Esta sentencia cierra un largo capítulo durante el que la Infanta Cristina ha sido vapuleada, insultada, juzgada y condenada por una opinión pública previamente informada de la responsabilidad criminal de la hija del entonces Rey de España en un movimiento que incluía también una desacreditación a la Corona y a la institución de la Monarquía. E, independientemente del derecho de todo español a adoptar la posición que desee sobre la forma del Estado que establece la Constitución, nadie podrá negar que en este caso se ha producido en todos sus términos lo que se conoce como “juicio paralelo” en el que los condenados eran desde el primer instante los antiguos duques de Palma. Pero, sobre todo y por encima de todo, la hija del Rey.
En este proceso tormentoso hemos asistido a enfrentamientos públicos entre el juez instructor del caso, José Castro, y el fiscal, Pedro Horrach, en unos términos de virulencia y excepcionalidad nunca vistos en la historia de la administración de justicia en España. Y eso porque este caso afectaba muy negativamente a la Familia Real, que padeció un grave descrédito con este motivo, agravado por otros comportamientos de Juan Carlos de Borbón que indignaron a la opinión pública española hasta el punto de forzar al entonces Rey a pedir perdón a los ciudadanos en una escena memorable y tremenda.
Ha quedado claro que en España se respeta el principio de que la Justicia es igual para todos
La cuestión medular para la ciudadanía, y el centro de la discusión en todos los periódicos, las televisiones y las radios de nuestro país ha sido durante años y años si la Infanta debía sentarse o no en el banquillo de los acusados. De esa decisión del tribunal dependía que quienes reclamaban que Cristina de Borbón fuera procesada admitieran que la Justicia era independiente en España. Era un planteamiento indefendible e imposible de sostener con argumentos objetivos pero era la realidad en una parte importantísima de la sociedad española, que se ha venido enfrentando a este caso con una dosis desbordante de sentimientos y visceralidad. De tal manera que se admitiría que la justicia es independiente en España sólo si sus decisiones coincidían con lo que ya tenía decidido este sector de la ciudadanía.
Pero si las miembros del tribunal hubieran aceptado los argumentos de la defensa de la Infanta, que sostenían la procedencia de aplicar en su caso la famosa “doctrina Botín” del Tribunal Supremo según la cual la acusación popular no es suficiente para sentar en el banquillo a una persona si además no formulan acusación contra ella el Ministerio Público o la víctima del delito, si las magistradas, en fin, hubieran eximido a Cristina de Borbón de ser procesada, entonces la Justicia, en el veredicto de esos ciudadanos-jueces, estaría vendida al poder político y a las presiones de la Corona.
La Infanta fue juzgada y la ira ciudadana se aplacó temporalmente a la espera del fallo de tribunal aunque esa opinión pública tenía su “fallo” ya emitido desde el principio de las actuaciones. Y es ahora cuando se abre este segundo capítulo, que durará tanto como se demore la sentencia del Tribunal Supremo sobre el previsible recurso que planteará la defensa de Iñaki Urdangarin. Y durante ese tiempo y desde hoy mismo volveremos a oír voces dispuestas a desacreditar a las tres magistradas y a sembrar sospechas e insidias sobre la independencia de la Justicia española que no se ha plegado a la sentencia que esas voces tienen escrita antes de que el juicio sobre el caso Nóos hubiera dado comienzo. Pero lo que sí ha quedado claro en este procedimiento es que en España se respeta el principio de que la Justicia es igual para todos y que nadie en nuestro país está por encima de la ley.
Habrá que esperar para leer detenidamente los fundamentos jurídicos de la sentencia para valorar adecuadamente su sentido y su argumentación. Pero del conocimiento del fallo ya podemos concluir que la responsabilidad de la Infanta Cristina en la comisión los delitos sancionados ha recibido el mismo tratamiento que la que hubiera correspondido a la mujer de Diego Torres, Ana María Tejeiro, que ha sido igualmente absuelta. Para la Infanta, su calvario termina aquí, aunque nadie podrá devolverle ni de lejos el inmenso precio pagado por la aventura de aquella sociedad “sin ánimo de lucro” llamada Aizoon.
Para su marido, lo ocurrido hoy no es más que la primera etapa del terrible recorrido que le espera. Pero la consideración sobre su comportamiento tiene que ser infinitamente más severa que la que merece su mujer, aunque la asombrosa e incomprensible tozudez de ésta esté en el origen del extraordinario daño producido a la Familia Real y, por extensión, a la institución monárquica en España. Porque es verdad que ella, por cabezonería o por altivez -probablemente por las dos cosas- se negó sistemáticamente a facilitar el que desde la Casa de su padre se pudiera trazar un cortafuegos que aislara a la Corona de las investigaciones judiciales y de los consiguientes reproches de la indignada ciudadanía. Y mantuvo la misma actitud de resistencia ofendida cuando su hermano Felipe sucedió a Don Juan Carlos en la jefatura del Estado e intentó una y otra vez, sin el menor éxito, que la Infanta renunciara a sus derechos dinásticos. Al final fue el propio Rey el que tuvo que anunciar que retiraba a su hermana el título de duquesa de Palma y su Casa se vio en la tesitura de desmentir una maniobra de la propia Infanta que intentó convencer a la opinión pública, con argumentos impropios de su condición y de su posición, de que había sido ella la que había renunciado ¡por fax! al ducado que le concedió su padre con motivo de su boda. Todo esto, al margen de la absolución dictada ayer por el tribunal de la Audiencia Provincial de Baleares, la hace corresponsable de los perjuicios políticos causados al país por este episodio.
Pero el comportamiento del antiguo jugador de balonmano debería estudiarse en las escuelas de negocios sobre el modo en que un individuo no puede de ninguna manera actuar si no quiere asegurarse el fracaso y el oprobio. Porque Iñaki Urdangarin siempre, siempre, utilizó su matrimonio con la hija del Rey para establecer contactos con las autoridades públicas que se plegaban gustosas a sus propuestas porque a ver quién va a dudar del marido de la hija del Rey. Y, a partir de ahí, de su posición privilegiada, fue tejiendo una extensa red clientelar sobre la que montó una empresa que buscaba ingresos abundantes pero que se basaba en el engaño y el fraude porque desvió con facturas y contrataciones falsas ingentes cantidades de dinero para su bolsillo. Y no sólo eso. Tuvo también la desvergüenza de montar una fundación para ayudar a que niños con discapacidad tuvieran una vida mejor a través del deporte pero que en realidad le sirvió para seguir saqueando en su propio beneficio lo obtenido para esta “hermosa causa”. Esta estafa inadmisible se ilustra con el dato de que el todavía duque recibió donaciones por valor de casi 700.00 euros y él y sus socios de Noos destinaron a la Fundación de los niños 9.000 euros y se quedaron con todo el resto del dinero.
Este sólo episodio de las andanzas de Iñaki Urdangarin debería haber bastado para que Cristina de Borbón hubiera comprendido a tiempo con qué individuo se había casado y a qué hombre estaba prestando su apoyo incondicional a costa de dañar a la Familia a la que pertenece y de dañarse a sí misma y a su propia familia.
La conclusión, en fin, es que la condena del tribunal al marido de la Infanta es justa y proporcionada, aunque algunos opinan que demasiado leve. En cualquier caso, esos seis años y tres meses que le imponen las magistradas no podrán restituir nunca el inmenso perjuicio que sus actividades, precisamente por ser quien era, han causado al país.
Pero es un consuelo comprobar que hoy en España se ha hecho justicia.
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