Ábalos es para Sánchez como el Algarrobo que debe tener cualquier guapo de serranía. En Curro Jiménez funcionaba muy bien el personaje que hacía Álvaro de Luna, el del forzudo cómico y vulgar que agigantaba la estética de héroe machote pero como con corsé de Sancho Gracia, con sus caballos bailarines y la curva praxitélica de su figura rematada con erección de trabuco. Un Algarrobo viene muy bien para echarlo por delante de la jaca, al encuentro de los alguaciles, a llevarse el primer estacazo. Sánchez no se puede permitir que se le descomponga ahora esa estatua clásica suya, con manos de Da Vinci y caderas de Miguel Ángel; el gesto que contiene toda su política, o sea su augusto busto romano, con el laurel encasquetado como otras cejas. Sánchez esconde su fracaso detrás de su cara de moneda imperial, y pone por delante a Ábalos, a que la gente lo vea atragantarse con una hogaza como una piedra de molino, cortada trabajosamente con una gran faca igual que si degollara una vaca.
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