Una rebelión de "cuatro facciosos" condenada al fracaso. Al general Francisco Javier de Elío la noticia de la sublevación de varios batallones del Ejército acantonado en Andalucía para marchar hacia América no pareció preocuparle en exceso.
Al fin y al cabo, el que se había erigido en uno de los principales baluartes del absolutismo de Fernando VII ya había tenido que enfrentarse en los últimos años a diversos pronunciamientos que habían resultado desbaratados sin excesivos problemas.
Y lo cierto es que el iniciado en Las Cabezas de San Juan el día de Año Nuevo de 1820 no parecía destinado a correr mejor suerte. Transcurridas varias jornadas desde el levantamiento, las fuerzas sublevadas aparecían recluidas en la isla de León, carentes de iniciativa tras el fracaso de su asalto a Cádiz. Como describe el prestigioso hispanista Raymond Carr, la revolución "quedó en sedición militar y parecía destinada a morir de muerte natural".
El fracaso de los sublevados en la toma de Cádiz parecía condenar al fracaso el golpe
Aquella situación debió causar una gran desazón en el coronel del Riego. Él había completado a la perfección la misión que se le había encomendado. A las nueve de la mañana del día de Año Nuevo había formado a sus hombres en la plaza mayor de la localidad sevillana de Las Cabezas de San Juan para exhortarles a alzarse en armas contra el despotismo y por la libertad y los derechos de la nación.
"Desde este momento, la sabia Constitución española [...] vuelve a regir en toda su fuerza y vigor en toda la Nación Española", proclamó. Y tras instaurar allí el nuevo orden, partió con los batallones de Asturias y Sevilla hacia Arcos, donde ejecutó el arresto de los principales dirigentes del Ejército expedicionario, incluido su general en jefe, Félix María Callejón, conde de Calderón.
Riego había recibido las últimas instrucciones para llevar adelante aquel plan durante los últimos días de 1819. En la noche del 27 al 28 de diciembre, había mantenido una reunión para perfilar los últimos detalles de la rebelión, con dos de sus principales promotores, Antonio Alcalá Galiano y Juan Álvarez Mendizábal, dos jóvenes de ideas liberales que en las décadas siguientes desempeñarían un papel principal en la historia política de España.
Aquellos hombres habían encontrado en las tropas concentradas en los alrededores de Cádiz para ser enviadas a Ultramar un ambiente propicio para poner en marcha sus planes de reavivar el espíritu del liberalismo que había alumbrado la Constitución de 1812 y que había sido aplastado por Fernando VII a su regreso a España en 1814, con la intención de restaurar el poder absoluto de la monarquía.
Pero el absolutismo se había mostrado incapaz, desde entonces, de dar respuesta a los desafíos de un régimen inadecuado para contener la rebelión de las provincias de Ultramar y reactivar una economía paralizada por la caída de los flujos de plata de América.
Como explica, Raúl Pérez López-Portillo en La España de Riego (Silex, 2005), el régimen absolutista era inviable desde la misma base, sobre todo por la pérdida de las colonias americanas, "y resultaba políticamente sin futuro incluso en la reaccionaria Europa de la restauración posnapoleónica".
A esto, las tropas añadían el malestar por sus poco confortables condiciones de vida, mientras aguardaban una misión que generaba escaso entusiasmo y que, en cualquier caso, se iba dilantando de forma persistente.
Las ideas revolucionarias germinaban en unas tropas molestas con su envío a América
Por eso no es de extrañar la alegría con la que recibieron las tropas de Riego aquel mensaje del 1 de enero. "Los oficiales y soldados prorrumpen en alegres vivas y aplauden con el mayor entusiasmo la decisión y arrojo de su comandante; unos y otros juran obedecerle constantemente, seguirle a donde quiera guiarlos, y derramar toda su sangre en defensa del sagrado código proclamado. Todo es júbilo y asombro en Las Cabezas desde aquel momento: la alegría y efusión de corazón reina en los soldados; sobre el pueblo cae un pasmo profundo, que le obliga a admirarlos en silencio", explica Fernando Miranda, uno de los militares testigos de aquel episodio.
