A la Guardia Civil había que sacarla de la leyenda negra y de los perfiles de toro de Osborne, había que quitarle el capote de fantasma de ahogado y el barniz de los bigotes y el cigarro que enciende y apaga el alba, había que borrarle la sombra de luna del ciprés y el plomo lorquiano y el pavo con guindas. Y para eso, lo mejor es la ortografía. Se creerán ustedes que no, pero el guardia civil moderno ha dejado esa cara de torero muerto, de enterrador al vuelo, de cuervo de hierros, sin duda gracias a la ortografía. Ni quitarles el tricornio de yunque, ni ponerles el uniforme de enfermero, ni sacarlos de acompañar a El Lute para acompañar a los corredores de la vuelta ciclista, que parecen otro Lute despeñado con gallinas. La ortografía es lo que los ha puesto en Europa y lo que les ha quitado el clavo de la calavera. Y lo que los tiene acojonados. Ahora los aspirantes a guardias civiles no temen al sargento primero cabrón, ni a la noche de huesos que tiene el oficio, ni al terrorista con trapos en la bomba y en el alma. No, temen a la ortografía, con sus balas de señorita, balas del 22, en exámenes que parece que ponen unos justicieros de la historia.
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