabotaje o la interrupción de las comunicaciones del enemigo a través del ataque a coches o trenes eran algunas de las centenares de misiones que ejecutarían aquellos hombres, de los que sus principales defensores en el campo republicano -entre los que destacaría el líder socialista Francisco Largo Caballero- esperaban que fueran capaces de alentar un levantamiento en masa de la población en los territorios controlados por el bando nacional, como explica detalladamente López García a través de su obra.
Pero la liberación de los más de 300 presos encerrados en Carchuna suponía un hito que impulsaría el prestigio de los guerrilleros entre los suyos y elevaría la preocupación de los mandos franquistas. Incluido el propio Francisco Franco, quien no tardaría en mostrar su inquietud ordenando un refuerzo de la vigilancia de cárceles, cafés y tabernas, al tiempo que empezaba a plantear la posibilidad de atacar al enemigo con las mismas armas, algo a lo que hasta entonces se había mostrado reacio.
En cualquier caso, a lo que Franco estaba dispuesto a destinar más recursos era a la represión de aquellas molestas incursiones de los comandos republicanos en la retaguardia de los nacionales, que mantenían a sus hombres en estado de intraquilidad continua. Para el Caudillo aquella tarea resultaba de "capital importancia" y sus planes pasaban por atraerse al conjunto de la población para que ayudaran a delatar y desarticular a los grupos de guerrilleros republicanos, para lo que no dudaría en ofrecer recompensas en metálico o hasta la liberación de familiares presos a quienes facilitasen su captura.
El líder republicano Juan Negrín llegó a pensar en infiltrar guerrilleros en territorio nacional para asesinar a Franco
La orden de sancionar a los pueblos que se considerasen cómplices de asaltos guerrilleros y el continuo refuerzo de la vigilancia en los puntos de paso más recurrentes son evidencias de la preocupación que mostraba el bando franquista por estas acciones: "En la zona enemiga hay un verdadero pánico ante los actos de sabotaje que en ella se realizan de manera tan perfecta", llegaría a asegurar Manuel Rabos Hernando, un desertor de la zona nacional a finales de 1937.
No era extraño que Franco estuviera preocupado. Al fin y al cabo, su cabeza había sido desde el inicio el objetivo más preciado que se habían marcado diversos grupos guerrilleros, incluso algunos planeando sus misiones desde territorio extranjero, como señala López García.
Incluso el presidente del Gobierno republicano, Juan Negrín, llegaría a pensar, a finales de 1938, en los comandos como su mejor baza para asesinar al líder del ejército sublevado, cuando la guerra parecía decantarse en contra de los republicanos, tras su derrota en la batalla del Ebro. Su plan consistía, según delataría un marroquí evadido del territorio republicano, en infiltrar a un batallón de guerrilleros en la zona nacional, simulando ser entusiastas de la causa sublevada. El primero que pudiera debía atentar contra el jefe del bando nacional, aunque aquello le costara su propia vida.
Ninguna de aquellas ideas encontraría vía para su ejecución y la lucha de los guerrilleros, como la del resto de fuerzas de la República, sufrirían una derrota definitiva en marzo de 1939, tras la toma de Madrid por parte de las fuerzas franquistas. Sin embargo, tantos años de experiencia guerrillera habían creado un terreno abonado para que aún muchos se dispusieran a lanzarse al monte y proseguir su lucha contra el franquismo una vez finalizada la guerra, dando nacimiento al fenómeno del maquis.
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