El éxito de Riego no tendría, sin embargo, refrendo en la que se articulaba como uno de los movimientos esenciales de la sublevación: la toma de Cádiz, que había sido encomendada al general Antonio Quiroga. En La España de Fernando VII (RBA, 2005), Miguel Artola explica que Quiroga inició su movimiento con un día de retraso y sin la premura necesaria, lo que dio tiempo a las autoridades de Cádiz de prepararse para frenar el asalto.
Este fue el escenario que se encontró Riego al reunirse con sus compañeros de sublevación en la isla de León el 7 de enero. Pero el militar asturiano no estaba dispuesto a ceder al desánimo.
"Lo más difícil de la obra ya está hecho, el valor no nos faltó al principio; yo confío en que tampoco nos abandonará hasta verla terminada. Quizás se opongan a nuestros designios los poderosos de la Tierra; pero sus huestes ¿podrán hacernos vacilar?... no. Desafiaremos el poder de los tiranos, que está fundado en la violencia; el nuestro lo está en la razón y en la justicia", exhortó a sus hombres antes de realizar nuevos intentos, frustrados, de apoderarse de Cádiz.
Respuesta débil
Mientras tanto, el Gobierno de Fernando VII articulaba una respuesta tibia al desafío de aquellos militares, evidenciando su confianza en que el movimiento se apagaría por sí mismo.
En cualquier caso, la proximidad de las tropas realistas convenció a Riego de la necesidad de dar un nuevo impulso a la sublevación y el 27 de enero parte de la isla de León, acompañado de 1.500 hombres, con la misión de recorrer las ciudades de alrededor en busca de nuevos apoyos a la sublevación.
Durante 40 días Riego recorre casi 1.000 kilómetros tratando de extender la rebelión por Andalucía
A lo largo de los siguientes 40 días, Riego y sus hombres recorrerán alrededor de un millar de kilómetros, primero por las costas de Cádiz y Málaga, y posteriorimente por las localidades del interior, proclamando la Constitución, ante la indiferencia de la mayor parte de la población, y la inacción del general José O'Donnell, quien al mando de las fuerzas destinadas para sofocar aquel movimiento, apenas se anima a buscar el enfrentamiento directo.
El religioso Juan Escoiquiz lamentaría aquella falta de contundencia, que no venía a mostrar sino las debilidades del régimen y la falta de confianza de los militares realistas en sus tropas. "Nadie puede comprender cómo teniendo el general Freire un ejército, que entre infantería y caballería no puede bajar, sin contar la guarnición de Cádiz, de veinte y cuatro mil hombres, se están burlando hace más de quince días dos mil rebeldes sin caballería de todas sus fuerzas, paseándose tranquilamente a su vista, por llano y por sierra…".
Pero las escasas refriegas a las que tuvieron que hacer frente y las penalidades de una marcha que apenas ofrecía resultados fueron haciendo decaer los ánimos en la expedición de Riego, que iba perdiendo efectivos día tras día. Ni siquiera la creación de un himno -el que pasará a la historia como Himno de Riego- destinado a infundir nuevos ánimos a la tropa lograría detener las deserciones.
Cuando llega a Córdoba, el 7 de marzo, apenas le acompañan ya 300 hombres, y el militar asturiano tenía decidido ya dirigirse hacia la frontera portuguesa, con intención de marchar al exilio.
Riego apenas tenía idea entonces de que, durante su largo recorrido por tierras andaluzas, en otras ciudades del reino había ido prendiendo su ejemplo, dando un nuevo brío a la revolución. Primero fue La Coruña, donde un grupo de elementos civiles y militares, dirigidos por el coronel Félix María Álvarez Acevedo, proclamó la Constitución el 21 de febrero.
Desde los últimos días de febrero, la rebelión se fue extendiendo por distintas ciudades de España
Dos días después, aquel movimiento se había extendido a otras localidades de Galicia (Ferrol, Vigo...) y en las jornadas sucesivas, al resto de la región. Mientras tanto, Oviedo y Murcia, a finales de febrero, y Zaragoza, Tarragona, Segovia, Barcelona o Pamplona, a comienzos de marzo, también se sumaron a la sublevación.
Las noticias de aquella secuencia de levantamientos no tardaron en generar alarma en la Corte de Fernando VII. El rey y sus consejeros aún intentaron aplacar la subversión ofreciendo una serie de reformas que, indudablemente, llegaban tarde y quedaban muy lejos de las aspiraciones de los sublevados.
