Ahora vigilan en los patios los burócratas, los policías de los juegos, el adulto metido obscenamente en la inocencia del niño para quitarle la niñez y convertirla en política o en doctrina o en caligrafía de funcionario, con sus hojillas rellenables y sus miserias rellenables de funcionario. A mí en los patios me vigilaba la monja estricta y dulce, con toca de escayola, toca de estatua de monja, esa estatua que siempre había de la fundadora de la orden, del colegio, de la congregación de hermanitas de los pobres o de siervas de algún Jesús lacerado y masculino, necesitado de muchas siervas, enfermeras y cocineras. A mí en los patios me vigilaban maestros baloncestistas, con silbato y sudor y exigencias casi militares, a lo mejor necesarias en esa guerra que hacíamos los chavales a patadas entre los pájaros y las niñas. Es verdad que la monja quería llevarte al final donde su Jesusito se hacía la camita de mármol, donde la Virgen dormía en un delta de flores y sombra como un hada acuática, pero hasta eso tenía su hora y su prevención. Y el maestro en pantaloncillo quería germanizarte de matemáticas y atletismo, pero no te trataba como un soldadito que crece para el país.
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