El día 4 de marzo, el conde de La Bisbal, Enrique José O'Donnell (hermano del que perseguía a Riego por Andalucía), enviado al frente de un destacamento para enfrentarse a los sublevados, se pronunció a favor de la Constitución en la localidad de Ocaña. Y poco después, el general Francisco López Ballesteros, nombrado jefe del Ejército del Centro, advertía al rey de que no podía confiar plenamente en la lealtad de la guarnición madrileña.
La sensación de falta de apoyos y la creciente presión que se respiraba en las calles de Madrid llevarían a Fernando VII a decidirse a firmar la Constitución que él mismo había anulado seis años antes.
"Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional; y mostrando a la Europa un modelo de sabiduría, orden y perfecta moderación en una crisis que en otras naciones ha sido acompañada de lágrimas y desgracias, hagamos admirar y reverenciar el nombre Español, al mismo tiempo que labramos para siglos nuestra felicidad y nuestra gloria", declararía el monarca en un famoso manifiesto al pueblo, el 10 de marzo de 1820.
Habían transcurrido más de dos meses desde el estallido de la sublevación en Las Cabezas de San Juan. Al gran protagonista de aquellos hechos, Rafael del Riego, la noticia le alcanzó en tierras extremeñas, cuando ya su escasa partida, que apenas alcanzaba los 50 efectivos, había acordado disolverse. "Riego no había derrotado al régimen, había mostrado su incapacidad y había dado tiempo a que cuajara una nueva secuencia de pronunciamientos", explican Ángel Bahamonde y Jesús A. Martínez en su Historia de España. Siglo XIX (Cátedra, 2005).
El nuevo régimen liberal se enfrentaría casi desde el primer día a las maniobras del rey en su contra
Riego pudo entonces disfrutar de la gloria que durante aquellos casi dos meses y medio se le había resistido. El militar de Tuña se dirigió hacia Sevilla, donde entró el 20 de marzo, acompañado de una comitiva a la que se habían ido sumando paisanos y militares, ahora ansiosos de acompañar al nuevo héroe del liberalismo en España.
Los agasajos que aquel día le brindó el pueblo sevillano no hacían presagiar las dificultades a las que se habría de enfrentar el primer régimen liberal (al margen de los episodios de la Guerra de la Independencia) de la historia de España, ante el que el propio rey maniobraría casi desde el primer día de su Constitución.
Resistencia y cambio
Tradicionalmente, ese periodo, conocido como Trienio Liberal (1820-1823), ha sido entendido como un mero oasis en medio de dos grandes fases absolutistas. Pero lo cierto es que contribuyó con fuerza al devenir futuro de la historia de España.
Como señalan Bahamonde y Martínez, es durante ese periodo cuando empieza a tomar cuerpo la opinión liberal en un pueblo liberal, aunque aún poco maduro, se acelera el desarrollo del mundo urbano y se abren nuevas expectativas de las burguesías ligadas al comercio, negocios, propiedad y profesiones liberales, hasta entonces constreñidas por los rigores del absolutismo.
Y no puede obviarse que bajo el epíteto de la Década Ominosa, como se conoce al periodo posterior de regreso al absolutismo, se muestra un régimen mucho menos convencido del rumbo a seguir, en el que el monarca tendrá que hacer frente también a una oposición reaccionaria.
"Entre 1823 y 1834 el absolutismo se debate entre el inmovilismo y una estrategia de remozamiento precisamente razonada por el temor a la revolución", debido a que "la llegada del Trienio había demostrado que el régimen absoluto, teóricamente inmutable, era vulnerable en sí mismo y no necesariamente por una invasión exterior como la de 1808", explican Bahamonde y Martínez.
España había abierto la espita del enfrentamiento entre los abanderados de la libertad y el cambio y los defensores de un mundo que se negaba a dejar paso a las nuevas ideas.
"Soldados, la patria nos llama a la lid, juremos por ella vencer o morir", alentaba el Himno de Riego. En las décadas posteriores serían muchos lo que sentirían ese llamamiento, en una u otra dirección, plagando la historia de España de lides, vencedores y, obviamente, vencidos.
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